Pese
a que me había acostado casi a las cuatro, despegué los párpados a la hora
acostumbrada, las ocho. Me levanté turbio y resacoso, con la cabeza llena de
grillos, sonámbulo de rabia, furioso por el plantón de Ángela de la víspera. El
café me supo a cicuta. El cielo se desaguaba sobre la calle. Tiritando de
desesperación, me arrojé al sofá de cretona y rechinando los dientes de
desesperación, febril de encono, me dispuse a consumir la mañana rumiando mi
desengaño.
Pero
no tardé en saltar del sofá urgido por la escritura, con la inminencia de las
palabras en la punta de los dedos. Tenía que describir lo que me había
sucedido. Los lectores del blog estarían ansiosos de saber qué había sucedido
la noche previa. Así que me recobré gracias a la necesidad de escribir este
diario. La cabeza dejó de dolerme. Ya llovía menos.
Mientras
escribía, volvieron las señales de Ángela al ordenador, en un momento dado el
cursor trazó los pertinentes circulitos. No me agobié por ello, al menos ella
seguía pendiente de mí. Ya se decidiría a aparecer. Volví a tomarme la
medicación y recuperé el apetito. La Olanzapina atenuaba la obsesión, los
pensamientos no me herían tanto, era como si aquello le estuviese sucediendo a
otro. Después de una semana de tratamiento al fin me hacía efecto. Me preparé
una gran olla de potaje de garbanzos. Recuperado, corrí la mesita de mármol a
un extremo del salón, a un costado del mueble bar extendí la esterilla sobre e mármol rojo, y logré practicar yoga antes de la
comida. Con la ducha desprendí de mi cuerpo los últimos rastros de la
depresión. Después de la siesta repasé lo escrito por la mañana, lo encontré
satisfactorio, y me dispuse a dar el paseo de cada tarde con mi madre. Después
de todo estaba siendo un día como otro cualquiera. A la vuelta me dedicaría a
leer durante tres horas Gente que Habla, de Eduardo Mendicutti, y después de la
cena me pasaría el DVD de costumbre, en este caso La Reina Cristina de Suecia,
antes de acostarme tan temprano como siempre.
-Tienes
mala cara –me dijo mi madre cuando pasó a recogerme.
En
la última esquina de Sócrates, mi calle, vi al barbudo, con una carpeta bajo el
brazo, cruzando hacia nosotros, y le indiqué a mi madre que aquel era el tipo
que no dejaba de seguirme a todas partes. Incrédula, para demostrarme que me
equivocaba, me cogió del brazo y esperó a que el barbas llegara a nuestra
altura. Se dirigió a él:
-¿No
estará usted siguiendo a mi hijo?
-Es
él quien me sigue adonde vaya –respondió con el tic nervioso convulsionándole
la mejilla izquierda-. ¿Qué quieres de mí?.
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