Esos gacetilleros son
unos tullidos mentales. Primero el tal Thompson, dándoselas de reportero que se
entromete por las sombras, entrevista a los que supuestamente más trataron al
recién finado Charles Foster Kane para desentrañar la clave de la palabra con
la que, según la enfermera, murió a flor de labios, “Rosebud”, sin concluir
nada por haberse olvidado del más privilegiado testigo, yo, el ínclito profesor
Porterhouse, que si bien no traté a Charles en la madurez, una vez que se hubo
convertido en el más mentado personaje de América, sí coincidí con él en
nuestro último año de Princeton, en época hasta tal punto decisiva para la
consolidación de un carácter, cuando recién salido de la adolescencia acaban de
cristalizarse los rasgos que informan la personalidad, que me ha permitido saber toda la verdad sobre Rosebud.
Y con verdad no me
refiero a la que presumió de obtener aquel reporterillo de papel secante y
virutas de lápiz, perenne huésped del escritorio, Mr. Ames, del Herald, el
típico orondo que con el trasero adherido a su silla basculante justifica su
pereza con la excusa de que a través de invisibles canales las noticias se le
vierten al oído, y que con la radio de su cerebro es capaz de sintonizar ondas
inaudibles para aquellos periodistas a los que ensordece el tráfago de las
calles. Durante un minucioso inventario de la documentación familiar, alguien
del National Bank le trajo un rimero de viejas facturas entre las que hayó la de
la compra de un trineo. Al parecer el padre de Charles debió regalárselo allá
por el año setenta y pico, y por la mera coincidencia del nombrecito del modelo
(Rosebud) el sedentario sabueso dedujo que, susurrando Rosebud, el más célebre
magnate del siglo XX moría con la añoranza de algo que todo su dinero no había
podido devolverle, la infancia de la que –como a Mozart su talento- lo privó su
fortuna.
Y eso porque un buen
día los modestos padres de Charles recibieron como pago de un cliente de su
pensión el título de propiedad de una mina abandonada que parecía sin valor,
“el filón del Colorado”, que al poco se reveló como el más prolífico yacimiento
de América. Y para que lo enseñaran a ser el hombre más rico del mundo y
alejarlo de su inestable esposo, Mary Kane, la madre, encomendó la educación de
Charles al National Bank, el administrador de sus propiedades, en la persona de
su apoderado y desde entondes tutor del niño, Walter Thatcher, que con los años
se convertiría en uno de los monarcas de Wall Street.
Aunque lleva diez años
muerto, a Thatcher en cierto modo también lo ha entrevistado el oscuro Thompson
(con el mismo resultado que los demás), gracias a tener acceso a su
autobiografía. Los otros encuestados han sido Mr. Bernstein, el gerente del
Inquirer; Susan Alexander, su segunda esposa –la primera falleció-; Mr. Leland,
su mejor amigo; el mayordomo jefe de Xanadú… y ese cretino de Thompson olvidó
rastrear el año de Kane en Princeton, el único en que no lo acompañó Leland,
que lo había seguido a través del delirante itinerario de institutos y
universidades de donde Charles fue expulsado. Ayer tuve la cortesía de
telefonear a Thompson a la redacción y me colgó, sin duda ofuscado de que Ames
hubiera presuntamente desvelado el enigma y tomándome por el típico jubilado en
busca de protagonismo. No prestarme cinco minutos de cámara les costará ignorar
por siempre la verdad sobre Rosebud. Y mi testimonio de cómo era Charles Foster
Kane a los veinticuatro años. En realidad el muy chapucero no investigó nada en
el período que media entre sus nueve y veinticinco años.
Recuerdo que llegó a la
facultad un día tan soleado y risueño como su cara –y el futuro que le
aguardaba cuando al año siguiente tomara posesión de la sexta fortuna mundial-.
Desde el principio se mostró abierto, propicio, generoso; sin alinearse con
ningún grupo, integraba varias organizaciones de estudiantes, participaba en
cada comité organizador de algo y se empeñaba en agradar y mostrar su interés
por todo. Pero recuerdo que a su paso iba dejando un imperceptible gusto
amargo, tanta actividad y vehemencia dejaban un rastro de poca autenticidad,
una resaca de ceniza; aquello en lo que intervenía quedaba marcado por una
indefinible sensación de fracaso.
Me parece que aunque
solo buscaba que lo quisieran (él no podía perseguir más dinero o influencia) tarde
o temprano los condiscípilos y hasta los profesores se sentían manipulados por
un personaje carismático hasta la saturación. Y nos asustaba su carácter
imprevisible. Recuerdo que encabezó un encierro en el claustro como protesta
por la no admisión de un alumno judío, y al día siguiente fue visto cenando con
el decano. Y luego estaba la diferencia del dinero, la distancia sideral con
que, aunque todos fuéramos de florecientes familias, lo alejaba de nosotros su
inminente fortuna. Aquello lo aislaba en un círculo mágico, una crisálida
translúcida que lo segregaba de cualquier contacto auténtico con los demás. En
su fuero interno debía sospechar que todos lo queríamos casar con nuestras
hermanas.
Parecía destinado a ser
el más popular de la promoción, todos deberíamos haberlo adorado y hasta los
profesores considerarlo su favorito; pero al final todas esas expectativas
dejaban de cumplirse tan inesperadamente como la promesa de un caballero.
Incluso en el último curso suspendió no sé qué asignatura y eso le retrasó
medio año la graduación.
Después no tardé en
perderle la pista. Creo que de todas sus propiedades solo se interesó por lo
que entonces aún era un periodicucho, el Inquirer, y en sus editoriales empezó
a denunciar a multinacionales de las que era el primer accionista. Un inicio
prometedor para una carrera que, como era de esperar en él, no culminó en la
Casa Blanca ni en el Palacio de Gobernador, o para una vida que, a la vista de
escándalos y divorcios, debió acabar con esa típica amargura que al final
siempre derramaba.
Aunque al menos
consagró el último hálito a un recuerdo grato: Rosebud, que no es ningún
trineo. A mí me gustaría morir con el nombre de Black Swann en los labios. Black
Swann era la compañera de Rosebud, una rozagante pupila que recibía en la
casita de roble de las afueras. Nunca olvidaré la tarde de invierno que al fin
Charley y yo nos atrevimos a visitarlas; el centelleo del aire, el vaho
jadeante del camino, los escalofríos en la nuca. Si no es por la petaca de
aguardiente, nos hubiéramos vuelto cuando ya teníamos la casa a la vista. Al
final del sendero de álamos encorvados, las luces lilas de sendas ventanas nos
guiñaban bajo la nieve de un tejado a dos aguas con una fálica chimenea que exhalaba humo
como una locomotora. Empezó a nevar y una especie de responsabilidad nos
encaminó hacia la puerta.
A mis ochenta años
recuerdo aquella tarde mucho mejor que mi noche de bodas. Así es la vida,
frágil y leve como un copo de nieve, fugaz como la juventud o el reflejo que
irradia el último añico de la bola de cristal de la memoria.
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