Muchos coinciden en que
soy el mejor criminalista de mi tiempo, (¡Sir Wilfrid -proclaman-, el campeón
de las causas perdidas!); pero solo los íntimos saben que la curiosidad es el
auténtico motor de mi vida –y de bastante potencia para mover mis kilos, aunque
haya perdido veinte-, por lo que el doctor Harrison, cardiólogo de Harley Street,
me lo avería al prohibirme defender acusaciones de asesinato. Según él la
excitación que conllevan las causas criminales podría congestionarme las
arterias coronarias.
También me ha advertido
el infausto doctor que si esta curiosidad mía alcanza el extremo de conocer qué
hay en la otra orilla de la vida, que siga bebiendo coñac y fumando puros.
¿Será concebible la corte de Justicia sin el aroma de mis cigarros? ¿Qué clase
de vida me espera rotando en la boca un caramelo de eucalipto mientras tramito
procesos civiles tales como divorcios, desfalcos, o reclamaciones a agencias de
seguros?
Esta mañana, al
reingresar en mi despacho después de cuatro meses de convalecencia, he visto en
escorzo, entre las apolilladas sombras del fondo, mis treinta y siete años de
carrera, y retrotrayéndome en el tiempo a total super velocidad, como en
aquella máquina de Mr. Wells, he salido propulsado hacia mi primer caso, el de
aquel farmaceútico acusado de envenenar a su tío el pastor, y he recordado que
yo estaba más nervioso que el mismo acusado. Aunque no soy ningún sentimental,
cuando Carter, mi secretario, me ha mostrado la peluca que orna el ejercicio de
mi profesión, me he emocionado, pero luego, al ver que le había puesto bolas de
alcanfor, me he rebelado: ¿acaso ya estoy acabado?
¿Merece la pena seguir
fisiológicamente vivo mientras renuncio al mayor placer que conozco, atisbar
entre las volutas del tabaco o los vapores etílicos el único resquicio en la
tesis del fiscal, la grieta de su argumentación por donde el acusado escapará
de los muros de la cárcel o de la tarima del patíbulo? Me ha sofocado estos
primeros conatos de insurrección Mrs. Plimsoll, la insufrible y parlanchina
enfermera, aliada de jeringas, mantas eléctricas y bolsas de agua caliente, e
inquisitorial rastreadora del coñac y los puros, de los que me acaba de
descubrir unos cuantos insertos en la oquedad del bastón. No me había sino
aposentado en el despacho cuando ya estaba ella exhortándome a echar una
siestecita. Me sentí tan frustrado que ganas me dieron de retorcerle el gaznate
de gansa graznadora. ¡Después de hacerlo, ni siquiera el doctor Harrison podría
prohibirme participar en un proceso criminal! Ya que el doctor también me ha
prevenido contra los placeres de la carne, creo que me habrá adjudicado esta
fémina asexuada para que su presencia nunca me inspire un mal pensamiento.
Mientras, camino del
dormitorio, probaba el ascensor que como el móvil trono de mi impotencia han
instalado en el pasamanos para ahorrarme subir las escaleras (¡me toman por un
inválido!) ha irrumpido Mayhew, el procurador. Sin saber el triste curso que ha
adoptado mi carrera, venía a encomendarme la defensa del joven que lo
acompañaba, un tal Leonard Vole. Le expliqué que con todo el dolor de mi
corazón (¡ya salió la palabreja!) tenía que renunciar, pero cuando le vi las
puntas de tres puros asomando por el bolsillo del chaleco, accedí, para horror
de Mrs. Plimson, a que me expusiera el caso en vista a aconsejarle.
Resulta que ese tipo
tan simpático y extrovertido es sospechoso de haber asesinado s Emily French,
una adinerada cincuentona viuda que vivía en Hampstead con su ama de llaves.
Sin antecedentes y con un excelente historial de guerra, Mr. Vole muestra toda
la ingenuidad de la inocencia, la estupefacción de quien es víctima reciente de
una trampa o una desgracia. Sin empleo fijo, él mismo se reconoce un bala
perdida desde que volvió de la guerra, donde conoció y se casó con Christine no
sé qué, y admite que frecuentaba a la viuda dejándose querer por ella para que
invirtiera algún dinero en su modelo patentado de batidora, ya que es inventor
amateur.
Si bien Mr. Vole admite
que el día de autos la visitó y estuvieron jugando a las cartas y escuchando el
gramófono, lo que niega con una convicción desarmante es haberle causado la
muerte de un golpe en la nuca, tal y como reza la autopsia. Y hasta ha superado
mi privado detector de mentiras: cuando lo he acusado de haberlo hecho, su
interés en negarlo le ha impedido desviar la mirada deslumbrada por el fulmíneo
reflejo del sol sobre mi monóculo, una prueba más eficaz que el típico flexo de
las comisarias norteamericanas. Más allá del aspecto moral, solo empeño mi
ciencia si estoy seguro de la inocencia del acusado porque de otro modo la
emoción quedaría devaluada. ¿Qué interés puede tener el riesgo de que condenen
a alguien que realmente sea culpable?
Lo apasionante es
defender a un inocente a un paso de la horca. Como el pobre Mr. Vole, que se ve
enredado en una maraña de indicios y pruebas circunstanciales, y sin más
coartada que la de su esposa. Y para colmo el abogado que les he aconsejado,
Brogan-Moore, acaba de llegar con la noticia de que Mrs. French le ha dejado
ochenta mil libras a Mr. Vole, justo cuando iba yo a aconsejarle la ausencia de
móvil como línea de defensa. Incluso la primera reacción del incauto Vole ha sido
alegrarse por una herencia que puede salirle bien cara.
La situación se ha
puesto tan peliaguda que la policía ha irrumpido en mi despacho para
detenerlo. Y de la conversación que acabo de sostener con Christine, su
esposa, he deducido que si la dejamos hablar en el juicio esa fría teutona
clavará la última puntilla en el ataúd de su marido. ¡Un reto como éste es
irresistible! Ahora mismo voy a telefonear al doctor Harrison (si no cambia de
opinión, seré yo quien cambie de médico) y a pedirle fuego a esta impertinente
enfermera. ¡Es posible que en este juicio no solo sea al acusado a quien roce
la muerte, pero prefiero eso a estar muerto en vida!
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