“¡Tómate otra copa,
Debbie!”, “¡Vente a bailar!”, "¡Debbie, prueba el caviar!”, me decían los amigos
antes de que Vince me hiciera lo que me ha hecho y yo dejara de ser hueca, vana y frívola, presta al placer y de risa gratis, feliz y por tanto estúpida, novia
de la jarana y amiga de la holganza. Ha tenido que pasarme esto para arrancarme
la venda de la conciencia y por primera vez ponerme a pensar. Tenía la moral de
una muñeca y era la prostituta de un solo hombre, Vince.
Lo conocí una noche en
“El Retiro” (cada sábado me escapaba de la casa de mis padres bajando por el
manzano desde mi ventana). Charlando en la barra con una amiga, me sentí
escrutada tan hondo como por un cirujano que me hubiera abierto en canal.
Encontré sus ojos de águila fijos en los míos. Avanzó, y mientras yo cruzaba
los dedos para que no desviara de mí sus pasos, tropezó con un italiano y la
brusquedad con que se deshizo de él acabó de subyugarme. Eso es, me cautivó su
bestialidad, ¡era un bruto!, sin pensar que aquello alguna vez pudiera volverse
contra mí.
Bailamos, subimos al
Buick y me llevó a su ático. Ya ningún sábado volví a escaparme de casa porque
me quedé a vivir con él. Ni siquiera me paré a pensar si lo quería, porque a
una chica como yo la deslumbraron las cuentas de los restaurantes,
los billetes de avión para los fines de semana, el visón. Ahora sé que de quien yo
realmente estaba enamorada era de mí, y he tenido que perder mi belleza para
dejar de corresponderme a mí misma y olvidar ese amor.
Salíamos todas las
noches, dormía hasta mediodía y por las tardes salía de compras. Ya que Vince
no parecía profesional de nada y solo aludía a “negocios”, hice por no preguntarme
cómo amasaba el dinero, hasta que una de las primeras noches le noté bajo la
cintura algo mucho más duro que lo habitual. Descubrirle aquel revólver bajo el
cinturón y ver en un periódico la foto de su jefe me hicieron saber que Vince
era el matón del omnipotente mafioso Mike Lagana, el alcalde secreto de la
ciudad. Decidí no darme por enterada y seguí haciendo lo que mejor se me daba:
pasármelo bien.
Las noches que me
dejaba con los amigos volvía después que yo, hambriento de mi piel. Y aunque
intentaba no advertirlo traía impresas en la pupilas los alaridos de las
víctimas, se le había impregnado el olor del miedo y de la pólvora, y me
escalofriaba –lo reconozco, me excitaba-, pensar que las manos que me
acariciaban acababan de golpear o asesinar a alguien. Sí, en todo el cuerpo le
habían quedado imperceptibles señales de muerte, una especie de sudor agrio en
que parecían destilarse los sufrimientos ajenos. Solo ahora veo lo cretina, es
decir, cruel, y cómplice que he sido ayudándole a sumergir en mi sexo su culpa,
como si me restregara en la piel sus manos tintas en sangre.
Los jueves nos
quedábamos en casa para la partida. Honraban el ático del que se había
convertido en lugarteniente de Lagana, el comisionado Higgins, el secretario
del alcalde, un senador… En realidad Mike Lagana tiene a sueldo a los cargos
más importantes de la ciudad, de modo que ha diseñado un Estado paralelo e
invisible que como un parásito se adapta tan exactamente a los aparatos del
auténtico y acapara con tal desvergüenza sus instituciones, que ha acabado por
suplantarlo. Quiero decir que en el Estado de Lagana la policía es buena parte
de la policía del Estado de Nueva York, y los jueces que engrosan la Justicia
de Lagana provienen de la Corte Marcial. Con la diferencia de que en el Estado
de Lagana no hay democracia, sino una dictadura.
Solo que ahora el
equilibrio de esa estructura que a Lagana le ha costado años edificar depende,
como un castillo de naipes, de una carta que guarda en alguna parte la viuda
del agente de policía Duncan. El pobre estaba en la nómina de Lagana y,
desesperado de su falsa situación, se ha suicidado, no sin dejar una lista de
todos los implicados, por así decir, los funcionarios y ministros de ese estado
de Lagana. Con semejante carta a buen recaudo, la viuda tiene asegurada una
vejez opulenta.
La amante de Duncan,
Lucy Chapman, una buscona que conozco, inquilina habitual de la barra de “El
Retiro”, puso al sargento Bannion en la pista buena. Contradijo la versión de
la viuda, que achacaba el suicidio de su esposo a una enfermedad letal, y como
un camarero la oyó ejercitar la lengua con el sargento, esa misma noche fue
ejecutada por un verdugo del Estado de Lagana. Lo cual acabó de azuzar el
olfato de un sabueso como Bannion, que incurrió en la osadía de declararle la
guerra a dicho Estado. La consecuencia fue la muerte de su esposa por
accidente. Accidente porque el objetivo era él.
Debido a que los jueves viene a jugar a la mesa de Vince, el comisionado impidió que la brigada de
homicidios investigara a Lagana, y Bannion le arrojó la placa a la cara, pero
conservó su revólver. Y pasó a convertirse en un terrorista con el propósito de
destruir a ese Estado clandestino de Lagana. Ahora que, después de lo que me ha
pasado, me he unido a su causa, advierto las diferencias que hay entre él y
Vince. Antes Bannion me habría parecido un desgraciado al que no habría mirado
dos veces y ahora soy yo la que no merece una mirada suya. De todas formas él
sigue enceguecido por el recuerdo de su esposa y no encuentro la forma de
hacerle hablar sobre ella. Lograrlo significaría que empieza a recobrarse y que
yo he conquistado su confianza.
Nunca olvidaré cómo
conocí a Dave Bannion, también en “El Retito”, el centro donde parece converger
la telaraña de toda esta trama. De un manotazo se libró de Fred, un matón, y
con una mirada amedrentó a Vince, que había maltratado a una empleada. Ahora
que lo pienso, se parece demasiado a la forma en que conocí a Vince. En el caso
de Dave me admiraron la glacial temeridad de su expresión, la desesperación de
granito de quien ha perdido lo que más quiere. Vince se fue, y yo seguí a Dave
y conseguí que me llevara a su hotel. Pero no hizo lo que yo quería, sino que
me inquirió sobre los matones de Lagana. Era la venganza lo que le helaba los
ojos, endureciéndoselos como los de una estatua al sol. Y, lo que son las
cosas, mientras que por casualidad yo había oído en casa que Larry había sido
quien se encargara de su esposa pero no lo delaté, el propio Larry, que me
había visto con Dave, le fue a Vince con la noticia. De vuelta a casa Vince me
arrojó a la cara una cafetera hirviendo que me arruinó medio rostro y la vida
entera.
O así me parecía,
porque gracias a eso he abierto los ojos. O más bien, mi monstruosa herida me
ha vuelto los ojos hacia dentro, hacia mi cerebro, con tal de no mirarme en el
espejo de los demás. Tal y como he quedado, tendré que ir de perfil por la
calle, del lado bueno; estoy acostumbrada a nunca ir de frente por la vida.
Escapé de allí, me vio
un médico y Dave me ha buscado un cuarto en su hotel. Por supuesto que ya le
he dicho el nombre que quería oír, el de Larry. Ahora ha salido a visitarlo,
los ojos congelados de venganza. Sin que lo sepa, también yo voy a hacerle una
visita de ese tipo a la viuda Duncan. Una vez muerta, su abogado hará pública
la carta de su marido y el Estado de Lagana habrá perdido la guerra. Y después
de la viuda voy a invitar a Larry a unos cuantos cafés bien calientes.
Y cuando todo acabe
quizá Dave me tenga en cuenta y por fin se desahogue contándome cosas de su
mujer.
Obra maestra, es una de las mejores cintas de Lang, sin duda. El personaje sobre el que pones la lupa es extraordinario, fatalista en esa esperanza de felicidad verdadera frustrada, redimida pero no perdonada finalmente.
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