Los Eastman de Kansas
somos mucho menos que parientes pobres porque la rama floreciente de la familia
es la más rica del país y nosotros, además de paupérrimos, somos extravagantes.
Mis padres eran predicadores ambulantes que después de rezar y cantar
espirituales pasaban el sombrero, y ya que no podían mantenerme pronto dejé de
ir al colegio y me puse a trabajar en los empleos que como manchas de tinta
figuran en mi currículum: recadero, ascensorista o friegaplatos.
Oficiaba de botones en
un hotel de lujo de Chicago cuando el recepcionista rugió mi apellido para
increparme por mi tardanza y mi tío Charles Eastman, el rey de la confección,
se detuvo al eco de su sagrado apellido reverberando desde la bóveda del
vestíbulo y del pasado. Pidió verme y reconoció al hijo de su difunto hermano
Asa. Dado que habíamos sido repudiados y olvidados por él, puesto que no podía
prohibirnos utilizar su apellido, al menos quiso impedir que éste se asociara a
un puesto tan subalterno, o quizá le recordé que también él había empezado de
la nada, pero lo cierto es que me dio una tarjeta de su puño y letra para
cuando quisiera ingresar en su fábrica textil.
Quizá no esperaba que
lo hiciera al día siguiente, cuando dejé el gorrito en recepción y me trajo acá
un granjero que no ignoraba a los autoestopistas. En la fábrica obró la tarjeta
manuscrita como un salvoconducto, que me valió que me pasaran una llamada con
mi tío: me invitó a pasar por su mansión esa misma noche.
Llegué diez minutos
antes de la hora, embutido en un traje que aún guardaba las dobleces de su
estancia en una repisa de la tienda. El viejo –un tipo con perfil de halcón- me
presentó a su esposa y a sus dos hijos, Marcia y Earl, los típicos hijos de
papá. Me senté y empezó a crecer un silencio como un tumor o la tumba cavada a
paletadas donde me hubiera gustado esconderme. Me sentía culpable de un
silencio que parecía denso de desprecio. ¿Qué podía un chico de la carretera
como yo tener en común con ellos, enraizados en la más alta sociedad? Los
viejos me miraban con una lacerante condescendencia; los jóvenes como si
hubieran visto entrar a un gato callejero en un concurso felino. Al fin habló
mi tío, y después de poner de manifiesto mi ignorancia respecto a contabilidad,
mecanografía o administración, encomendó a su hijo que me buscase lo que fuera,
y justo entonces irrumpió ella con unos amigos.
Más tarde supe, por la
sección de sociedad de la prensa, que era Angela Wickers, porque desde luego
que entonces nadie me presentó en el torbellino de risas, saludos y comentarios
que su entrada había desatado. Ahora la sala resplandecía como un baile a la
entrada de la reina. Me olvidaron en un rincón, y aunque no llegó ni a mirarme,
durante un tiempo transparente me quedé fijo en ella sintiendo lo que el primer
día que vi el mar o cuando fui capaz de escalar una montaña que ofrecía vistas
de águila. Era una joven morena recién salida de la adolescencia, con la
tersura del marfil a la luna y unos ojos violeta que traslucían todos los
sueños de mi juventud. Reaccioné y, desapercibido, acabé por salir de vuelta a
la calle y a la realidad.
Al día siguiente me
emplearon en la cadena de empaquetado de los trajes de baño Eastman. Aunque
está prohibido intimar con las compañeras, empecé a salir con una de ellas, Al,
una chica tierna y tímida, sencilla y tan ingenua que dijo sentirse afortunada
de cenar con el sobrino del jefe, ya que pensaba que muy pronto empezarían a
ascenderme. Con tal de darles la excusa para que lo hicieran, tramé un
irrealizable plan que en teoría aumentaba un 20% nuestro rendimiento en la
planta. Al y yo parecíamos hechos el uno para el otro. Pero yo no podía ahogar
mis sueños de grandeza, ya que la única rival de Al, Angela, solo me disputaba
con ella en mis fantasías, parecía tan inalcanzable para mí como una estrella
de la pantalla y en la realidad solo era una una fotografía frecuente en la
prensa rosa, a través de la que seguía yo el rumbo de su itinerario social.
La verdad es que Al es
sincera y leal, con la particularidad de que me ama; todo a lo que yo debía
aspirar. ¿Qué más podía pedir? Quizá que los polis no me humillaran cada vez
que nos sorprendían en el coche camuflado tras los matojos de cualquier
descampado nocturno. Y eso porque su casera es muy estricta. Así que una noche
la invité a mi habitación. Por la mañana, la sonrisa del vecino confirmó mis
temores respecto a los chirridos del colchón.
Un día mi tío pasó
casualmente por nuestra sección, y para evitar que pensara que se había
olvidado de mí –la hipocresía le rebosaba de la voz- me prometió un ascenso y
con tal de no admitir que no había leído mi informe de productividad, con
objeto de hablar del tema, me invitó a una fiesta que coincidía con mi
cumpleaños. Curiosamente, a Al no le gustó mi ascenso, que empezaba a alejarme
de ella, y no solo porque ya dejaríamos de trabajar en la misma planta.
Desde luego que a mi llegada a la mansión
nadie me felicitó, pero para mí aquel día fue como si hubiera nacido de nuevo.
No me miraron ni los mayordomos; los invitados se arremolinaban en el salón,
los corros se deshacían y hacían con animación en torno a aquel joven mejor
vestido y no tan apocado como la primera vez, pero igual de invisible. Cuando
ingresaron al comedor me refugié en el salón de billar, y justo acababa de
embocar la carambola de mi vida cuando entró Angela Vickers. Ella. Esta vez no
solo me miró, sino que sonrió y de la punta de sus labios, de los hoyuelos de
sus mejillas y de los estambres de las pestañas pareció despuntar una aurora,
una promesa de felicidad. Tomó mi aislamiento por misantropía, mi insuficiencia
por excepcionalidad, y pareció subyugarla el misterio de una soledad que por mi
parte solo era impotencia. Tan romántica como yo, Angela siempre está dispuesta
a encontrar magia donde la busca. De algún modo la emocionó mi debilidad. Me
cogió de la mano y ya no dejamos de bailar el resto de la velada: a mí me
parecía flotar a través de la luz radiente de la araña y de la melodía del
éxito, de la juventud y de la esperanza.
Volví a casa de
madrugada (había perdido la noción del tiempo) y solo al abrir la puerta
recordé que Al llevaría horas esperándome para celebrar mi cumpleaños. La tarta
se había derretido y una lágrima se disolvió en la nata. Estaba muy triste:
intuía que había empezado a perderme. Y me dijo que íbamos a tener un hijo.
Desde entonces mi mundo
se ha disociado: por un lado la sórdida realidad de Al y yo, que sin amor ni
dinero hemos obtenido la negativa del único médico que hubiera podido ayudarla
a abortar; y por otro lado el recuerdo del baile sin tiempo con Angela, que de
algún modo me parece aún no haber terminado, un sueño que se ha repetido cada
vez que salimos juntos. Somos muy felices cuando nos vemos. Es cierto que sus
modales, su ropa y la joyas me hablan de clase, de buena familia, de mucho
dinero. Pero no se trata solo de eso, sino que la quiero de verdad. Me inspira
una ilusión y un amor tan avasalladores que me impiden casarme con Al. Incluso
si ésta contara con todas las ventajas de Angela -¡hasta de su juventud, pero
esto no es concebible!), preferiría casarme con la segunda. Y de todas formas,
ya que todo lo tiene, ¿está prohibido que un hombre cumpla sus sueños? ¿Es un
crimen la ambición?
Sin embargo, tuve que
prometerle a Al que nos casaremos en Septiembre. Al día siguiente escuché en la
radio la terrible estadística de los ahogados en los lagos, recordé que Al no
sabe nadar y cierto pensamiento se me insinuó en la mente como una serpiente
entre las flores. Los padres de Angela (que nada sabe de Al) me han invitado a
su casa de campo para conocerme y ahora yazgo con mi amor justamente a orillas
de un solitario lago. Me acaba de contar que en el último verano aquí se ahogó
una pareja; a ella tardaron cinco días en hallarla, y él nunca apareció. Me
pregunto si no la empujaría para librarse de ella y luego se esfumó. Con un
susurro la serpiente vuelve a asomar entre los tallos. Intento pisotearle la
cabeza pero se escabulle y sé que no tardará en aparecer. ¿Soy responsable de
que lo haga? No puedo hacer nada para evitarlo.
Intentaré aniquilarla
cada vez, pero sé que acabará picándome.
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