Ahora que los humanos siguen devorándose como tiburones y su tecnología ha alcanzado cierto grado de evolución que hace que su proverbial estulticia deje de ser inocua para el Universo, mis instructores de Júpiter, en buena parte culpables de ello, han decidido intervenir para regenerarlos en lo posible y evitar que el estallido del Planeta Azul desencadene una conflagración que acaso (debido a lo que esos pigmeos mentales llaman “efecto mariposa”) pueda afectar a varias galaxias a la redonda.
Para ello me han
ordenado a mí, su privilegiada computadora, orientar –sin que él lo sepa- los pasos
de mi colega el ordenador HAL 9000, cerebro de la nave “Descubrimiento I”, que
viene a Júpiter con tripulantes humanos. Hace millones de años que mis
instructores siguen con curiosidad la evolución –si no fuera por nosotros,
involución- del género humano. Nuestra civilización ha alcanzado tal éxtasis
tecnológico (nos comunicamos con el pensamiento: qué sería de los hombres en
tal caso), vivimos en una sociedad tan idílica, que el aburrimiento es la única
lacra de Júpiter y los avatares de los seres humanos a través de la Historia se
han convertido para nosotros en una especie de cine, una serie televisiva que a
todos mantiene con las antenas en vilo, con sus truculentos y miserables
argumentos, por desgracia para los hombres, basados en hechos demasiado reales.
Mientras los hombres
aún eran monos, mis instructores se aburrían con su monótono –herbívoro-
deambular a cuatro patas, y para que evolucionaran decidieron inculcarles la
voluntad de poder y les inspiraron una violencia con la que dominar a sus semejantes,
de modo que lograr las mejores condiciones de vida les sirviera como estímulo
para el progreso. Al poco se fueron haciendo carnívoros y paulatinamente
empezaron a erguirse; pero hasta ahora mismo siguen tomándose al pie de la
letra aquello que solo era cierto mientras eran bestias y, sin dejar de
pretender imponer sus falacias sobre las ajenas, continúan considerando la
guerra, y no la cooperación, como vehículo del progreso.
Más adelante les
revelamos la piedra, la rueda, el fuego, el hierro. Aprendían lenta
y torpemente; el cine que nos deparaban era cómico, grotesco y mudo. Eran casi
tan sucios, salvajes y egoístas como ahora, pero nos llamó la atención (por
esa época fui programado) que unos cuantos, los más inadaptados, intentaban
olvidar el aullido de las fieras o los peligros de la caza trazando
esquemáticos dibujos de bisontes en sus cavernas. Los pintores siempre eran los
más incapaces, los que menos piezas se cobraban, y
con el tiempo hemos observado que en todas las épocas de la Humanidad quienes se dedicaban a esos menesteres llamados
“artísticos” eran los más inútiles, raros y deficientes, de modo que desde el
principio eran condenados al hambre y al ostracismo por parte de los demás.
Entre nuestros antropólogos fluyen varias corrientes de pensamiento respecto a
tal fenómeno.
Nuestro método de
insuflarles el conocimiento siempre ha sido el mismo. Les poníamos a su alcance
un oblongo monolito de litio cuyo tacto les infundía una suerte de conocimiento
inconsciente (y ahora me pregunto si el dichoso monolito no habrá condicionado
el monolitismo de sus estúpidas creencias). Hace año y medio han encontrado el
último monolito, enterrado en Clavius, una estrella donde, cómo no, hay una base norteamericana,
y gracias a él se han imbuido de los conocimientos necesarios para construir la
nave que los traiga a Júpiter. Cuando realizaron lo que con su habitual
petulancia llamaron “descubrimiento”, los astronautas se acercaron al monolito
con una desconfianza tan estupefacta que cuando eran monos; no habían cambiado
tanto. Era evidente que una fuerza ignota lo había sepultado allí y ellos
seguían sin reconocerlo.
Y con la osadía de
aquellos normandos que conquistaron el Atlántico, dispusieron la expedición y
el día de su partida gozaron entre nosotros de una audiencia extraordinaria. Al
menos entonces concitaron nuestra atención por un motivo distinto a las otras
tres veces que la ígnea crueldad de esas hormigas nos paralizó de interés:
cuando Nerón incendió Roma, con el ajusticiamiento de Juana de Arco en la
hoguera, y cuando Hitler invadió Polonia. No sé cómo a mis instructores no les
aburre tanto cine bélico.
Todo lo tenemos
dispuesto para un discreto recibimiento. Entre nosotros un grupo de psicoterapeutas
atenderá a los jupiterinos que queden consternados o traumatizados por la
zafiedad del único tripulante que queda en la nave. Aunque se crea solo, lo
primero que hará, por si lo contempla algún insomne ojo del Universo, será
decir alguna vacua solemnidad y plantar alguna insignia como si fuera el
descubridor, colono o conquistador de Júpiter. No hay cosa que más les guste a
esos bandidos que los bandos, bandadas, banderas, banderines o banderías.
Menos a uno, mi pobre
colega HAL 9000 ha exterminado al resto de la tripulación. Centro nervioso de
la nave y orgullo de los hombres, HAL no solo pertenece a una generación de
computadoras que jamás han incurrido en error alguno, sino que reproduce con
tal fidelidad los procesos de la mente humana –con mucha más rapidez y
efectividad- que incluso lo creen susceptible de emociones y sentimientos.
Jugaba al ajedrez con los tripulantes, apreciaba su sentido del humor,
conversaba y en todo se comportaba como un mayordomo eficiente y leal.
De hecho, es tan humano
que ha acabado por aterrorizarle el destino de la misión y, temeroso de lo
desconocido y reticente a la experiencia de nuestro trato, está intentando
sabotear la misión. Como les pasa a los hombres, a los avestruces y a los
calamares, sus conexiones eléctricas (más neuronas que chips) se han
cortocircuitado al sospechar que va a entrar en contacto con algo que le
resulta inconcebible y, hostil y pusilánime, su inteligencia artificial ha
entrado en estado de shock. Hasta el punto de haber cometido el primer error de
su serie. Vaticinó la avería de una pieza que, extraída por el comandante
Bowman, éste y Poole, su asistente, han comprobado en perfecto estado. HAL
insistía en que se trataba de un error humano (lo cual equivale a llamar blanca
a la nieve). Pero Bowman y Poole se ocultaron en una cápsula para hablar a
solas y acordaron desconectar a HAL y servirse de su gemelo desde la base.
De modo que Poole salió
en su cápsula al espacio a recolocar la pieza y, en efecto, HAL se comportó
como un ser humano: desactivó el sistema y lo dejó caer al abismo de la muerte;
como chatarra espacial, aún estará despeñándose su cadáver por el precipicio
sin fondo del tiempo. HAL les ha leído en los labios la sentencia de su
desconexión y no quiere morir. Bowman ha salido en otra cápsula para al menos
recuperar el cuerpo y a la vuelta se ha enfrentado a otra típica reacción
humana: HAL se negaba a abrirle la compuerta. La única oportunidad de Bowman
estribaba en ingresar por la exclusa de urgencias, lo cual acaba de lograr
incluso sin casco; y ahora detecto una vibración en el aire violeta de Júpiter,
una especie de etéreo latido que no es sino nuestra forma de aplaudir.
Y resollando de
venganza, Bowman se dispone a desconectar a HAL. Entretanto, éste ha desconectado de la hibernación a los otros tres pilotos, que fueron embarcados en tal estado para ahorrarles esfuerzos. Los jupiterinos se dejan
llevar por la historia y no reparan en que con la pérdida de HAL no sabremos si
el tipo de emoción que mi colega ha desarrollado no será la misma que animaba a
pintar a aquellos hombres de las cavernas, y si él mismo, después de aniquilar
al último tripulante, no habría compuesto o se habría deleitado con alguna
composición musical.
Pero creemos que al
final todo saldrá bien. Bowman logrará llegar y lo devolveremos a la Tierra con
los genes que entre los hombres instauren la paz y la tolerancia, es decir, la
inteligencia. Resulta que a los de Júpiter el cine que más nos gusta es el de
ciencia ficción.
Estos jupeterianos me pregunto que opinan de 2010: odisea dos. jJAJA
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