Mientras que al
presuntuoso pastor protestante egresado de la Universidad de Cardiff que yo era
no hace un año (deslumbrado por la ambición, aún no a la sombra de la
experiencia y la madurez), le parecía que su estancia en este pueblo minero de
Gales solo sería un párrafo en su gloriosa biografía, el pobre reverendo
Gruffydd de ahora cree, creo, que al final este valle abarcará todos los
fracasos de mi ministerio y será el escenario único de mi desaliento.
Recién llegado, sí
acerté en algo. Lamenté que los residuos de carbón mancillaran el verde
esplendor del paisaje, como una esmeralda con una impureza que fuera el germen
de su destrucción; y cuando oí a los lugareños alabar la belleza de su país
ignorando los efectos sobre el panorama de la escoria, intuí que esta negrura,
tales copos de hollín que aquí todo lo barnizan, representaban los defectos de
esta gente, tan vanidosa como por entonces yo. ¿Cómo podían creer que la tierra
de ellos era mejor que la de nadie por el solo hecho de haber nacido en ella?
En efecto, no tardé en
comprobar que el engreimiento y la gazmoñería de muchos mineros los llevaba a
jactarse de que comían carne de ternera, cuando sobrevivían de mendrugos y
tubérculos; tenían a gala que, en vez de perder el tiempo instruyéndose, sus
hijos ingresaran en la mina a los diez años; y presumían de que sus
supersticiones y habladurías eran más eficaces que la medicina y la prensa, y
de que el país de sus ancestros era el mejor de los mundos imaginables.
Para concluir esto me
bastó asistir a la celebración de la boda de Bronwyn e Ivor, uno de los cuatro
hijos mayores de Morgan, el capataz y más respetado minero de la comarca. Pero
en dicha ocasión hubo más que aquello. Durante la ceremonia tartamudeé al
sentirme caer, desde el altar, por una tumba abierta. Interrumpiéndome alcé la vista:
me estaban mirando unos ojos cuyas pupilas me succionaban, y por su abismo se
despeñaban tras de mí los novios, los asistentes y el mundo entero. Era
Angharad, la única chica de los Morgan.
Aún hay un sexto hijo
en la familia, Huw Morgan, con mucho el menor, de solo diez años, por lo que
tengo la esperanza de hacerlo estudiar y que cuando crezca y trabaje, a ser
posible lejos de aquí, de la mina, pueda mitificar –lo importante es que haya
escapado- los decorados de su infancia y falazmente la tome por una edad mágica
que transcurriera en un mundo idílico, olvidando que aquí todo es miseria,
penalidades y opresión. La nostalgia es un lujo que solo pueden permitirse
quienes han logrado olvidar la realidad.
Ojalá pueda Huw olvidar
cómo vuelven los mineros de sus turnos de once horas, el vacío exhausto en sus
ojos y los pasos enfermos; los restos del carbón que como marcas de esclavitud
no se borran de sus pieles aunque se gasten buena parte de la paga en jabón; el
precio de los comestibles en contraste con el del whisky, que Mr. Evans, el
dueño de la mina y de las tabernas, se ocupa que sea asequible, porque pretende
tenerlos a todos bajo sus efectos estupefacientes.
Evans hundió los
sueldos y cuando, con la humedad de las primeras lluvias, rumores de huelga se
infiltraban por todas las casas, Mr. Morgan, el patriarca de la familia,
justificó los recortes con la bajada de los precios del carbón y los instó a
todos a seguir trabajando. ¿Cómo se pueden defender con tanto ahínco los
intereses de un millonario? Ciego esclavo de las tradiciones, Morgan clausura
el tiempo en los cíclicos ritos de la familia y se declara enemigo del progreso.
No advertía que la bajada de salarios obedecía a un simple aumento de la mano
de obra disponible en la región. Siguió empecinado incluso después de que sus
superiores, como exhibición de fuerza, lo hicieran trabajar bajo la lluvia, y
sin admitir que la única oportunidad de los mineros contra la clase dirigente
estriba en la fuerza de su unión, no quería oír hablar de los sindicatos.
Además, confundía los valores de convivencia familiar con los conflictos
laborales, y con la excusa de los buenos modales a la mesa se negó a escuchar a
sus hijos y provocó que los cuatro mayores abandonaran su casa para alojarse en
el pueblo.
Y amaneció el día en
que el tañido de campanas pareció disminuir el aire del valle como si tocaran a
muerto, y un silencio acuoso respondió al silbato del capataz: se había
declarado la huelga. Como cintas empezaron a anudarse sobre los hombres los
días en blanco apresándolos con las ligaduras de la inacción; y, con el frío y
el viento del invierno, el miedo y el hambre se insinuaban en los rostros de
los mineros, que deambulaban arriba y abajo tiritando de incertidumbre. Ya ni
los más ciegos o borrachos podían fantasear sobre mundos edénicos e imposibles.
Ahora todos veían el valle amortajado de cenicienta pobreza.
Coléricos de
desesperación, muchos se volvieron contra Morgan, y para defenderlo cierta
noche su esposa asistió a una asamblea de los mineros. De vuelta a casa, una
placa de hielo se rompió a sus pies y a los del pequeño Huw, que la acompañaba,
y ambos fueron rescatados del agua con serios síntomas de congelación. El
doctor se mostró pesimista respecto a la recuperación del niño, por lo que hice
mía su causa y para animarlo me pasaba a diario por la casa de los Morgan. Los
maledicentes de siempre achacaron mi asiduidad a otros motivos. La verdad era
que cada vez que su hermana Angarad me abría la puerta o venía al dormitorio a
servirnos el té, yo sentía que a mis pies se abría el entarimado o que la casa
toda se volvía de cristal y el pueblo entero podía vernos a los dos, frente a
frente, con los deseos desnudos y tintineando entre ambos la taza sobre el
platillo de porcelana.
En vez de las piernas de
Huw, era mi voluntad la que corría peligro de quedarse paralítica, ya que por
más que al verme también ella ardiera por dentro, y hasta el rojo castaño del
pelo se le trasvasaba a la tez cristalina, no me atrevía a decirle ni una
palabra.
Y por fin relució la
penumbra verde del valle, la savia y la clorofila irrigaron las venas de la
tierra, y con el vigor y la exuberancia de la primavera Huw y su madre se
recuperaron. Convencí a los cuatro hermanos Morgan de que volvieran a casa y
después de veintidós semanas se desconvocó la huelga.
Tampoco en la
subsiguiente celebración en casa de los Morgan, aunque me quedé el último, me
atreví a decirle a Angharad la palabra que ella esperaba. Ni siquiera me volví
a mirarla, clisado en la ventana y con la pipa rectilínea entre los dientes
como lo único erecto en mi apocada fisonomía. Sin embargo, durante la fiesta, y
a despecho de los elementos más hipócritas de la diócesis, que me acusaban de
entrometerme en asuntos terrenales, sí fui capaz de aconsejarles a los hombres
que constituyeran un sindicato local.
A la mañana siguiente,
tan turbia como las de la huelga, en la mina solo dieron trabajo a la mitad de
los mineros. No hacía falta que estallara la sirena de los accidentes para
darse cuenta de que aquellos hombres estaban muriendo poco a poco, hundidos en
un pozo más hondo que la propia mina.
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