Sesteaba yo en el
soleado porche de mi existencia, las botas en la baranda, el cigarro prendido y
a mano la cerveza y la madura belleza de Belle, la dueña del salón, sumido en
la paz de Tascosa que será el sueño de cualquiera de mis colegas del Oeste,
cuando llegó mi viejo amigo Jim Gary, teniente del ejército. Sediento y
polvoriento, me miró envidioso de mi condición de sheriff del pueblo más
pacífico de Estados Unidos. Traía órdenes de llevarme por cualquier medio a Fort
Grant.
Se sorprendió Jim de la
facilidad con que accedí a desertar de aquel festival de los sentidos, verdadero
ensayo para el Paraíso donde, estragado de placeres, se consumaban mis apetitos
antes de condebirlos. Por el camino le expliqué que pese a todo su exigencia
había sido una escapatoria para mí. Belle me había ofrecido aumentar mis
beneficios del salón, del diez por ciento que habitualmente se lleva el
sheriff, al cincuenta: un sutil medio de ofrecerme su mano. En los asuntos
humanos, una puerta de cristal invisible puede separar la felicidad de la
abominación.
De modo que el bueno de
Jim me sacó más que yo a él, porque hasta que no llegamos al fuerte, no supe
qué se esperaba de mí. En las afueras se tendía un campamento de colonos que me
han aclamado como a su salvador, lo que me ha hecho sospechar. Si hay un papel
que la Historia ha demostrado fatal tanto para el elegido como para los que
precisan de él, es el de salvador de nadie. Y estos histéricos que de nada
conozco me han sonreído, los vítores en los ojos, como si justificaran los
tortuosos caminos de su destino solo por haberlos traído a mi encuentro.
El mayor Frazer ha
confirmado mis temores. Toda aquella gente ha perdido a algún ser querido
raptado por los indios, y tras años de desengaños y pistas falsas ahora confían
en mis gestiones para recuperarlos. Han sabido que antaño yo comerciaba con su
captor, el feje comanche Quanah Parker, y ahora pretenden que les consiga a sus
hijos y hermanos como si fueran carne de bisonte o pieles de oso. Mientras el
mayor peroraba me encorvé; nada es más pesado que soportar las esperanzas de
los hombres. Me habían mirado y admirado como si trajera una aureola en torno a
la cabeza precisamente yo, que en mi escala de valores tengo en primer lugar a
Guth McCabe (mi nombre) y cuyo primer mandamiento es cuidar de mí mismo como
nadie hará por mí.
Por llevar a cabo una
misión tan arriesgada, Frazer me ha ofrecido la miseria de una paga de teniente
y, lo que es más peligroso, el agradecimiento de todos esos; a mi edad ya sé lo
que puede tardar la gratitud en virarse a odio. Como ya es imposible
decepcionar a estos colonos, hemos acordado que me dejará cobrarles quinientos
dólares por cada prisionero recuperado. Jim va a llevarme a conocerlos y a
recabar las descripciones de los secuestrados.
Es un asunto turbio;
pero para mí el dinero nunca está demasiado sucio.
Casi todos ellos
guardaban algún recuerdo de sus familiares, una caja de música, varios
soldaditos de plomo o una muñeca. Me indigna cómo Guth McCabe, al que he traído
de su plácido retiro como sheriff de Tascosa, pretende especular con los
sufrimientos de esta pobre gente y adueñarse de los ahorros que habrán hecho en
muchos inviernos de privaciones. Guth está dispuesto a amortizar su pasado
aventurero, a rentabilizar su vieja amistad con las montañas y los caminos.
Preferiría no
participar de este fraude. Los colonos creen que en el poblado indio el tiempo
se ha disecado, que por sus hijos no han pasado los siete años que han
transcurrido desde que los perdieron, y que aún son niños. Les resulta
inconcebible la verdad, que ya habrán parido hijos mestizos y arrancado decenas
de cabelleras de sus compatriotas. Intentar soslayar a toda costa el
sufrimiento puede escarnecerlo como una herida mal cerrada.
Para no responsabilizar
al ejército, el mayor Frazer me ordenó encabezar, con Guth, la caravana vestido
de civil. En el trayecto he congeniado con Marty, una joven que quiere
recuperar a su hermano para enjugarse la culpa de haberse escondido de niña
mientras los comanches se lo llevaban. Cada caso es una tragedia. Guth lo ve
igual que yo, pero él tiene la frialdad de lucrarse con la desesperada
esperanza de ellos. Habrá quienes se precipiten a identificar como hijo al
primer indio con tal de llenar su ausencia como sea. No quieren entender que el
pasado es irreparable y que en el mejor de los casos recobrarán una parodia de
ellos; mejor les habría resultado haberlos enterrado y que la última paletada
de tierra se conviertiera en el primer susurro del olvido.
Esta mañana hemos
salido Guth y yo de visita a Quanah Parker. En el primer claro del bosque nos
han rodeado un grupo de indios bajo cuyas pinturas, ciactrices y trenzas
aquella gente pretendía que reconociéramos a sus hijitos rubios retratados de
marinero. Nos han traído ante el Gran Jefe, que me ha reconocido como oficial
del ejército, pero por suerte le han gustado los rifles que le trae Guth. En la
tienda hemos encontrado a una anciana blanca que resulta ser Mrs. Clegg, cuyos
hijos y esposo vienen en la caravana. Sin embargo, dice que no va a volver y
nos ha rogado que no le digamos a los suyos que la hemos encontrado. Y nos ha
asegurado que ningún otro blanco ha sobrevivido. ¿Qué les diremos a los colonos
si logramos salir de aquí?
En su caso cualquiera
hubiera enloquecido, pero esta vieja habla con mejor sentido que sus
familiares. Nunca la olvidaré. No solo es que prefiera que la crean
desaparecida, sino que ella misma cree haber muerto.
Odio corregir. Pero no es menos cierto que "mi condición de sheriff del pueblo más pacífico de América" debe de ser intercambiado por : "mi condición de sheriff del pueblo más pacífico de Estados Unidos".
ResponderEliminarSaludos amistosos.
Corregido queda! Agradezco tu interés. Es imposible que no se filtren impropiedades como ésa. Gracias por tu visita, espero que vuelvas por aquí!
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