A mí, Harry F. Potter,
monumento sedente de la prosperidad y ciudadano más rico de Bedford Falls, me
llaman ruin por envidia; amargado, para ocultar que su felicidad solo es
inconsciencia; retorcido, por no reconocer mi alambicada inteligencia; Mr.
Scrooge (aquel personaje de Dickens que no celebraba la Navidad), cuando en
verdad me parezco a Mr. Micawber (el amigo de David Copperfield que vaticinaba
la quiebra si los gastos superaban a los ingresos). ¿Adónde nos ha arrastrado
tanta bondad como derrochaban -¡odioso verbo!- gentes como Peter Bailey? ¡Solo
fallé en pronosticar a tal carnaval de generosidad un miércoles que resultó
viernes de ceniza! En la actual recesión aquellos buenos sentimientos señalan
como lápidas el cementerio del bienestar social.
Con la excusa de que
cualquier desgraciado ha de tener casa propia, esos profetas de la felicidad
universal han desequilibrado el mercado y saturado las finanzas. Sin embargo,
la economía ha de mantener su ritmo propio, hay que respetar el flujo de sus
mareas aunque arrastren a los más incautos si no queremos provocar un maremoto
como el actual. Es inviable que a todo el mundo le vaya bien sin peligro de que
al final, como una balsa sobrecargada, todos nos hundamos.
En cambio, a mí nunca
me ha hecho falta ningún préstamo ni mis padres me hicieron jamás regalo de
cumpleaños alguno. El único don que la vida me hizo fue una polio a los cinco
años que dicriminándome de superfluos juegos y amistades me hizo un niño
reflexivo. A los nueve vendí mi colección de sellos y con los ocho dólares y
medio que me dieron empecé a hacer pequeños préstamos a los golfillos del
barrio; prestaba a alguno, por ejemplo, veinte centavos y a la semana
siguiente, cuando recibía su asignación, me devolvía cincuenta. Llevaba las
cuentas en los márgenes de los cuentos de Perrault; recuerdo que junto a la
figura del lobo de Caperucita hice mi primer balance.
Aunque mis padres no me
dejaron casi nada, con el anticipo que me dio un irlandés pagué la entrada de
un piso que le había apalabrado a éste por el cuarenta por ciento más de su
precio; le enseñé como propios los planos que me había dejado el venderdor de
la promotora. Con el beneficio pagué otras dos entradas, y así se fue ramificando
el frondoso árbol de mi prosperidad. Hubo un comprador que cuando comprendió mi
jugada se arrepintió y tuve que mandarle a cierto italiano para que a
martillazos le enderezara su palabra de hojalata. La buena fe es la base del
comercio y hay que cumplir con los compromisos adquiridos.
Por eso mismo, las
deudas son sagradas, y cuando Peter Bailey se negaba a ejecutar los embargos
para no dejar a las familias al raso le advertí que tanta caridad le saldría
cara. Al comprobar que su humanitarismo no era el barniz de ninguna campaña
publicitaria, le perdí el respeto. ¡Y el muy cretino achacaba lo que él llamaba
mi negro carácter –esto es, visión comercial- a mi déficit de afectos, a no
contar con familia o amigos! ¡Como si a él unos y otros no le reportaran nada
más que gastos!
Desde el principio tuve
claro que hay que mantener los criterios morales tan alejados del mundo de la
empresa como mi mano derecha de la izquierda. ¿Acaso no lo dice la Biblia? No
puedo dejar mi dinero al capricho de la ética o el azar. Por eso volví a
emplear a aquel italiano para que con unos amigos reventara la huelga de
conductores de tranvía, al poco que el alcalde me ofreciera la concesión del
servicio.
Para triunfar hay que
ser austero y trabajador. Ahora mismo podría estar disfrutando de mis
propiedades; podría atravesar todos los barrios ricos del estado hollando con
las ruedas de mi silla los céspedes de todas mis propiedades, y no obstante
compro y revendo las casas sin llegar a conocer sus piscinas con trampolín ni
sus cuartos de baño con azulejos árabes, ocupado que estoy en amasar dinero.
Solo ostento el lujo y boato útiles para conquistar la confianza de los
depositarios y clientes de mis entidades financieras; los apliques de oro de
mis maletines o la pajarita del mayordomo son metáforas –metonimias- de mi
prosperidad.
En algunos de esos
bancos solo he invertido para hacerme con el control y disolviéndolos librarme
de la competencia, como voy a hacer con el negocio de Peter Bailey. Desde que
se fundó, hace casi trenta años, con los mismos empleaduchos de ahora –el
borracho de Billy, la telefonista solterona y el cajero de ridículos manguitos-
empezó a birlarme clientes ofreciéndoles al cinco lo que yo les daba al trece.
Con una política tan suicida apenas ganaba nada y a duras penas vadeaba las
turbulencias de cada nueva crisis. Y su hijo George sufre la tara hereditaria
del padre, la generosidad. Cuando salió del instituto se puso a trabajar en el
negocio familiar. Ahora que han ahorrado lo bastante, se ha matriculado en no
sé qué universidad y su hermano menor lo sustituirá en la oficina. Dentro de
cinco años George regresará y entonces le llegará al menor el turno de
estudiar. ¿Qué clase de banquero no puede permitirse que sus dos hijos estudien
al mismo tiempo? Pues uno que admite la amistad como aval, las promesas como
intereses: Peter Bailey, la vergüenza de la profesión.
Al menos tuvo la suerte
de morirse y se ahorró -¡bendita palabra!- presenciar la hecatombe que las
gentes como él desencadenaron en la Bolsa, las fieras que liberaron por Wall
Street y devoraron primero a los mismos desprotegidos que creían proteger.
Cuando George, mientra
arreglaba los asuntos de la herencia, ya empezaba a prestar dinero a los amigos
sin más garantía que un apretón de manos, vi aliviado que se iba al extranjero
y propuse disolver la empresa, pero los consejeros rechazaron mi moción si
George ocupaba el despacho de dirección del banco, en cuyo escritorio aún
quedaban briznas del tabaco de su padre. Esa noche partió el tren con un
asiento libre y yo me fui a la cama sin cenar.
Y ahora, cuatro años
después, se ha demostrado que todas aquellas simplezas sentimentales eran menos
inocuas de lo que parecían. Justo el día en que George acaba de casarse y se
escabulle hacia una luna de miel de la que no se atreverá a volver, las sirenas
aúllan bajo la lluvia en el umbral del banco de los Bailey. Una multitud de
pequeños accionistas se asen a los barrotes de su impotencia y de las verjas
del local cerrado. Los empleados de Bailey no pueden pagarles ni un centavo por
sus acciones y yo voy a ofrecerles sesenta centavos por cada dólar que
inviertieron, para que luego digan que abuso. Pensándolo bien, les ofreceré
cincuenta, ya es bastante. Tengo que aprovechar la ocasión como los lobos el invierno,
igual que aquel lobo de Caperucita junto al que apunté mi primer balance,
porque muy pronto el gobierno solucionará la crisis con la receta de siempre,
subirnos los impuestos a los ricos.
Pero para entonces
Bedford Falls ya será la ciudad de Harry F. Potter y mi silla de ruedas rodará
al borde de las pesadillas de George Bailey.
Qué equivocado está Ud. Señor Potter.
ResponderEliminar¡Bedford Falls nunca caerá en sus codiciosas manos!
¡Bedford Falls jamás será Potterville!
George Bailey le da mil vueltas.
Miércoles ;)
Bueno, pues sí, el pobre Mr. Potter sufrirá el oscuro destino de casi todos los malos del cine; por contra, en la vida les suele ir bastante mejor.
EliminarLo único que podemos hacer es presenciar el espectáculo de unos y otros desde la oscuridad de las butacas.
Capra se llevó el disgusto de su vida al ver que “Qué bello es vivir”, se estrelló contra la taquilla en aquel lejano 1946; probablemente tres o cuatro años antes, durante la guerra, el film hubiera sido recibido de otra manera, pero el desencanto y el dolor se aliaron con un espíritu pragmático del americano medio que se decantó por otro tipo de producciones.
ResponderEliminarPara colmo de males, unos años después, algún lumbreras (bendito sea) de la productora traspapeló unos documentos y la cinta se vio libre de derechos lo que propició que el emergente mercado televisivo viera un filón de oro: se estrenó una navidad y fue tal el éxito que década tras década esta obra maestra ha provocado las lagrimas de varias generaciones.
No puedes imaginar cuánto amo esta película que, en el fondo, representa al ser humano tal y como siempre debió de ser: un positivismo rotundo y a prueba de bomba que impele a disfrutar de la vida, de la familia y de los amigos que lo son de verdad.
Se dice de esta película que ha salvado vidas humanas: personas al borde del suicidio que han visto el film y han cambiado de opinión o suicidas frustrados que han sido obligados en la cárcel al visionado de unos fotogramas que tienen mucho de mágicos y de curativos.
Hay, incluso, sentencias famosas en Estados Unidos que han consistido en ver este film; los americanos tienen sus cosas, pero hay que reconocer que en algunas otras son realmente admirables.
Te confieso que, cuando murió Capra se me escapó una lágrima porque era consciente de que él representaba a una estirpe de personas que ya ha desaparecido y no regresará jamás.
¿Recuerdas la escena final cuando James Stewart se queda con el pomo de la escalera en la mano y tras pensarlo unos instantes lo besa?: eso es lo que Chaplin quería decir cuando hablaba de hacer reír entre lágrimas.
Gracias a películas como esta aprendí a amar el cine.
Por supuesto que comparto tu amor a esta cinta tan dickensiana, que parece una paráfrasis del famoso cuento de Navidad. Mr Potter sería la reencarnación de Mr. Scrooge.
EliminarGracias por tu comentario, Pepín, en sí mismo ya en un interesante post.
Magnífico texto sobe una de mis películas favoritas. Que mal cae el señor Potter, y con tu escrito todavía más. Gran trabajo.
ResponderEliminarGracias, Javi. He intentado hacer un parangón entre los especuladores que prosperaron en el crack del 29 y los actuales. Un saludo.
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