domingo, 10 de febrero de 2013

SOY UN FUGITIVO


      


Aquí jura que es inocente hasta quien masacró de una vez a su esposa, a la suegra y la cuñada, pero la verdad es que a mí me condenaron a diez años y un día por deleitarme con el humo de una hamburguesa en la plancha. Los pocos que reconocen sus crímenes encuentran los más peregrinos atenuantes; los míos son la guerra y la recesión: dejé que me invitaran a aquella hamburguesa porque llevaba dos días sin comer.

Recién desmovilizado, la medalla rutilante en la pechera y con la prestancia del uniforme, por donde pasaba iba dejando una estela de admiración. Me invitaban a todas las fiestas, las chicas rivalizaban por bailar conmigo, mamá me preparaba mis platos favoritos y mi hermano Robert, el reverendo, me instaba a que le contara las que llamaba peripecias de la guerra. Hasta mi antiguo jefe, Mr. Parker, me había reservado mi escritorio de administrativo en la fábrica. Sin embargo, pronto empecé a pagar el precio de la gloria.

Para escándalo de todos yo aborrecía volver a ocupar en la oficina aquella mesa desportillada. Los dos días que me esforcé por readaptarme al trabajo comprobé que el James Allen que había vuelto de Europa era muy distinto al que se fue, porque pese a mi juventud mi trato cotidiano con la muerte me había enseñado que a todos se nos ha concedido un limitado número de atardeceres que admirar y ya no estaba dispuesto a dilapidar ninguno en una tarea tan anodina como el papeleo, que cualquiera haría igual –o mejor, dado mi descontento- que yo.

Para colmo, los silbatos de la fábrica y las excavaciones vecinas me recordaban las trompetas y las granadas. La fábrica era como la guerra: mientras que en ésta te mataba la metralla en un instante de luz, en aquélla lo hacía el tedio, la erosión de la apatía, la falta de un medio de expresarme que con algún significado me detuviese toda aquella lenta e irreversible hemorragia de tiempo. Por la ventana del despacho veía cómo a lo lejos construían un puente. En el ejército había sido ingeniero y se me había inoculado la obsesión de construir aeródromos, carreteras o puentes; cualquier cosa que me ayudase a mí a escapar de la monotonía y a la gente a desplazarse. Qué curioso, ya por entonces quería huir de algo. Igual que ahora, pero en otro sentido, también ansiaba la libertad.

Mamá comprendió que necesitara encontrarme a mí mismo y que me fuera a Nueva Inglaterra, a Boston, la única ciudad donde se estaba construyendo de verdad. Empezaría desde abajo, pero iría ascendiendo –tenía una absurda confianza en este país- y tarde o temprano diseñaría algo propio que nadie en el mundo hubiera concebido de la manera que yo lo haría, una carretera o un puente en los que podría reconocerme. Entonces principió el alucinante derrotero de mis desengaños a través de una nación en quiebra plagada de obras paralizadas, proyectos tan frustrados como mi vida, y colas de indigentes.

Apenas me mantenía con lo que me había prestado la familia y un par de trabajos temporales, manejando una excavadora y como conductor. Empecé a viajar de polizonte en los mercancías. Dormía al raso, perdí la suela de un zapato y dejé de afeitarme; un día me asusté de aquel tipo desarrapado que vi reflejado en un escaparate y que se parecía a mi cadáver. Me lavaba en las fuentes: era un mendigo. Si llego a cruzarme con mi hermano, dudo que me hubiera reconocido. En San Luis intenté empeñar mi cruz de guerra y el judío me mostró el escaparate atestado de ellas. Por orgullo ni me planteaba volver claudicante a casa.

En un tugurio conocí a un tal Pete, que me llevó a un bar-caravana con la promesa de invitarme a una hamburguesa. Cuando nos quedamos a solas con el dueño, Pete esgrimió un revólver y me obligó a saquear la caja: tres dólares con cincuenta. Irrumpieron dos policías que lo acribillaron y, como instintivamente intenté huir, me detuvieron como compinche. No tardó en caer el mazo de la sentencia aplastando el mosquito que ya era mi esperanza: diez años y un día de trabajos forzados.

A la entrada de la cárcel me privaron de lo único que me quedaba: una soleada fotografía de mamá sonriendo en el porche de casa desde un pasado inconcebible, para embutirme en un uniforme a rayas horizontales y lastrarme de cadenas como un galeote. A los reclusos se nos adaptan unos grilletes a los tobillos por cuyas argollas nos pasan varias cadenas que vinculándonos unos a otros nos implican en una telaraña de hierro.

El primer día se me hizo eterno como el infierno; la muerte en vida es peor que la del cementerio, donde nada se siente ni padece. Aquí se trabaja de luna a luna. A las cinco me despierta el horrísono fragor de las cadenas que como fantasmas se arrastran con un chirrido terrorífico pasando a través de las anillas de los grilletes. Por delante se extiende el muro de catorce exhaustivas horas picando piedra, con inmutables raciones de grasa y sorgo que hasta los perros despreciarían y un café que recuerda al lodo. A la cuarta semana falleció Red, un interno enfermo al que acusaban de fingir desmayos. El precio de secarte el sudor es un fustazo, y cada noche sádicos carceleros azotan a los malos trabajadores con un látigo de mofeta que restalla en nuestras pesadillas.

Aunque mi único consuelo estriba en un sueño recurrente que a veces tengo la suerte de lograr: escalo solo las estribaciones vertiginosas de una montaña, siento en las mejillas el viento de la libertad, calculo como un ingeniero el trazado de algún puente colgante o una ruta que en el futuro facilite el ascenso a quienes vengan después de mí y veo cada vez más cerca la cima, un pico nevado que apunta a un cielo azul puro. Pero cuando estoy cerca de la cima me despiertan las cadenas o un látigo que a veces silba sobre mi piel. La última esperanza es que mi vigilia –la realidad- sea ese sueño y mi vida en prisión una pesadilla.

Sin embargo es más probable que todos formemos parte de la pesadilla de algún loco, esta cárcel solo puede ser el delirio de alguien muy cruel y nosotros no somos sino los fantoches de su alucinación, los monigotes de su perversa fantasía. A través de ese maléfico sueño de algún dios miserable, locos y cadavéricos, los presos nos arrastramos en fila como espectros por este inframundo, significando los estertores de nuestro dolor con el chirrido de las cadenas.

Aquí apenas se conoce el significado de la palabra “fuga”. Pero aprovechando el certero mazo de algún hermano de dolor que se preste a golpearme en los grilletes, algún día intentaré escaparme en la cantera. Aunque será casi imposible eludir los rifles de los vigilantes y las jaurías de sabuesos, tendré la ilusión de escalar hacia la cima del sueño mostrando a los demás el camino de la huida y si me aciertan será como caer al vacío mientras intentaba diseñar una nueva ruta y ascendía hacia la libertad. 
                                                                                                                                                              

2 comentarios:

  1. Me atrevo a escribir, o a responder, si asi lo prefieres, creo que no es la primera vez que respondo a una de tus lineas. Quizás sera la primera.

    No tengo muy buena redacción, pero usted escribe demasiado bien. Interesante.

    Me ha servido, incluso, como guía a mi ferviente sed cinéfila.
    SALUDOS


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    1. Ah, ese es el fin del blog, abrir el apetito cinéfilo, estimular el deseo de ver cada película en cuestión. Un saludo.

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