Desde hace veintiséis años tengo de inquilino en el cerebro a un enanito que como alquiler me paga rumoreándome al oído. A veces no me deja dormir o me priva del apetito. No es el típico duende que a algunos les cuchichea en las resacas o que en la víspera les ha animado a beber, sino que, por el contrario, a mí me disuade de tomar la tercera copa, me ahorró un matrimonio desgraciado desvelándome los secretos de mi novia, y, sobre todo, me advierte contra los clientes de la compañía que se han auto infligido el daño para cobrar la indemnización correspondiente.
Y eso porque soy
inspector de reclamaciones de “Pacífico todo riesgo”, la segunda aseguradora de
California. Los amigos se burlan de la consideración en que tengo mi puesto y
me recuerdan que no voy a heredar la empresa, pero en mi vida he sentido
placer tan escalofriante como el de reconocer la huidiza mirada del incendiario
o el temblor del vaso de cualquier falsario, ni satisfacción más plena que
hacerles firmar una renuncia a reclamar indemnización alguna si no quieren
comparecer ante el juez como simuladores de delito. Sherlock Holmes debía
sentir en los nervios un pálpito parecido cada vez que desembrollaba algún
enigma.
El problema es que el
trabajo me desborda, las torres de expedientes tocan el cielorraso de mi
despacho y los papeles naufragan en mi escritorio. No hay empresario fracasado
al que no se le prenda la idea –y la cerilla- de quemar su local para recuperar
pérdidas. Así que le he propuesto a Walter Neff, nuestro mejor vendedor, que me
ayude con las tramitaciones. Hace once años que lo conozco, casi podría pasar
por mi hijo (si me sucede en el cargo le traspasaré el enanito) y es el único
que reúne las condiciones; pero me ha respondido lo mismo que yo al padre del
actual propietario cuando me nombró inspector, que prefiere la animación de la
calle a enmohecerse en una oficina interior.
Sí, Walter es lo
bastante intuitivo y honrado para ser mi delfín. Aunque ha tenido la mala
suerte de hacerle firmar al difunto Mr. Dietrison esa póliza de doble
indemnización que puede costarle cien mil dólares a la compañía. Sin embargo,
estoy seguro de que Mr. Dietrison no ha sufrido ningún accidente ni enfermedad,
y que tampoco se ha suicidado. Presuntamente cayó de la plataforma del último
vagón de su tren a Palo Alto, donde se dirigía a una reunión de antiguos
alumnos; pero he concluido que nadie intenta suicidarse –ni muere- cayendo de
un tren a quince millas por hora.
El enanito me ha
soplado que Mrs. Dietrison, la beneficiaria, y un cómplice habían asesinado a
Mr. Dietrison antes de subir, el susodicho suplantó a la víctima en el viaje, y
a la salida de Los Ángeles se tiró del vagón justo donde ella lo esperaba con
el cadáver, que dejaron en la vía. Reconozco que en primera instancia sospeché
de Walter, como si mi capacidad analítica se rebelara contra mis sentimientos y
se complaciera en acusar a mi mejor camarada para demostrar su neutralidad. Por
suerte, verifiqué que aquella noche se había quedado en casa trabajando
(incluso lo telefoneó un compañero de la oficina) y el chico del garaje dice
que no cogió el coche hasta por la mañana para venir a la oficina.
Me gustan los casos
arduos como éste, me reconozco a mí mismo más que nunca repasando estadísticas,
aplicando el método inductivo y como un sabueso rastreando a los culpables, que
al fin de cuentas siempre delinquen por amor o por dinero y se quedan sin una
cosa ni la otra. La cuestión es que a veces me impaciento y el humo de mi
eterno puro me distorsiona el olfato y como un perro rabioso puedo volverme
contra quien más quiero, en este caso Walter. No tengo familia y el chico
siempre me tiene dispuestas una palabra amable, una sonrisa o la llama para el
cigarro.
Creí que como en el
fondo Walter es un ingenuo, a pesar de la máscara de cínico donjuán que le
gusta adoptar, se habría enredado en la telaraña de embustes de esa Philys
Dietrison, más falsa que el platino de su pelo. En cuanto la vio, el enanito me
advirtió de su culpabilidad. Los ojos fosforescentes, el paso furtivo y el
desdén en el rictus denotan su naturaleza felina. Tiene toda la frialdad de
esas mujeres que se juegan a una carta convertirse en millonarias o acceder a
la cámara de gas.
Su pobre marido trabajaba en una compañía
petrolífera y, según Walter, lo convenció para que firmara un seguro contra
accidente por valor de cincuenta mil dólares porque andar entre perforadoras
tiene su peligro. Un producto que, como cebo comercial, ofrece una cláusula de
doblar el capital si la muerte se produce en accidente de tren. Según los
actuarios, las posibilidades de que eso ocurriera eran infinitesimales, y de hecho
éste es el primer caso. Pero mi enanito no cree en las casualidades ni en los
casos únicos. La excepción siempre es una corrupción de la verdad.
Por otra parte, la
firma de Mr. Dietrison no parece falsificada y hasta hay un testigo de la
misma, Lola, la hija que Dietrison tuvo de su primera esposa. La chica está
saliendo con Nino Sacchetti, un impetuoso estudiante que también podría ser
presa fácil de los encantos de su pseudo suegra, Mr. Dietrison. Los estoy
vigilando como un águila. Aquí en el despacho –mi hogar- no le quito ojo a la
fotografía de la tal Philys, con peligro de que también yo caiga bajo su
fascinación y acabe exonerándola de toda culpa. Hay en ella algo perverso que
excita los peores instintos del que la observa. La expresión provocativa, el
desafío de sus demasiado separados ojos, su lujuriante belleza –como un jardín
de petunias embalsamado de olor dulzón-, son por sí solas una incitación al
crimen. Sí, es la inductora nata; pensando en alguien como ella el
legislador, como un poeta, debió inspirarse para tipificar tal figura
delictiva. Es una musa del crimen.
No creo que ella esté
realmente enamorada de esa sombra sin rostro que para mí aún es su cómplice. No
es apta para el amor. En todo caso el tiempo corre a mi favor porque habiendo
miedo y dinero por medio no tardarán en traicionarse mutuamente. Y si se aman
–al menos él- y lo han hecho para estar juntos, ya estarán comprobando que en
vez de reunirlos el asesinato los está alejando. El grito de Mr. Dietrison será
como un muro translúcido, o más bien el abismo que los separará mientras no se
apague –nunca- el eco de la voz de su víctima cayendo por él.
Ella aguantará más,
pero, sea quien sea, él tendrá que gastar gafas de sol para que la gente no le
vea la culpabilidad en unos ojos que temerá reflejen la escena del crimen;
habrá de ocultar las manos en los bolsillos para no mostrar su temblor de
alcohólico. No sé por qué, lo imagino alto, delgado, sinuoso como un signo de
interrogación; será porque aún no lo he descubierto, pero silencio, por favor,
que el enanito me está susurrando algo...
Es curioso, ahora me ha
dado a entender que tengo al asesino más cerca de lo que creo. Quizá debería
dejar de lado todos estos informes y estadísticas para fijarme en la gente que
me rodea.
Después de todo, puede
que el culpable a diario me encienda el puro para que el humo me impida
husmearle la culpa excretándole por todos los poros de la piel.
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