Huérfana de suerte,
ayuna de amor, la vida me ha zarandeado como a un corcho por las olas. Desde
que puedo recordar, como a un desespersado el suicidio, la idea de la fuga ha
sido lo único que me ha iluminado el camino de la esperanza. Huí de mi padre,
que cada noche que volvía borracho me marcaba la cara como bendiciéndome de
odio; huí de las manos largas de mi tío cuando me fui a vivir con mis primos;
huí de los clientes de ese sórdido salón de baile de Los Ángeles: toda mi vida
se ha reducido a la eterna fuga de una prisión invisible que me vincula con las
cadenas de la impotencia.
A Roy también la cárcel
le ha desteñido las ilusiones; en su caso la prisión pertetua le fue dictada
por un juez terrenal. Hasta que hace unos días, en uno de esos milagros que
solo obra el dinero, los picapleitos de la banda le consiguieron el indulto y
para pagar la deuda se nos unió en las cabañas a la espera de desvalijar el
hotel del pueblo más rico del mundo, Tropico Springs. No quedaba mucho para dar
el golpe cuando llegó y nos conoció a mí y a ese par de novatos, Red Hattery,
un chico facilón de mente miope, y el impulsivo Babe Kozac, de ideas igualmente
toscas, cuyo único merito consiste en haberme rescatado del último salón de
baile, por llamarlo así.
Casi directo de la
cárcel, Roy llegó pálido de tanta sombra y mustio de cansancio, aún parecía
desconcertado por la libertad, atónito de encontrarse todas las puertas de par
en par, deslumbrado por la luz de la libertad. Red y yo estábamos encantados de
recibir al mítico “atracador de Indiana”, que con su apoteósica carrera había
despertado la admiración colectiva de un pueblo lacerado por la recesión, y
cuyas fotos recordaba haber visto de niña en los periódicos. De sus gestos
seguros, de sus palabras secas como el pedernal, y de la fijeza de su mirada,
se desprendía una garantía de éxito para nuestra empresa. Pero Babe detectó mi
admiración por su independencia y su dureza diamantina, y se puso celoso.
Y eso que de primeras
me costó persuadir a Roy de que no me enviara de vuelta al salón de baile, a
que aquella legión de babosos me infligieran sus manoseos, porque se temía que
mi presencia alborotara a quellos dos gallitos. Pero no tardamos en congeniar
él y yo, que nos adapatamos como dos piezas de un rompecabezas: solo él es
capaz de curarme las heridas que la vida me ha abierto y yo soy la única que
puede domesticarle la angustia de las pesadillas. También a él lo persigue la
fatal estrella de la mala suerte, que le viene olfateando los bajos de los
pantalones como Pard, ese chucho que no se aparta de él después de haber
enterrado a sus últimos tres amos. ¿Cómo es que sabiéndolo los dos adoramos a
ese perro, le damos golosinas y no podemos separarnos de él como quien abraza
con alegría su destino?
Abocado a devolver a
los demás el odio con que trataron a su familia desahuciándolos de su granja,
marcado por el mal y la muerte como un pobre perro al que un asesino ha
adiestrado para matar, ninguna calle tiene salida para Roy. La gente se queda
sin habla cuando lo reconoce y entonces no puede sino comportarse con la misma
fiereza que se espera de él, como en una obra de teatro en la que nadie puede
saltarse su papel. Ha intentado cambiar enamorándose de Velma, la nieta de un
paupérrimo granjero de Ohio que ha conocido recién salido de la cárcel. Incluso
le ha pagado una operación en el pie que la ha librado de ser una tullida por
el resto de su vida. Pretendía retirarse con el botín de este golpe, casarse
con ella e iniciar una vida lejos del crimen. Al final ella ha preferido a un
novio más normal, un agente de seguros.
Inadaptables a la
respetabilidad, inadecuados al mundo como artistas malditos, irreductibles a la
decencia, ni él ni yo podemos cambiar. Quizá esquivemos a la policía o de
nuestros enemigos, pero nunca escaparemos de nosotros mismos. Hace un par de
días nos visitó Mendoza, el recepcionista del hotel, que nos facilitará las
cosas desde dentro, un tipo de pañuelo en mano y nervios de punta. Nos trajo el
plano del vestíbulo y tartamudeando enseñó a Roy cómo acceder a la caja fuerte.
Con Roy a nuestro lado todo parecía factible, incluso a una banda como la
nuestra. Al día siguiente Babe, loco de celos, me atizó; Red me defendió y los
dos se persiguieron hasta que Roy volvió de la ciudad y pudo domarlos. Solo los
aguantaba para poder llevar a cabo el atraco.
Anoche llegó la hora;
yo sería la del coche. Fuimos los primeros atracadores de la historia en operar
con una mascota; Pard se escapó de la cabaña y convencí a Roy de que lo dejara
subir. Llegamos al hotel cuando ya se había acostado casi todo el mundo. Con
Mendoza adentro todo fue bien hasta que a un poli se le ocurrió entrar y desde
la calle toqué el claxon para avisar a Roy, que tuvo que abatirlo a tiros.
Salimos zumbando de allí y a los pocos kilómetros el coche donde iban los otros
volcó y se convirtió en una estrella de fuego. La suerte fue que nosotros
llevábamos el botín.
Y desde entonces Roy y
yo habitamos el asfalto, a la espera de que el perista nos pague lo nuestro, recorriendo
las concéntricas carreteras de nuestro destino, huyendo de los hombres en una
fuga del mundo que, infinita como un río circular, a veces quiero que no termine aunque nunca cobremos el dinero, más reconocibles que nunca, como sendas
metáforas de nosotros mismos, cumpliendo nuestro sino de prófugos a través del
peligro y hacia nuestro centro y el corazón de nuestra suerte, quizá demasiado
deprisa y sin descanso hacia la última barrera que nos separa de la libertad
última, donde el aire es luz y las sombras no pesan.
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