Desde que me quedé
viudo, cada año, cuando los cerezos se nievan de flores, un regimiento de
hermanos, cuñados, hijos, sobrinos, nietos y sobrino-nietos, con la excusa de
honrar al patriarca, me ocupan la casa y la saturan de chillidos y farfullidos,
y mientras los pequeños me alborotan la paz con la batahola de sus correrías,
los mayores me humillan el pensamiento con chismorreos y vulgaridades, de modo
que en su semana de estancia (¡y a mis años ya no quiero dilapidar el tiempo!)
no encuentro un silencio para leer a Li-Po o una soledad donde escribir un
haiku.
Así que esta mañana,
cuando arribó la caterva y ya los meros saludos empezaron a cargarme y a
hacerme chirriar las bisagras del cuerpo a fuerza de reverencias (¡qué
ceremoniosos somos los japoneses!), al dictado de mis órdenes se presentó mi
segundo, Xiao Yang, que debía prestarme la coartada para desertar como un
cobarde de mis propios umbrales y con la excusa de una falsa emergencia
encerrarme en el cuartel la semana entera. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver
que en vez de cualquier robo de gallinas, Xiao nos refirió, con ademanes
demasiado convincentes, que había tenido lugar un asesinato cerca del templo de
Rashomon. Me puse el kimono oficial, encantado de poder entretener la semana en
un caso real y no tener que entregarme en mi despacho a los melancólicos
placeres del sake y de la nostalgia por mi esposa. En una provincia tan
olvidada como la nuestra son infrecuentes hasta los asesinatos.
Lo primero que hice fue
tomar declaración al agicultor que había encontrado a la víctima entre la
hojarasca del bosque. Pusilánime y simplón, de esos que la experiencia me ha
enseñado proclives al hurto, me explicó que había salido a buscar leña, y un
sombrero blanco de alas anchas con el velo enredado en un arbusto y un amuleto
rojo y amarillo –que poco había protegido a su dueño- lo habían conducido hasta
el cadáver.
Luego vino a declarar
un joven e ingenuo monje de Rashomon, el típico cuya sinceridad ofende o confunde,
que hace tres días se cruzó con la víctima, poco antes de que lo fulminara el
rayo de la muerte. Provisto de un carcaj de flechas, de un arco repujado de
piel y una espada, guiaba a pie a un bayo montado por una mujer de blanco
inmaculado que parecía mostrar el misterioso perfil de la belleza (¡vaya un
monje rijoso!), ya que iba tocada por un sombrero a juego cuyo velo la
difuminaba como la crisálida de una mariposa única. Al parecer la pareja
intercambió una sonrisa de complicidad, ignorantes de lo pronto que se
bifurcaría el laberinto de sus destinos.
Despedí al monje con un
gesto –también soy parco de palabras: mis silencios exprimen las confesiones
aunque solo sea para llenarlos- y accedieron al patio donde efectúo los
interrogatorios Tajomaru, el célebre ladrón y asesino, y el cazarrecompensas que
lo había sorprendido en poder del caballo y las armas del difunto. Tajomaru
reconoció haber matado al hombre del bosque, por lo que, preocupado de que tal
confesión abreviara el procedimiento y me devolviera a casa, lo insté a que
hiciera una minuciosa narración de lo ocurrido.
Jactancioso, proclamó
que solo se había dejado apresar por haber enfermado después de beber un agua corrompida. Amarrado como estaba ante mi presencia, se debatía, sibilante
y mortal como una serpiente, y jalonaba su declaración de espumarajos, insultos
y blasfemias, que no obstante me resultaban más gratos que la conversación de
mis parientes. Declaró que tres días atrás dormitaba en el bosque cuando,
después de una semana sin mujer, lo despertaron las auras del deseo. Abriendo
los ojos comprobó que aquel vientecillo fluía de la mujer que justo entonces
pasaba montada a un caballo, junto a un hombre armado que, sin soltar el
ronzal, se detuvo unos instantes observándolo abrumado, como si reconociera en
sus ojos la cercanía de su fin.
Siguieron su camino y
poco después Tajomaru, picado por el alacrán de la lujuria, se levantó y, decidido
a forzar a la mujer aun a costa de asesinar al hombre, les dio alcance. Con tal
de apartarlo del camino principal, le ofreció al viajero la ganga de unas joyas
y espadas tan esplendentes como la suya, que presuntamente había ocultado cerca
de allí. Se adentraron ambos en el bosque y, aunque el forastero parecía
desconfiado, el bandido lo redujo y maniató con facilidad.
Bajó Tajomaru la colina
ávido de cobrar su pieza, pero antes de atacar, como un tigre que se
complaciera en ver abrevarse al cervatillo, admiró la belleza esquiva de la
mujer. Sin destocarse del sombrero con aquel velo que entre los matorrales la
asemejaba a una mariposa blanca (¡un asesino poeta!) la indefensa peinaba con
la yema de los dedos la cabellera de espuma del arroyo. Hombre de acción –por
así llamarlo-, el forajido admitió que nunca había experimentado nada parecido,
una mezcla de calma y desenfreno que lo desbocaba por dentro al tiempo que lo
paralizaba. Ante aquella imagen de pureza, también yo me debatí entre
pensamientos poéticos y sensuales, y deseé llamar cuanto antes a declarar
a la mujer. Por suerte, pensé, ya no traería el velo.
Finalmente ella lo
descubrió. Él reaccionó y le dijo que a su acompañante le había picado una
serpiente, lo cual era casi cierto. Se espantó ella del daño sufrido por su
hombre, y tanto le gustaba a Tajumaru que me reconoció envidiarlo por ello, así
que la llevó a presencia del maniatado para apartarla del camino y, sobre todo,
demostrarle la inferioridad de su compañero respecto a él. Al llegar ella
comprendió la situación, un puñal engastado en diamantes apareció en su mano y
con una valentía que acabó de enardecer a Tajumaru defendió su virtud hasta que
desfalleció, soltó su arma y él con la suya consumó su deseo a la vista del
marido o lo que fuese. Lo cual, al decir del bandido, no impidió que ella
acabase por entregársele con placer.
Todo le había salido
bien y sin necesidad de matar al hombre. Pero cuando se iba satisfecho, la
mujer se le echó a los pies y dijo que solo la sangre de alguno de los dos
podría lavar su vergüenza, por lo que le rogó que soltara a su marido y se trabaran en una lucha a muerte que demostrara que ella seguía siendo digna
de algo tan noble, y se quedaría con el vencedor.
Cuando Tajumaru se puso
a encomiar la técnica y el coraje de su oponente con la espada (¡después de
haberlo reducido tan fácilmente!), bostecé como si estuviera oyendo una
anécdota de alguna de mis nueras y lo mandé callar, pues se veía el resultado
del combate. Lo que no supo decirme fue dónde estaba aquel puñal tan valioso, y
lo creí puesto que no lo llevaba con el resto del botín. Supongo que lo habrá
robado el labriego que encontró el cadáver.
En el transcurso de la lucha la mujer se había esfumado. En su huida se
acogió a un templo durante dos días, al término de los cuales fue hallada por
nuestro destacamento. Mandé llamarla, y un gallo me agudizó la voz.
No es que su belleza me
decepcionara, pero comprendí que el encanto del velo, entregando su rostro a la
imaginación masculina, le atribuía la parte principal de su encanto. Repitió la
historia de Tajomaru salvo lo de entregarse con placer y a partir de ahí su
versión divergió. Según ella, satisfecho su apetito, el violador se burló de
ellos y se alejó. Durante el acto la mujer había visto puñales en los ojos de
su marido, pero ahora, sin responder a sus palabras, ya no expresaba pena ni
rabia, sino que, incluso desatado por ella, se quedó inmóvil y, como ausente,
la mirada se le puso blanca, y tanto la cegó aquella claridad en sus
ojos, una especie de cruel resplandor o fuego ciego, que le entregó el puñal y
le pidió que la matara. Acabó por salir corriendo, histérica, y dijo que se
habría suicidado de no resultar poco profundo el estanque al que se arrojó. Quien
no falló fue él: a su vuelta se había suicidado con la famosa daga.
Dado que tampoco suelo
prestar mucho crédito a las mujeres hermosas, por curiosidad y pasatiempo mandé
a Xiao traer a una vidente para que hablando por su boca el difunto me sacara
de dudas sobre lo ocurrido. Sospecho que tanto Tajomaru como la mujer hayan
mentido respecto a lo que más precian, su hombría y su virtud, respectivamente.
Dudo que, si es que hubo combate a espada, fuera tan encarnizado como dice
Tajomaru. Ser un asesino como él o portar tantas armas como su víctima más bien
los caracterizan como cobardes. Por otra parte, ¿no conocería demasiado bien el
difunto a su mujer como para creerla digna de tal sacrificio? Y además,
Tajomaru ha matado ya a tantos –y tiene tan segura la pena de decapitación- que
tal vez se haya atribuido una muerte que lo repute de valiente y ese pobre
hombre realmente se haya suicidado. Todo es posible, incluso que él lo matara
sin desatarlo, a instancias de ella, incapaz de seguir conviviendo con el testigo de su
vergüenza.
El ser humano es un tonel rebosante de
mentiras y vanidad. Incluso si creyera en este aparato de muecas, alaridos y
aspavientos que la médium ya representa como si verdaderamente empezara a ser
poseída por el espíritu de la víctima, estoy seguro de que desde su nebuloso
mundo hasta los muertos mentirían.
Pero de lo que se trata
es de no volver demasiado pronto a casa.
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