Dicen que yo, Madge
Kapf, soy una metomentodo –los más cultos me llaman manipuladora- que enoja,
chismorrea, malmete y a todo el mundo incomoda y aturulla, pero quien de veras
tiene derecho a quejarse de mí es Vincent Parry. Justo esta noche he soñado que
por descuido me caía desde la ventana de mi ático, acosada por él. Recién
levantada, me ha parecido –por esa misma ventana- que el nublado del amanecer
estaba preñado de malos presagios. Por el oeste se había formado un nubarrón
morado con forma de gigantesca aleta de tiburón. Tenía el estómago encogido
como si aún no hubiera acabado de caer por aquel abismo del sueño.
A media mañana, cuando
al fin iba a poder desayunar, una última hora de la radio acaba de confirmar
los augurios: Vincent Parry, el hombre al que mi falso testimonio condenó a
cadena perpetua porque se había atrevido a rechazarme, ha huido de San Quintín
y parece que esquivando los controles ya ha entrado en San Francisco. Debería
cuidarme de alguien a quien, ya que por mi culpa es para el mundo un asesino,
no le importará serlo de verdad a mi costa. Pero como la novedad me viborea en el
estómago y no puedo domar unos nervios que me recomen la prudencia, me dirijo a
contárselo a mi mejor amiga de esta semana, Irene Jansen, la sofisticada
dibujante, una de tantas mosquitas muertas y moscones que tengo presos en la
telaraña de intrigas que he tejido en la ciudad.
Más que mosquita muerta
ésta es impetuosa y apasionada, pero tampoco dejo de manejarla a placer con los
invisibles hilos de mi sutileza de araña. Me hecho tan amiga de Irene para
asegurarme de que rechace a Bob. Éste pánfilo arquitecto ha sido mi último
–penúltimo- novio; y aunque va contando que rompió conmigo cuando vio lo
afilada que soy en el roce cotidiano, y que, indigna de confianza, siempre
estoy dispuesta a conocer a otro hombre, la verdad es que fui yo quien lo
plantó después de compartir nuestra única velada, primero al temblor de las
velas y luego a la íntima luz de mi lamparita con pantalla de pergamino. En
cuanto los tengo a mi merced, los hombres empiezan a aburrirme, con la
peculiaridad de que después de abandonarlos no soporto que se consuelen con
ninguna sucesora. Lo hago por su bien: la felicidad es una vulgaridad; y el
amor, una cursilería. ¿Por qué se obstinan en abandonar la romántica tristeza a
que mi indiferencia los ha condenado? Es como beber cerveza después de champán.
Por eso me resultaría
intolerable que prosperara el zafio amor de Bob por Irene. Por suerte, a ella
no le atrae un hombre tan gris, cuyo semblante parece borrado por una goma
sucia, solo que es demasiado débil para decírselo de repente y prefiere ir
demostrándoselo paulatinamente; Irene y yo somos como el día y la noche. O más
bien la medianoche, tratándose de mí.
Con Vincent, el
prófugo, me pasó algo distinto. Él se resistía, pretendió deshacerse de mi
telaraña y por eso acabé picándole con todo mi veneno. Conocí a Gert, su
esposa, en un cóctel, la invité a venir a cenar con su marido y la noche que me
lo presentó una sutil vibración pulsó la telaraña como las cuerdas de la
guitarra de un músico genial. No dejaba de reverberarme esa especie de
pulsación en las venas que volvía a latirme cada vez que lo miraba; y aumentó
días después, cuando paseando con Gert la oí hablar con escepticismo de Vincent
y supe que, mientras que ella se fijaba casi tanto como yo en todos los
pantalones que veía por la calle, él la amaba. Y por tanto, a mí me ignoraba.
Por lo que Gert me suplantaba, había usurpado el trono de mi indiferencia, y
era adorada por quien a mí no me miraba: ella despreciaba a un hombre que a mí
no me preciaba.
Según me contó la
propia Gert, sonriendo con una maldad envidiable, llegó a arrojarle
–literalmente- a la cara el ópalo de mil dólares que Vincent le había regalado,
y por el que yo habría pagado cien mil. El rasguño que días después le veteaba
el precioso coral de su mejilla, era la prueba de lo ocurrido.
Pero llegó la tarde en
que, solas en su salita, ella volvió a vanagloriarse del tormento al que
sometía a Vincent, y para dejar de oírla me levanté a por el cenicero de
cristal de roca con la excusa de no mancharle la alfombra y desde atrás se lo
estampé en toda la cima de la cabeza. No solo fue un arrebato, sino un medio de
liberar a Vincent de su demonio y hacerlo mío. Mientras lo buscaba por la casa,
infinitamente más que el impacto en el cráneo de Gert, me resonaba en todo el
cuerpo el acorde que solo él me pulsaba en la sangre. Lo encontré en el
despacho, se lo dije y dado que, desanudándose de mi abrazo, me insultó y
corrió a la salita, no tuve más remedio que decirle a la policía que con su
último hálito me había dicho ella que Vincent la había asesinado.
Durante el juicio, me
valí de mi telaraña. A mis amigos de la prensa les interesaba vender la imagen
de carnicero parricida que yo les mostré de él, y con otro tirón del hilo (a
través de mis contactos) le di a entender al fiscal que se jugaba su futuro. Todo
lo intenté para que encerraran de por vida a Vincent y que hasta el fin de sus
días, en mi lugar, solo tuviera entre sus brazos a la pura soledad.
Lo condenaron a cadena
perpetua. Los pocos amigos y partidarios de Vincent aducían que Gert solo había
resbalado y muerto por accidente. He urdido una telaraña tan tupida que entre
estos últimos estaba Irene. Como su padre murió en la silla eléctrica condenado
sin pruebas por el asesinato de su madrastra, se solidarizó con el acusado y
hasta escribió algún artículo a su favor, pero es tan ingenua y mi personalidad
tan descoyante, que hoy en día eso no le impide adorarme.
Aunque suele trabajar
en su dúplex parece que ha salido: nadie responde al timbre. Sin embargo, oigo
el roce de la mirilla, noto entre los ojos el odio de quien mira, un furor
sordo parece emanar por las rendijas de la puerta y me grita que me vaya una
voz nasal y furibunda que me resulta vagamente conocida.
¡Si no fuera un azar
casi imposible, juraría que quien alienta al otro lado de la puerta es Vincent!
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