Árbitro del destino de
actores y autores de teatro, mi columna es la sentencia que los condena al
ostracismo o los exalta a la gloria. Es como si con el telón cayera sobre la
platea una sombra de silencio a la espera de mi palmada o silbido. Mientras que
los intérpretes creen alquilar sus almas a los eternos mitos (Otelo, Electra,
Hamlet) y los autores se piensan dioses creando un mundo propio, una palabra
dicha entre líneas de mi artículo puece reducirlos a las cenizas del olvido.
Eva ha sido la última a quien mi pluma ha prestado las
alas de la fama; desde Margo, no había coronado a nadie con unos laureles tan
triunfales. De familia hacendada, nunca he vendido mi opinión por nada que no
sea algún que otro favor sensual, y eso que cualquier productor de Broadway
estaría dispuesto a comprarme una palabra –o mi silencio- a precio de oro. Pero
por eso la gente acepta mi criterio, porque las tablas del teatro son las de mi
ley; la escena es mi religión y yo soy su profeta, y por nada traicionaría lo
segundo que más amo en el mundo: yo mismo.
Y ni siquiera por Eva he sacrificado mi ética –esto es,
mi estética-, puesto que fue viéndola actuar como se prendió esta llama que me
derrite la máscara del escepticismo, oyéndola declamar cuando descubrí la
música de las flores, apreciando sus gestos como admiré el invisible ritmo de
las estatuas al crepúsculo de los jardines. Ya que en la llamada vida real ella
no me había impresionado tanto, atribuí semejante conmoción al mérito
artístico. Pero a partir de aquella actuación, cuando la he visto lejos de la
escena ya no he podido discriminar de su figura el halo de magia que envolvía a
su personaje (era la Nora de Ibsen), ni distinguir su voz de aquella otra
suave, cálida y vibrante que sonaba a noches de verano iluminadas por faroles
sobre el mar.
Adicta al aplauso, novia de las bambalinas, el verdadero
amor de Eva también es el teatro, por lo que nuestra afinidad no podrá sino
implicarnos en un idilio, pero por si esa fierecilla no me corresponde, he
contratado a un detective que me desoville su pasado para retenerla con los
resultados de la investigación. No soportaría que esta llama mía se apagara porque
ella me la apagara y volver a ser una estatua de hielo.
Me hizo sospechar de ella la impostura mediante la que se
deslizó en el mundo del teatro. Me han dicho que fue Karen, la esposa de
Richards, el famoso autor, quien la descubrió (no profesionalmente, sino que
seré yo el recordado por eso). Me refiero a que Karen reparó en aquella
admiradora que cada noche aguardaba en el vestíbulo la entrada y salida de
Margo Channing, hasta hace bien poco la reina de nuestras actrices. Yo no estaba
entonces –nunca estoy con nadie, y todo me lo cuentan el primero-, pero parece
que la ingenua Karen se apiadó de la devoción sin esperanza de aquella chica y
se le ocurrió presentársela a Margo, su ídolo dorado y adorado.
Margo empezó por negarse a recibirla y acabó
contratándola de secretaria; muy típico de Margo. Eva, que no otra era la
ferviente admiradora, la emocionó a ella y a sus amigos con la historia de su
vida. Me parece que aquélla, y no la de la obra de Ibsen, fue la primera
actuación magistral de su carrera. Puedo oír el tono frágil de Eva contándoles
sobre su niñez en la granja y su primer trabajo de secretaria en aquella
cervecería de San Francisco, y me imagino cómo se quebró esa cristalina voz
suya en miles de silenciosos añicos al referirles la muerte de su novio en
acción de guerra. Dicen que necesitó un pañuelo hasta Bill Sampson, el
prestigioso director de escena y pareja de Margo. Sospecho que de aquella
retahíla lo único cierto era que admiraba a Margo, o más bien que quería ser
como ella –cosa que no dijo-.
En pocos días se hizo imprescindible para ella, pues se
convirtió en su confidente, apoderada, secretaria y psicóloga. Todo su
círculo, hasta el cascarrabias de Max, el productor, celebraba su eficacia,
lealtad y servicial modestia. Pero al mismo tiempo, a fuerza de no separarse de
ella se convirtió en una sombra que eclipsaba a Margo, se inmiscuyó por las
imperceptibles grietas que resquebrajaban la relación entre Margo y Bill (ocho años
menor que ella), y carcomió en secreto la última resistencia que a la actriz le
quedaba para dejar de creerse joven.
Conocí a Eva el último día que pasó con Margo, en la
fúnebre fiesta de cumpleaños que ésta le ofreció a Bill. Ebria de celos y
Martini, mostró en público su hostilidad hacia Eva y todos la creyeron injusta.
Eva perdió a Margo, pero había alcanzado su objetivo real: romper el círculo
mágico. Y así, pude oírla pidiéndole en un aparte a Karen el puesto de suplente
de Margo, ya que la habitual estaba embarazada. Karen se sintió responsable del
desplante de Margo y le hizo el favor. Al fin y al cabo nadie conocía el papel
mejor que ella y en veinte años de primera actriz Margo nunca había faltado a
una función.
Ya he dicho que en aquel primer encuentro Eva no me llamó
la atención. Sí que lo hizo cuando leyó su papel en un ensayo, desde luego que
en ausencia de la primera actriz; se cuidó de hacerlo un día que yo andaba
entre bastidores tras una decoradora. Y también le interesó mucho a Lloyd
Richards, que como autor la consideró más dócil y maleable que Margo, una mejor
médium para su personaje que aquella otra veterana capaz de readaptar la obra a
su estilo y casi de reescribir el papel con su particular estilo interpretativo
privándole a él de protagonismo.
Así que un fin de
semana Lloyd y su esposa Karen invitaron a Margo a su cabaña, y el lunes por la
tarde, a su regreso a Nueva York, procuraron quedarse sin gasolina para que Eva
debutara. Un pajarito me había aconsejado asistir a la función y al día
siguiente mi columna inauguró la leyenda de Eva Harrington. La gente profesa
mis opiniones, y en eso estoy de acuerdo con el vulgo: no conozco nada más
interesante que mis opiniones sobre teatro…
Y el informe que acaba de rendirme ese detective confirma
mis sospechas. Resulta que Eva nunca ha estado casada, no ha perdido a ningún
marido en el Pacífico ni en el metro, y llegó a Nueva York con los quinientos
pavos que una esposa ofendida le dio para que dejara en paz a su marido. La
esposa de su jefe, ni más ni menos. Porque resulta que es verdad que trabajó en
una cervecería, ¡nunca habría creído que hubiera algo cierto en lo que les
contó aquella primera noche!
Pero hizo bien engañándolos a todos: gracias a su fraude
ha visto su nombre escrito en las luces. ¿De qué otro modo que no fuera halagando
la vanidad de ese grupito habría sido introducida en la escena? ¿Quién le
habría presentado al productor Max Fabian? ¿Interceptando por la calle al
director Bill Sampson le habría convencido para que le hiciese una prueba? Sin
su astucia, ¿habría alcanzado del teatro otra cosa que no fuera el resplandor
de los neones o la fría amabilidad de los acomodadores? ¿Le habría prestado
atención alguno de esos amigos de Margo estragados de éxito y dinero, si no los
hubiera embaucado con sus propios ardides, improvisándoles en el camerino de
Margo una actuación tan portentosa que ellos tomaron por historia real? Si ella
no me acepta y me viera obligado a hacer pública la verdad y a contarlo todo
sobre Eva, la llamarían hipócrita.
Lo que ignoran es que en griego “hipócrita” significa
“actor”.
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