No faltaba una hora
para la emisión de mi programa cuando a medio maquillar tuve que acudir al
lecho de enfermo del Gran Jefe Kyne –casi
homónimo y tan poderoso como el Kane de hace veinte años-, que nos
convocó a los cuatro directores (Griffth, Kritzer, Loving y yo) para azuzarnos
como sabuesos tras el sangriento rastro que va dejando el último asesino en
serie. El viejo no se había recuperado del infarto y ya reclamaba para su
emporio mediático alguna exclusiva sobre ese psicópata que administra el miedo
por la ciudad con la eficacia de un regimiento de repartidores a domicilio.
Mr. Kyne despachó a los
otros tres y a solas volvió a verterme su preocupación por el futuro de la
empresa después de su fatal infarto –que con razón intuía inminente-, ya que su
heredero es un petrimete, y a solicitarme que fuera su delfín o al menos el
regente del hijo. Tantas veces habíamos repetido tal escena que con el tono de
un actor que incorpora algún exitoso papel insistí en mi negativa porque mi
única ambición es retener el ocio suficiente para seguir escribiendo novelas y
fundar una familia con Nancy, la secretaria de Loving. Solo que no pude
concluir el parlamento porque me quedé sin público. El brazo inerte del viejo
colgaba de la cama, llamé a la enfermera y corrí al plató a dar la exclusiva de
su muerte.
Al día siguiente Kyne
jr., el joven Walter, volvió a convocarnos a los cuatro y, afín a la costumbre
del padre, me recibió aparte. Después de años soportando las amonestaciones de
Kyne colocándome sobre el pedestal de la ejemplaridad, quería reivindicarse
ante mí como si así le demostrase al fantasma de su padre que sería un digno
sucesor, y me explicó que, ya que yo renunciaba, otorgaría la dirección
ejecutiva de la empresa a aquél de los otros tres que le aportase novedades
sobre el asesino.
Y de vuelta a la oficina
ya encontré a los tres vigilándose a través de las mamparas de cristal,
midiendo sus respectivas posibilidades de lograr semejante nombramiento. Hoy
día la soberanía nacional ya ha empezado a residir en los medios de
comunicación, la mera entonación de cualquier locutor es una cuota de poder, y
nuestra prensa, emisoras de radio y canales televisivos son los de mayor
audiencia. Influir en el voto de millones de personas no tiene precio.
Quien gane será el
doble del Presidente y su sombra se cernirá sobre los monumentales silencios de
mármol y brocados del Poder. Me gustaría que fuera Griffith, el director del
periódico: es un reportero de raza.
Desde mi sillón de
director del Sentinel, el periódico más leído de la Costa Este, yo mismo apostaría
por mí como favorito para, al tiempo que la policía, atrapar con mi red de
reporteros al asesino y sentarme en el trono de la compañía a tiranizar la
opinión pública. También tengo a mi favor el olfato de periodista nato, el
instinto de un perro mestizo que durante años ha rastreado las noticias por la
calle, y, por qué no decirlo, mi mayor necesidad que esos dos señoritos, con mi
esposa enferma y los dos chicos a punto de ingresar en la universidad.
Y tampoco es pequeña
ventaja contar con la simpatía de Ed Mobley, el director de informativos de la
tele, que el viejo quería que le sucediera. Recordé que Ed era íntimo del
teniente Kauffman, el encargado de investigar el asesinato de la última –ya
penúltima- víctima, Judith Fenton, y le pedí que fuera a estrujarle información
oficiosa. Y anoche mismo me despertó con la novedad de que estaban interrogando
al portero, pero solo lo habían detenido para justificar cuatro días sin
resultados y por la mañana lo pondrían en libertad.
Sin embargo, entre su
intuición de novelista, los datos del teniente y su visita, esta mañana, al
escenario del asesinato de la chica que acaban de estrangular, Ed me ha traído
un convincente retrato psicológico del asesino. Se trata de un joven que,
aunque emplea guantes, va dejando inconscientes pistas como retando a la
policía o más bien deseando que lo detengan y le impidan cometer el siguiente
crimen.
Ed se dispone a leerle
una carta abierta al asesino para amedrentarlo con todo lo que sabe –intuye- de
él, y al mismo tiempo desafiarlo con una descripción de su neurosis, según él,
desencadenada por un sobreexceso de afecto por parte materna.
Como responsable de la
agencia de noticias, hemos tenido que darle la exclusiva de la carta pública a
ese pijo de Loving. Espero que solo sea una victoria pírrica; el oportunismo no
puede suplantar al mérito como padre del éxito.
Como responsable de la
agencia de noticias, acabo de dar un trapiés que puede descalabrarme las
posibilidades. Necesito ese puesto para inscribir mi prestigio con los áureos
caracteres del poder. Se me abrirán las puertas de los más selectos clubs de
Boston, me alumbrarán las arañas de las recepciones más encopetadas y ya no
tendré que dejar ganarme al golf por ningún banquero. Con el último simulé un
quíntuple bogey en el hoyo dieciocho con tal de lograr una ampliación de
capital para la empresa, que espero compense a ojos de Kyne jr. el desliz en
que acabo de incurrir.
Resulta que a uno de
mis hombres la policía le ha filtrado el falso rumor de que el portero del edificio
de la Fenton acaba de confesar, incluso he hecho venir al joven Kyne a
felicitarme y al final, si no es por Griffith y mi celeridad en interceptar la
noticia, el susodicho conserje podría haber empapelado los tribunales con
demandas por difamación contra nosotros.
Ese maldito Griffith se
sujetaba el vientre descoyuntado de risa. Es mi verdadero rival para conseguir
el puesto. El otro, Harry Kritzer, tiene como única baza ser el amante de la
esposa de Walter Kyne (si mi servicio de información no ha vuelto a errar).
Pero Griffith también cuenta con el sostén de Ed Mobley. Después de leer su
carta abierta al asesino, extrañamente ha hecho público su compromiso con mi
secretaria, una joven que me interesa mucho más que mi novia Mildred, y al
final me temo que me voy a quedar sin secretaria y sin despacho de director
ejecutivo.
Lo digo porque con su
comunicado temo que Mobley haya provocado al asesino para incitarlo a vengarse
de él en Nancy, su prometida. Lo atraparán y Griffith tendrá su exclusiva. Ese
granuja carece de escrúpulos y no le importa arriesgar la vida de su novia con tal
de lograr el triunfo de su amigo, quién sabe a cambio de qué prebendas.
Le diré a Mildred que
se ponga su vestido más escotado, que vaya a sondear a Mobley y haga lo que sea
por sonsacarle qué se propone. Lo mío no es tan grave como lo que él ha hecho
con su chica porque yo no estoy enamorado de la mía.
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