Aquí jura que es
inocente hasta quien masacró de una vez a su esposa, a la suegra y la cuñada,
pero la verdad es que a mí me condenaron a diez años y un día por deleitarme
con el humo de una hamburguesa en la plancha. Los pocos que reconocen
sus crímenes encuentran los más peregrinos atenuantes; los míos son la guerra y
la recesión: dejé que me invitaran a aquella hamburguesa porque llevaba dos
días sin comer.
Recién desmovilizado,
la medalla rutilante en la pechera y con la prestancia del uniforme, por donde
pasaba iba dejando una estela de admiración. Me invitaban a todas las fiestas,
las chicas rivalizaban por bailar conmigo, mamá me preparaba mis platos favoritos
y mi hermano Robert, el reverendo, me instaba a que le contara las que llamaba
peripecias de la guerra. Hasta mi antiguo jefe, Mr. Parker, me había reservado
mi escritorio de administrativo en la fábrica. Sin embargo, pronto empecé a
pagar el precio de la gloria.
Para escándalo de todos
yo aborrecía volver a ocupar en la oficina aquella mesa desportillada. Los dos
días que me esforcé por readaptarme al trabajo comprobé que el James Allen que
había vuelto de Europa era muy distinto al que se fue, porque pese a mi
juventud mi trato cotidiano con la muerte me había enseñado que a todos se nos
ha concedido un limitado número de atardeceres que admirar y ya no estaba
dispuesto a dilapidar ninguno en una tarea tan anodina como el papeleo, que
cualquiera haría igual –o mejor, dado mi descontento- que yo.
Para colmo, los
silbatos de la fábrica y las excavaciones vecinas me recordaban las trompetas y
las granadas. La fábrica era como la guerra: mientras que en ésta te mataba la
metralla en un instante de luz, en aquélla lo hacía el tedio, la erosión de la
apatía, la falta de un medio de expresarme que con algún significado me
detuviese toda aquella lenta e irreversible hemorragia de tiempo. Por la
ventana del despacho veía cómo a lo lejos construían un puente. En el ejército
había sido ingeniero y se me había inoculado la obsesión de construir
aeródromos, carreteras o puentes; cualquier cosa que me ayudase a mí a escapar de la
monotonía y a la gente a desplazarse. Qué curioso, ya por entonces quería huir de algo. Igual que ahora, pero en otro sentido,
también ansiaba la libertad.
Mamá comprendió que
necesitara encontrarme a mí mismo y que me fuera a Nueva Inglaterra, a Boston,
la única ciudad donde se estaba construyendo de verdad. Empezaría desde abajo,
pero iría ascendiendo –tenía una absurda confianza en este país- y tarde o
temprano diseñaría algo propio que nadie en el mundo hubiera concebido de la
manera que yo lo haría, una carretera o un puente en los que podría
reconocerme. Entonces principió el alucinante derrotero de mis desengaños a
través de una nación en quiebra plagada de obras paralizadas, proyectos tan
frustrados como mi vida, y colas de indigentes.
Apenas me mantenía con
lo que me había prestado la familia y un par de trabajos temporales, manejando
una excavadora y como conductor. Empecé a viajar de polizonte en los
mercancías. Dormía al raso, perdí la suela de un zapato y dejé de afeitarme; un
día me asusté de aquel tipo desarrapado que vi reflejado en un escaparate y que
se parecía a mi cadáver. Me lavaba en las fuentes: era un mendigo. Si llego a
cruzarme con mi hermano, dudo que me hubiera reconocido. En San Luis intenté
empeñar mi cruz de guerra y el judío me mostró el escaparate atestado de ellas.
Por orgullo ni me planteaba volver claudicante a casa.
En un tugurio conocí a
un tal Pete, que me llevó a un bar-caravana con la promesa de invitarme a una
hamburguesa. Cuando nos quedamos a solas con el dueño, Pete esgrimió un
revólver y me obligó a saquear la caja: tres dólares con cincuenta. Irrumpieron
dos policías que lo acribillaron y, como instintivamente intenté huir, me
detuvieron como compinche. No tardó en caer el mazo de la sentencia aplastando
el mosquito que ya era mi esperanza: diez años y un día de trabajos forzados.
A la entrada de la
cárcel me privaron de lo único que me quedaba: una soleada fotografía de mamá
sonriendo en el porche de casa desde un pasado inconcebible, para embutirme en
un uniforme a rayas horizontales y lastrarme de cadenas como un galeote. A los
reclusos se nos adaptan unos grilletes a los tobillos por cuyas argollas nos
pasan varias cadenas que vinculándonos unos a otros nos implican en una
telaraña de hierro.
El primer día se me
hizo eterno como el infierno; la muerte en vida es peor que la del cementerio,
donde nada se siente ni padece. Aquí se trabaja de luna a luna. A las cinco me
despierta el horrísono fragor de las cadenas que como fantasmas se arrastran con
un chirrido terrorífico pasando a través de las anillas de los grilletes. Por
delante se extiende el muro de catorce exhaustivas horas picando piedra, con
inmutables raciones de grasa y sorgo que hasta los perros despreciarían y un
café que recuerda al lodo. A la cuarta semana falleció Red, un interno enfermo
al que acusaban de fingir desmayos. El precio de secarte el sudor es un
fustazo, y cada noche sádicos carceleros azotan a los malos trabajadores con un
látigo de mofeta que restalla en nuestras pesadillas.
Aunque mi único
consuelo estriba en un sueño recurrente que a veces tengo la suerte de lograr:
escalo solo las estribaciones vertiginosas de una montaña, siento en las
mejillas el viento de la libertad, calculo como un ingeniero el trazado de
algún puente colgante o una ruta que en el futuro facilite el ascenso a quienes
vengan después de mí y veo cada vez más cerca la cima, un pico nevado que
apunta a un cielo azul puro. Pero cuando estoy cerca de la cima me despiertan
las cadenas o un látigo que a veces silba sobre mi piel. La última esperanza es
que mi vigilia –la realidad- sea ese sueño y mi vida en prisión una pesadilla.
Sin embargo es más
probable que todos formemos parte de la pesadilla de algún loco, esta cárcel
solo puede ser el delirio de alguien muy cruel y nosotros no somos sino los
fantoches de su alucinación, los monigotes de su perversa fantasía. A través de
ese maléfico sueño de algún dios miserable, locos y cadavéricos, los presos nos
arrastramos en fila como espectros por este inframundo, significando los
estertores de nuestro dolor con el chirrido de las cadenas.
Aquí apenas se conoce
el significado de la palabra “fuga”. Pero aprovechando el certero mazo de algún
hermano de dolor que se preste a golpearme en los grilletes, algún día
intentaré escaparme en la cantera. Aunque será casi imposible eludir los rifles
de los vigilantes y las jaurías de sabuesos, tendré la ilusión de escalar hacia
la cima del sueño mostrando a los demás el camino de la huida y si me aciertan
será como caer al vacío mientras intentaba diseñar una nueva ruta y ascendía
hacia la libertad.
Me atrevo a escribir, o a responder, si asi lo prefieres, creo que no es la primera vez que respondo a una de tus lineas. Quizás sera la primera.
ResponderEliminarNo tengo muy buena redacción, pero usted escribe demasiado bien. Interesante.
Me ha servido, incluso, como guía a mi ferviente sed cinéfila.
SALUDOS
Ah, ese es el fin del blog, abrir el apetito cinéfilo, estimular el deseo de ver cada película en cuestión. Un saludo.
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