jueves, 9 de agosto de 2012

ELEMENTAL, DR. WATSON

                
                                  

Con el té, Mrs. Hudson, nuestra patrona, me acaba de verter el último chisme que le ha filtrado el lechero. ¡Es indigno! Resulta que de la niebla de Baker Street rezuma un malsano rocío de habladurías sobre que Holmes y yo somos homosexuales. Y luego a cada revuelta de la calle nos importunan con halagos, parabienes y peticiones de autógrafos; no me extrañaría que en la posteridad nuestros coetáneos fueran recordados por su hipocresía.

Por ser famosos estamos expuestos al infundio y a la estupidez. Y así, se supone que nos pasamos el día yo diciendo obviedades y él concediéndome que elemental, doctor Watson, como quien le da la razón a un tonto de capirote, cuando en realidad jamás, repito,  jamás, ha utilizado tal expresión. Y ahora contaminan Londres y el Imperio con semejante calumnia por los peregrinos hechos de que vivimos bajo el mismo techo, compartimos mantel, vamos juntos a todas partes y, fuera de alguna cliente esporádica, nunca nadie nos ha visto en compañía de mujer alguna. Eso es utilizar el método inductivo y los demás son tonterías. Pero ahora que lo pienso, caigo en que, después de todo, si Sherlock leyera sobre Holmes y Watson, llegaría a la misma conclusión que la gente. Pero las apariencias engañan y las deducciones infalibles de mi amigo son pura literatura. Muchas de ellas las he ideado yo mismo en mis relatos de sus aventuras.

De todas formas, es cierto que admiro la inteligencia de ese poeta de la lógica que, aunque no siempre acierte, es Holmes, y me fascinan el porte aristocrático de su aventajada estatura, sus mejillas de marfil, esa nariz inquisitiva, aquilina, audaz, los ojos centelleantes de puro análisis, su pelo suave y fino como llovizna sobre la frente lúcida; y admito que lo conozco íntimamente, pero no en el sentido que esos ruines le dan. De todas formas, he de reportarme. En parte he sido yo mismo quien les he dado una idea equivocada de nuestra relación y deberíamos haber disimulado más.

Pero por mucho que me conmueva su persona, lo único que me mueve a acompañarlo es su necesidad de contar con un cronista que le otorgue un salvoconducto para la posteridad. No hay nada más –y nada menos- que eso. Cada vez que él ha tenido como cliente a alguna joven o lo han relacionado con ellas los albures de algún caso, no he dejado de abrigar la esperanza de que al fin hubiera encontrado a la compañera de su vida, y bien que se apreciaba que ninguna de ellas lo miraba con el ojo crítico. Pero reconozco que siempre que lo veo indiferente a sus gracias, por algún motivo me consuelo fácilmente y me inunda el diafragma una inexplicable oleada de regocijo, como si la mismísima reina Victoria me hubiera guiñado desde la carroza. 

También sospechan que la facilidad para el disfraz de mi amigo trasluce su tendencia al travestismo, pero si se hace pasar por mozo de cuerda o vagabundo es para enlazar los cabos de algún caso y no para atraer la admiración de ningún marinero.

En fin, ya veo que para desmentir a esos cínicos tendré que casarme con alguna inocente que ejerza de pantalla contra las miradas ajenas, y por las noches incluso habré de desertar de mi entrañable aposento en el  221 B de Baker Street, pero bien que lo siento por esa aún desconocida, porque después de atender a mis pocos pacientes consagraré todo mi ocio a Holmes, y hasta me buscaré a algún colega que me supla varios días por semana, de modo que desatenderé y probablemente haré infeliz a la elegida, pero nuestro honor está por encima de cualquier cosa.

Y habrá veces, si lo requiere la lejanía del lugar de los hechos, que compartamos tren, camarote o la intimidad de algún hotel, pues dado que la paloma de nuestra fama ha llegado al continente, tendré que ausentarme del domicilio conyugal cuando se requieran nuestros servicios en orden a algún complot internacional.

En fin, ya que estoy más sereno y como la modestia de mi querido compañero me ha prohibido asistir a su ponencia que en el Círculo de Química ahora estará revelando las conclusiones de sus recientes manejos con probetas y alambiques, he atizado el fuego de la chimenea y de mi devoción por él, para disponerme a relatar por escrito el último caso en que nos hemos visto concernidos.

Ocurrió la semana pasada. Entablaba mi querido amigo su clásico duelo con la monotonía, contra la que esta vez no le valió aliarse con el violín –por no hablar que tres o cuatro vecinos se vienen quejando-, ni con la cocaína, ni con su colección de colillas de cigarros. Yo me sentía algo ofendido de que mi compañía no le alumbrara el humor sombrío ni le poblara el páramo del espíritu, y me había entregado al crucigrama del aburrimiento. Cambió la pipa de arcilla por la de brezo y la de brezo por la cerezo, según lo sitiaba el tedio, de modo que allí no se habría podido respirar si no hubiera purificado el ambiente, incluso en aquellos momentos de ofuscación, la nítida diafanidad que irradia de su pensamiento. Se puso a recorrer arriba y abajo la sala, la barbilla hundida en el pecho y sordo a mis requerimientos acerca de las soluciones del crucigrama. No hace mucho que en el del Times preguntaban por el apellido de seis letras de nuestra patrona.

A Holmes la gente lo cree frío y distante, impermeable a las emociones o inaccesible a la poesía, a todas horas moldeando hipótesis y con la racionalidad del cálculo matemático en el ceño, pero la verdad es que se sume en hondas depresiones y luego se exalta en arrebatos que solo yo conozco… ejem. Lo cierto es que habría preferido decir que, igual que otras veces, él, con los ojos entornados y las yemas de los dedos unidas, estaba desmadejando las teorías de algún caso, mientras que yo leía tranquilamente el Telegraph, y que amoldados a la paz y serenidad de nuestro mundo sin mujeres podríamos haber seguido una eternidad en aquel silencio de terciopelo sin que entre nosotros dejaran de fluir una armonía y una comprensión inefables; sí, podría haber dicho todo eso, pero ya estoy harto de camuflar la realidad en mis narraciones.

Mareado me tenía de tanto desgastar el entarimado, por lo que dejé a un lado el periódico y me aposté en el mirador del salón. Por supuesto, el mundo exterior agonizaba entre sudarios y mortajas de niebla. Pero de entre aquellos harapos de bruma salió zigzagueando un hombre maduro y enclenque, embutido en un caftán verde aceituna. “Ese hombre no está borracho, doctor”, me dijo por encima del hombro una voz cavernosa que más me sorprendió por haber desmentido un silencio de horas que por haberme adivinado y rebatido el pensamiento. Y siguió diciendo: “Solo ocurre que está desquiciado. Viene a visitarnos para que le devolvamos la cordura. Y bien que me alegro, porque necesito más un caso que una hipótesis su verificación correspondiente”.

Y, en efecto, al instante resonó tal campanillazo en la casa que abocó a la blasfemia a la propia Mrs. Hudson. Desde luego que el caballero al que dio paso era el mismo de la calle, el cual, después de tambalearse y presentarse como Mr. Rosenthal, tomó asiento no sin esbozar con muecas y ademanes la mímica de la desesperación. Cuando Holmes lo invitó a que le contara los pormenores del robo que acababa de sufrir en su casa de empeños, el visitante completó su lividez lapidaria con tartamudeos de estupefacción. ¿Había recurrido a un detective o a un pitoniso?  

Holmes nos rescató de nuestra atónita suspensión volviéndose a revelar como el Príncipe de la inducción. Era la lógica y no la adivinación lo que lo había puesto al corriente de los hechos. Nos explicó que de la biliosa palidez del cliente, de la señal en la frente de una visera y del desgaste de los codos de su gabán, había inducido que trabajaba acodado en el mostrador de un sótano tan gélido que no permitía despojarse del abrigo; y dado que casi todas las casas de empeño de nuestro barrio se ubican en subsuelos, que el hombre había venido a pie y que la fácil prosperidad de esos negocios solo se puede ver alterada por un robo de cuantía, no era difícil que la realidad corroborase sus conjeturas.

En sus razonamientos pasó por alto –también yo lo haré en el relato cuyos datos ahora organizo antes de acometerlo- que el apellido, el caftán y la nariz del cliente eran inequívocamente hebreas, y que en Londres, con abrumadora mayoría, los judíos regentan casas de pignoración. Más que por alardear de inteligencia, sin duda lo hizo para no pasar por antisemita.

Mientras Mr. Rosenthal, más templado, nos hablaba de la dama morena y misteriosa que la víspera le dejó por cincuenta mil libras el collar de topacios que ahora había desaparecido de la caja, como a mí ya me aburren esos detalles y se supone que no seré yo quien resuelva el caso –y aun lográndolo, literariamente tal cosa sería verosímil-, pensaba en otras cuestiones. Exactamente, en esos envidiosos que me acusan de falsear en mis historias la verdad de los hechos y solo narrar aquellos enigmas que Holmes logra dilucidar con la minuciosidad de su método analítico, gracias a su memoria fotográfica o a su capacidad de observación. Mis críticos no tienen en cuenta que si también contara sus frecuentes fiascos, las historias quedarían inconclusas, ya que en los casos que fracasa su imaginación, ningún otro investigador ha tenido éxito. Y tampoco se hace ningún favor a la sociedad proclamando las muchas veces que los crímenes quedan impunes.

Con insoportable prolijidad desgranaba Mr. Rosenthal la lista de sospechosos, la antigüedad y confianza que le inspiraban sus empleados, y yo me dedicaba a refutar mentalmente a los maledicentes que me objetan afilar en exceso la agudeza de mi amigo. ¡Qué se habrán creído! Por supuesto que en la realidad no se confirman con tanta facilidad sus suposiciones, y que tampoco es cierto que nada más oír, como entonces del judío, sobre las circunstancias del delito él ya intuya al culpable, de modo que la subsiguiente visita, lupa en ristre, al lugar de los hechos solo sirva para encontrar indicios que corroboren sus conjeturas. Ya puestos, ¿por qué no se queja el viajero de regreso de la Mancha de no haberse tropezado con Don Quijote en alguna llanura erizada de aspas de molinos?

En la vida los sucesos no resbalan con la suavidad y la lubricación (ejem) que en los libros; y casos ha habido en que mi cooperación no ha sido solo testimonial sino que, con la excusa de encenderle la pipa, le he murmurado a Holmes cómo despejar la incógnita de la ecuación para que él se lleve la gloria de resolverla. Sí, casi la mitad de las veces le he dado a hurtadillas la clave del caso –no la llave de mi dormitorio, como algunos insinúan.

 Para toda esa gente el problema radica en no distinguir la realidad de la ficción. Días hay que la pobre Mrs. Hudson tiene que explicar a un montón de curiosos que aunque éste sea el 221B de Baker Street, aquí no vivimos ningún Sherlock Holmes ni Dr. Watson, y, agobiada, la casera insiste en que vayan a pedirle cuentas a cierto oculista licenciado del ejército y escritor, un tal sir Arthur, que sin embargo nos odia, porque igual que los visitantes no le dejan a ella hornear el pudding, nosotros dos le impedimos a él escribir ninguna otra cosa.

Cualquier día nos matará. Pero le sobreviviremos.                    

      

2 comentarios:

  1. Querido Watson. Sólo intentó matar a Sherlock, pero tenías razón. Le sobrevivisteis.

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  2. Sí, el pobre Conan Doyle estaba harto de la popularidad de sus dos personajes y, envidioso de sí mismo, se quejaba de que el público no le prestara atención al resto de su obra.

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