No me extraña que un príncipe se pulverizara el cerebro por ella, ni que un marqués ingresara en un monasterio para olvidarla: desde Helena de Troya no ha nacido mujer más bella. Por algo se llama Cleopatra. Es la trapecista de nuestro circo; y cuando la veo actuar nunca llego a asustarme, porque desde mi pequeñez me abismo mirándola volar bajo la carpa multicolor como una paloma de plata, vencer al aire con el fulgor portentoso de un relámpago de oro y alcanzar el cénit de mi éxtasis con un impulso de cometa rasgando la oscura seda de la noche con su cabellera fuliginosa.
Cuando me acuerdo de
mirar a Frieda, mi ex-prometida, me percato de lo bajita que es, solo mide
tres centímetros más que yo. Apenas me horadan la crisálida de felicidad en que
levito las punzantes burlas y hablillas de los colegas de pista. ¿Ignoran que
aunque sea un enano mi amor no es de miniatura? Pero no lograrán pincharme el
globo de la felicidad.
Gracias a que le he
regalado un collar de perlas y a todos esos ramos de petunias y begonias que
hacen un jardín de su camerino, me ha permitido hacerle un masaje e incluso
prestarle doscientos dólares que voy a llevarle a medianoche. Con tanto
dispendio, va a enterarse de la fortuna que he heredado de mi tío. Me resulta
tan difícil ocultarle que soy millonario y no tenderle todo el dinero a su
capricho como cada mañana contener mi felicidad y no estallar de contento
cuando desde mi carro oigo su risa tintinear con los pájaros del alba (¿estará
soñando?) e imagino su áurea y aérea silueta brillar en el trapecio como un sol
radiante.
Y mientras ella ríe en
sueños no puedo dormir de amor y cuando lo consigo sueño que soy un gigante.
Lástima que el dinero no compre la altura; estaría dispuesto a pagar el
centímetro a millón de dólares.
Ya sabía yo que ese
Hércules, el forzudo de la troupe, que para quienes no tenemos piernas parece
un gigante de verdad, tiene tanto músculo como desvergüenza. El canalla ha
embaucado a Venus, la joven que amo desde la hora en que su figura asomó por el
camino tímida y cálida como un alba de verano, y después de aprovecharse de
ella la ha abandonado.
Lo que más me gusta de
ella es justo lo que nos separa y me estrangula las esperanzas, su par de
esbeltas y doradas piernas que de ella es lo primero que tengo a la vista. Y
esta mañana, despertándome de la admiración de tales pilares animados con vida
propia, encarnados en una tersura que como papel de seda transparenta el fulgor
de su sangre, Daisy (aquélla de las siamesas que va a casarse) me ha revelado
que Cleopatra y Hércules se han conjurado para engañar al pobre Hans, el enano
que se ha olvidado de serlo.
Parece que Cleo, ebria
de crueldad, le libera a Hans las palomas de la esperanza con tal de seguir
recibiendo valiosos regalos. Tenemos que protegerlo de los dos malvados y sobre
todo de sí mismo: esas palomas pueden volverse milanos que le saquen los ojos.
Todos los que se creen
normales, igual que esa trapecista y el forzudo, nos llaman monstruos babosos
para olvidar que nuestros cuerpos son la imagen de sus conciencias.
Las veces que alguien
nos sorprende cuando Madame Tetrallini nos saca a escondidas para
que nos dé el aire, la gente se horroriza, se escandaliza de que ninguno
tengamos sexo ni pelo y muchos se preguntan por qué no nos ahogaron al nacer,
indignados de tener que compartir con tales engendros el aire y la luz del sol,
consternados de que con todas nuestras deformaciones formemos parte de la misma
especie; pero en verdad solo pretenden ocultar el mismo miedo y repugnancia que
a nosotros nos inspiran ellos.
Nos toman por
deficientes y se creen superiores porque tienen la suerte de que los muñones de
su imaginación no se sustancian en el aire y, manteniéndose incorpóreos, tales
monstruos de sus perversas fantasías no se materializan en representación
alguna. Son sus pensamientos, valores e ideales los que de veras reptan,
supuran y están mutilados.
No hay más que ver lo
que Cleopatra le está haciendo a Hans, aprovechando que el amor le ha hecho
olvidar quién es. Por mucho uno setenta que mida, ha demostrado su auténtica
estatura moral consintiendo en casarse con el enano. La pobre Frieda, su antigua
prometida, incluso se ha reducido a acudir al carro de la trapecista a rogarle
que deje de desbocarle las ilusiones. Johnny, el sin piernas, las ha escuchado
a hurtadillas y dice que la enana estaba tan desesperada que hasta se le ha
filtrado el secreto de que ahora Hans es millonario.
Su visita ha sido
contraproducente: Cleo no es de las deja escapar los peces gordos una vez que
han mordido el anzuelo. Como a todos los seres “normales” si algún foco pudiera
alumbrarle la mente, su deformidad sí que sería un espectáculo morboso.
Mi gran ventaja es que
porque me faltan las cuatro extremidades y como un gusano me debato y arrastro
sobre el ofendido desdén y la repugnancia de los hombres, se confían y no saben
que igual que para un perro mi boca es mi mano, y que con ella puedo desde
encenderme un cigarrillo a arrastrarlos a tierra con más fuerza que la de la
gravedad, y navaja en boca convertir su aorta en un surtidor. Porque aun sin el
diestro ni el siniestro soy el brazo armado de los de nuestra clase.
Mi voz es un cañón y
acabo de dictar sentencia contra Cleopatra. Henchida de insolencia, ha
arrastrado a Hans a una boda de broma en cuyo banquete ya humilló al novio
besando al forzudo y a todos nosotros al despreciar el vino ritual que la
asimilara a nuestra gente como esposa de una de nosotros. Tuvo que cargarse al
pobre Hans como un bebé a la espalda para que éste se percatara de que todo
había sido una cruel pantomima.
Entonces Hans recopiló
los restos del naufragio de su orgullo y le pidió el divorcio. Pero desde la
noche de bodas o antes llevará ella administrándole dosis de veneno para
heredarlo; Pitt, uno de los homúnculos, la ha visto servírselo de un frasco
letal a modo de medicina. Si no le avisamos a tiempo, las últimas cucharadas
habrían sido letales.
Así que he ordenado a
quienes de nosotros conservan alguna mano, zarpa o garra, que afilen las
cuchillas, sierras y hachas. He decidido castigarla con lo que ella más teme en
el mundo: convertirse en una de nosotros.
Una película extraordinaria, y de las más terroríficas de historia. GRAN TRABAJO.
ResponderEliminarMagnífico comentario para una gran película. Enhorabuena
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