“No volverás a ver a
Ken”, me repetía esta mañana entre un vestido y otro, en la boutique donde
trabajo de modelo, intentando convencerme de que la próxima vez que me llamara
no sentiría adentro ese deshielo de lago en primavera que rompiendo entre
chasquidos mi última resistencia me hace
compadecerme de él y aceptar sus planes. “No volverás a ver a Ken”: por algo nos
divorciamos hace tres meses. Es cierto que desde que volvió de la guerra rutilante
de medallas, su estrella se ha apagado y, con su exceso de orgullo y falta de
empeño, ha sido víctima del whisky y de ese mafioso de Scalise, pero lo que
hizo anoche fue demasiado.
Y no me refiero a que
me abofeteara delante de los otros –cada vez necesita menos copas para
hacerlo-, sino a que, aparentando invitarme a cenar me había utilizado como
cebo para que ese millonario tejano mordiera el anzuelo. Sin que yo lo supiera,
Mr. Morrison, uno de los monarcas del petróleo de Texas, nos esperaba en la
mesa del restaurante, y gracias a mi presencia a Ken le fue fácil arrastrarlo a
la timba que cada noche Scalise monta en la suite del hotel Street. Sin
embargo, se atascó un pequeño engranaje en la trampa que esos granujas le
habían tendido a Morrison porque, ya fuera debido a que éste utilizaba sus
propios dados o a que realmente yo le daba suerte cada vez que se los soplaba
antes de tirar, cuando dije de irme y él se prestó a acompañarme, iba ganando
diecinueve de los grandes. Fue a por los abrigos, y entretanto Ken me ordenó
que me quedara para que Morrison tampoco se fuera y pudiera cambiar el aire de
la suerte, ya que se sentía culpable ante Scalise de haberle traído un halcón
en vez de una paloma. Como me negué, me golpeó.
“No volverás a ver a
Ken”, volví a pensar esta mañana, maquillándome la mejilla y el ánimo, para que
no se me notaran el cardenal ni el desencanto, cuando vino la dueña a decirme
que una pareja de agentes de policía querían hablar conmigo. Uno era
corpulento, con capas de azúcar, levadura y bondad en una cara de pastel que no obstante
intentaba endurecer (horneado días atrás); y el otro, serio y apuesto, negro de
pelo y preocupaciones, el rostro tallado como de lava fría, y con llamas de
fiebre e insomnio en los ojos. Fue éste quien me dio la noticia: habían
apuñalado mortalmente a Morrison y Ken, el presunto asesino, había desaparecido
de la circulación.
La policía solo tenía
la versión que Scalise había tramado e impuesto a sus esbirros, esos que
culebreaban junto a al mesa de juego con maldiciones en los ojos cada vez que Morrison
sacaba el seis que necesitaba. Desengañé a los agentes respecto a que el tejano
estuviera perdiendo y a que Ken tuviera
celos de él –según Scalise-, pero aunque estaba segura de que intentaban
sacrificarlo como a un chivo, no pude desmentir que apuñalara a Morrison. La
verdad es que en la confusión de la pelea en que ambos se trabaron cuando
Morrison vio a Ken pegarme, me esfumé del piso, y el corazón no me bajó de la
garganta hasta que dos manzanas más allá no alcancé la parada y me refugié en
el taxi de papá.
También les conté a los
agentes que antes de acostarme me telefoneó Ken, supongo que para disculparse,
y le colgué. Añadí que no pudo llamarme desde su apartamento porque papá, que
me había notado el cardenal en la cara, después de dejarme se había pasado por
allí para devolverle con creces lo que me propinara y no lo encontró en casa.
Me fijé entonces en que los ojos del policía apuesto –Dixon- ardieron como
tizones y las mejillas se le demacraron sobre los huesos del cráneo como si
éstos las hubieran absorbido. La tensión de su mandíbula y lo forzado de sus
ademanes lo hacían parecer más involucrado en el caso que lo meramente
profesional.
Lo cual se confirmó
cuando a la salida del trabajo lo vi esperándome en la puerta de la boutique. Y
no era porque sospechara que yo conocía el paradero de Ken ni pretendiera
volver a interrogarme, sino para invitarme a cenar. Pasamos por casa, y mientas
me cambiaba lo dejé charlando –más bien escuchando- a papá, que lo recordaba
porque hace años le había servido de eventual chófer tras el rastro de unos
maleantes. El episodio acabó en un tiroteo y en una felicitación del alcalde a
papá. Lo dejamos encantado de que ahora saliera con alguien honrado, y durante
la cena le conté a Dixon -Mark- que lo quiero como a un padre y una madre, ya que ésta
murió al darme a luz. En la íntima mesa de ese restaurante con una camarera
gruñona que se dedicaba a fomentar nuestra familiaridad, también le conté sobre
mis problemas con Ken. Entre Mark y yo fluía una confianza propia de viejos
amigos y sentía que entre nosotros se tendía un puente del que resbalaban los
equívocos o las malas intenciones. Una vez más oía los crujidos de aquel hielo
desmenuzándose al sol de la alegría y venciendo la última dureza de mi
desconfianza.
Fue una pena que antes
de terminar la sopa lo llamaran. Volvió a la mesa pálido y crispado, con una
lacia máscara de fiebre y fuego en los ojos. Se disculpó por tener que irse de
inmediato: gajes del oficio. Volví sola a casa.
Antes de acostarnos la
policía ha llamado a casa y nos han pedido a papá y a mí que nos personemos
aquí, en el apartamento de mi ex. Al llegar, nos informan de que han hallado en
el río el cadáver de Ken. Ya no tendré que intentar convencerme de que no
volveré a verlo. Parece que anoche alguien le dio aquí mismo un puñetazo y, por
culpa de las placas de hierro que desde la guerra llevaba en el cráneo, lo mató
accidentalmente. Yo sabía que de algún modo la guerra había acabado con él.
Mientras el teniente
nos explica que la involuntariedad del crimen descarta como culpables a los
matones de Scalise, veo que los ojos de Mark, que lo oye desde un rincón,
arden como las llamas de un sacrificio. Al parecer el asesino arrastró el
cuerpo a la calle, lo introdujo en su auto y lo dejó caer en el río. Pero lo
más horrible es que consideran a papá el principal sospechoso. Las horas
coinciden, tenía un móvil y la ocasión: él mismo ha admitido que se pasó por
aquí ciego de rabia para vapulear a Ken. Miro los ojos de Mark Dixon y me quemo. Su
fuego era el que había derretido aquel lago de mi interior. Aparentando intimar
conmigo, solo quería sonsacarme información. Soy una ingenua y al deshelarse la
superficie he perdido pie y he acabado arrastrando conmigo a la persona que es
mi madre y mi padre.
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