miércoles, 6 de marzo de 2013

TESTIGO DE CARGO



                   


Muchos coinciden en que soy el mejor criminalista de mi tiempo, (¡Sir Wilfrid -proclaman-, el campeón de las causas perdidas!); pero solo los íntimos saben que la curiosidad es el auténtico motor de mi vida –y de bastante potencia para mover mis kilos, aunque haya perdido veinte-, por lo que el doctor Harrison, cardiólogo de Harley Street, me lo avería al prohibirme defender acusaciones de asesinato. Según él la excitación que conllevan las causas criminales podría congestionarme las arterias coronarias.

También me ha advertido el infausto doctor que si esta curiosidad mía alcanza el extremo de conocer qué hay en la otra orilla de la vida, que siga bebiendo coñac y fumando puros. ¿Será concebible la corte de Justicia sin el aroma de mis cigarros? ¿Qué clase de vida me espera rotando en la boca un caramelo de eucalipto mientras tramito procesos civiles tales como divorcios, desfalcos, o reclamaciones a agencias de seguros?

Esta mañana, al reingresar en mi despacho después de cuatro meses de convalecencia, he visto en escorzo, entre las apolilladas sombras del fondo, mis treinta y siete años de carrera, y retrotrayéndome en el tiempo a total super velocidad, como en aquella máquina de Mr. Wells, he salido propulsado hacia mi primer caso, el de aquel farmaceútico acusado de envenenar a su tío el pastor, y he recordado que yo estaba más nervioso que el mismo acusado. Aunque no soy ningún sentimental, cuando Carter, mi secretario, me ha mostrado la peluca que orna el ejercicio de mi profesión, me he emocionado, pero luego, al ver que le había puesto bolas de alcanfor, me he rebelado: ¿acaso ya estoy acabado?

¿Merece la pena seguir fisiológicamente vivo mientras renuncio al mayor placer que conozco, atisbar entre las volutas del tabaco o los vapores etílicos el único resquicio en la tesis del fiscal, la grieta de su argumentación por donde el acusado escapará de los muros de la cárcel o de la tarima del patíbulo? Me ha sofocado estos primeros conatos de insurrección Mrs. Plimsoll, la insufrible y parlanchina enfermera, aliada de jeringas, mantas eléctricas y bolsas de agua caliente, e inquisitorial rastreadora del coñac y los puros, de los que me acaba de descubrir unos cuantos insertos en la oquedad del bastón. No me había sino aposentado en el despacho cuando ya estaba ella exhortándome a echar una siestecita. Me sentí tan frustrado que ganas me dieron de retorcerle el gaznate de gansa graznadora. ¡Después de hacerlo, ni siquiera el doctor Harrison podría prohibirme participar en un proceso criminal! Ya que el doctor también me ha prevenido contra los placeres de la carne, creo que me habrá adjudicado esta fémina asexuada para que su presencia nunca me inspire un mal pensamiento.

Mientras, camino del dormitorio, probaba el ascensor que como el móvil trono de mi impotencia han instalado en el pasamanos para ahorrarme subir las escaleras (¡me toman por un inválido!) ha irrumpido Mayhew, el procurador. Sin saber el triste curso que ha adoptado mi carrera, venía a encomendarme la defensa del joven que lo acompañaba, un tal Leonard Vole. Le expliqué que con todo el dolor de mi corazón (¡ya salió la palabreja!) tenía que renunciar, pero cuando le vi las puntas de tres puros asomando por el bolsillo del chaleco, accedí, para horror de Mrs. Plimson, a que me expusiera el caso en vista a aconsejarle.

Resulta que ese tipo tan simpático y extrovertido es sospechoso de haber asesinado s Emily French, una adinerada cincuentona viuda que vivía en Hampstead con su ama de llaves. Sin antecedentes y con un excelente historial de guerra, Mr. Vole muestra toda la ingenuidad de la inocencia, la estupefacción de quien es víctima reciente de una trampa o una desgracia. Sin empleo fijo, él mismo se reconoce un bala perdida desde que volvió de la guerra, donde conoció y se casó con Christine no sé qué, y admite que frecuentaba a la viuda dejándose querer por ella para que invirtiera algún dinero en su modelo patentado de batidora, ya que es inventor amateur.

Si bien Mr. Vole admite que el día de autos la visitó y estuvieron jugando a las cartas y escuchando el gramófono, lo que niega con una convicción desarmante es haberle causado la muerte de un golpe en la nuca, tal y como reza la autopsia. Y hasta ha superado mi privado detector de mentiras: cuando lo he acusado de haberlo hecho, su interés en negarlo le ha impedido desviar la mirada deslumbrada por el fulmíneo reflejo del sol sobre mi monóculo, una prueba más eficaz que el típico flexo de las comisarias norteamericanas. Más allá del aspecto moral, solo empeño mi ciencia si estoy seguro de la inocencia del acusado porque de otro modo la emoción quedaría devaluada. ¿Qué interés puede tener el riesgo de que condenen a alguien que realmente sea culpable?

Lo apasionante es defender a un inocente a un paso de la horca. Como el pobre Mr. Vole, que se ve enredado en una maraña de indicios y pruebas circunstanciales, y sin más coartada que la de su esposa. Y para colmo el abogado que les he aconsejado, Brogan-Moore, acaba de llegar con la noticia de que Mrs. French le ha dejado ochenta mil libras a Mr. Vole, justo cuando iba yo a aconsejarle la ausencia de móvil como línea de defensa. Incluso la primera reacción del incauto Vole ha sido alegrarse por una herencia que puede salirle bien cara.

La situación se ha puesto tan peliaguda que la policía ha irrumpido en mi despacho para detenerlo. Y de la conversación que acabo de sostener con Christine, su esposa, he deducido que si la dejamos hablar en el juicio esa fría teutona clavará la última puntilla en el ataúd de su marido. ¡Un reto como éste es irresistible! Ahora mismo voy a telefonear al doctor Harrison (si no cambia de opinión, seré yo quien cambie de médico) y a pedirle fuego a esta impertinente enfermera. ¡Es posible que en este juicio no solo sea al acusado a quien roce la muerte, pero prefiero eso a estar muerto en vida!      
                                                         

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