Desde niño me
inculcaron que incluso a tipos tan normales como yo, en América se les abrían
las rosas de las oportunidades, y siempre supe que de un medio u otro así
sería, pero a costa de pincharme un poco con las espinas. No obstante, momentos
ha habido en que al contemplar la cima del rascacielos de la Consolidated Life,
la compañía de seguros donde soy contable, palpando los nubarrones del otoño
neoyorquino, o al observar los cientos de mesas que idénticas a la mía se
alinean en la sección W de la planta 19, me preguntaba cómo destacaría yo entre
los treinta mil empleados de la casa para ascender.
Así que empeñé todas
mis facultades, que también las tengo, en el trabajo: mi lealtad, iniciativa,
dedicación y –por qué no decirlo- mi apartamento, un chollo de ochenta y cinco
dólares al mes, acogedor, luminoso, con moqueta y aire acondicionado, y a media
manzana de Central Park. Todo ventajas, salvo que desde que se lo dejaba de
picadero a los directivos de la empresa no lo podía ocupar hasta las nueve o
diez de la noche, pero incluso eso me venía bien, porque así podía hacer horas
extra en la oficina. Tras ocho horas de alboroto, me gustaba pasar otras dos en
la sala oyendo los rumores de la soledad, subrayados por el zumbido de las
aspiradoras.
Después de las escenas
que se habían desarrollado en el apartamento, también éste adquiría, en lo poco
que tardaba en acostarme, un silencio más profundo, aún perfumado de la estela
de las esencias femeninas, preñado de risas y músicas fantasmales, como si su
ambiente aún sostuviera ecos de los gritos y gemidos que allí habían resonado.
Sí, del tocadiscos, de la cama y sobre todo del sofá parecía desprenderse una
sensación de euforia marchita o tristeza postcoital. De algún modo me
acompañaban los espectros de los cuerpos que recién se habían acoplado en el
asiento donde ahora yo cenaba. Y cambiando los canales de la tele me embargaba
la clase de melancolía que a todos los solteros nos encanta. Tampoco era tan
desagradable encontrar un pintalabios en el suelo, una horquilla bajo el cojín,
o al pie de la mesa un preservativo usado.
Ayudaba a tolerarlo
saber que así atraía la atención de los jefes sobre mis virtudes; y, además,
gracias al escándalo de músicas y risas, aquello me labraba entre los vecinos
el prestigio de donjuán , un adorno imprescindible para el éxito. Este otoño sí
que hubo cierta velada algo incómoda. Después de irse Mr. Kirkeby con su
querida y haber cenado yo, no había hecho sino acostarme cuando llamó desde un
bar de al lado Mr. Dobisch, de Administración, solicitándome el apartamento porque
acababa de ligar con alguna. Lo peor era que me había tomado el somnífero, de
modo que como no todo iban a ser ventajas, me dispuse a pasar la noche en
Central Park, arrebujado sobre un banco en mi gabardina, entre el vuelo de las
hojas de noviembre, que me rozaban como una amante tímida y algo enojososa, la
resignación.
Estaban buscando
jóvenes ejecutivos con iniciativa, y dejar de ser un simple contable por una
noche al raso valía la pena. Hoy en día la verdadera intemperie consiste en
quedarte sin trabajo: cualquiera de aquellos jefes podría aventar mi contrato
como una de aquellas hojas ocres. Lo peor fue que Mr. Dobisch me dejó bajo el
felpudo la llave equivocada y a las cinco tuve que despertar a mi casera.
Fui a trabajar con casi
39 de fiebre. Con tal de poder ocupar a la salida mi apartamento para
acostarme, gasté media mañana retrasando compromisos de mi agenda de
arrendamiento; la verdad era que mi eficiencia en el trabajo se resentía, pero
por las paradojas del sistema aquello no afectaría a mi promoción. Cuando fui
llamado al despacho de Mr. Sheldrake, el mandamás de personal, se me abortó un
estornudo. Mis jefes habían cumplido su palabra de recomendarme. Me subió a su
despacho, y a mi destino superior, Mrs. Kubelik, la ascensorista de nuestra
sección, mi amor platónico (aristotélicos no tengo, sin tiempo ni espacio para
escarceo alguno, y los socráticos no me van). Consciente de mi poquedad y de
que nadie de la casa le había estrujado ninguna cita, amilanado, yo nunca le
había insinuado nada a Mrs. Kubelik.
Después de repasar los
elogios que me dedicaban sus subordinados, cuando ya mi vanidad me había inflado
como un globo, Mr. Sheldrake me lo pinchó haciéndome saber que mi principal
mérito era la generosidad a la hora de prestar cierta llave, y cuando me
disculpé y le prometí no volver a hacerlo, me la pidió para él esa misma noche.
Y por obra del destino tenía el apartamento libre y se me habían pasado las
ganas de acostarme. Mr. Sheldrake también está casado y necesitaba un sitio
discreto. Le dije que el whisky estaba en el armario de la cocina. Incluso tuvo
la deferencia de regalarme las dos entradas para un musical que ya no iba a
necesitar. Con él de mi parte ahora sí que iba a ascender de verdad.
Afirmado en mi
masculinidad, al bajar pude invitar a salir a Mrs. Kubelik. Al parecer, había
quedado para tomar una copa con un novio con el que iba a cortar, pero acabaría
con tiempo de ir al musical, después iríamos a bailar y quizá luego el
apartamento acogería otra bacanal, por una vez de su dueño.
Sin acordarme de C. C. Baxter, aquel ser
apocado y escuchimizado que se perdía en la grandiosidad de la oficina, ahora
mi autoestima henchía las calles de Broadway. Y sin embargo, ella me dio
plantón. Ya me lo habían hecho otras veces, pero esperar media hora bajo la
lluvia me hizo volver a resfriarme. Y de vuelta a casa, la soledad ya me
gustaba menos que antes, como una amiga algo insípida de la que uno empieza a
hartarse.
A las pocas semanas por
fin se valoraron mis aptitudes, y en una de las plantas superiores un operario
terminó de inscribir mi nombre y mi cargo en la puerta acristalada de mi
despacho: C.C. Baxter, segundo ayudante de administración. Al contemplar por el
vidrio de mi despacho la infinita perspectiva de mesas idénticas a la que yo
había ocupado durante tres años, una aurora de felicidad me despuntó en el
ánimo. Realmente, América era la Tierra Prometida.
Además, ahora solo
tenía que renunciar a mi apartamento una tarde por semana, ya que me debía en
exclusiva a Mr. Sheldrake. Vino a felicitarme por mi ascenso y aprovechó para
pedirme una copia de la llave, de modo que no perdiéramos el tiempo
transfiriéndonosla a la vista de su inquisitiva secretaria. También le di
cierto estuche de palisandro con un espejito agrietado en la tapa, que su chica
se había dejado en el suelo de la entrada.
Hoy, mañana de Navidad,
es el único día del año en que los empleados toman el poder y, como en un
carnaval de los locos que invirtiera el escalafón, secuestran el edificio en
una barahúnda de música, besos y baile. Al entrar en nuestra sección he visto
que una administrativa practicaba un streaptease en la mesa del supervisor, cundían
las risas y se estiraban las serpentinas. Con el champán corre la euforia, y ya
que me he bebido dos copas, tras varias semanas de distanciamiento, he ido a
disculpar a Mrs. Kubelik por su plantón. Reconozco que he querido presumir de
mi nuevo status, y para exhibirme ante ella me he permitido dejar fuera de
servicio su ascensor para enseñarle mi impresionante despacho. La verdad es que
la amo y quiero demostrarle que puedo cuidar de ella.
La he hecho reír y
parecía contagiada por mi dudoso magnetismo. Pero ahora que vuelvo junto a ella
con sendas copas de champán, me la encuentro abrumada de tristeza. Ha estado
hablando con la secretaria de Mr. Sheldrake, ¿qué le habrá dicho? Tiene los
ojos anegados de pena. Con tal de animarla, me pruebo el bombín que aún no me
he atrevido a ponerme. Para que me mire, ella me deja un estuche de palisandro
con un espejito en la tapa. Tiene una grieta. Me miro la cara cruzada como por
una cicatriz y también a mí se me volatiliza la alegría. Estoy sin chispa, como
el champán de una botella que se ha quedado abierta. Parece que en vez de
ascenderme, me han degradado.
Y con los vapores del
alcohol, se me diluye lo que me quedaba de dignidad.
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