A veces el humo me
nubla la cabeza, mi razón entra en un túnel, un pitido horrísono me zumba en
los oídos y se me descarrila el sentido: por algo soy maquinista ferroviario.
Mi destino es tan fijo como una locomotora sobre las vías de dirección única,
pero directamente al desastre. Porque cuando sufro esos accesos de locura, el
dolor me convierte en esclavo de un señor vestido a la antigua que me ordena
matar a quien más quiero, al más cercano. Peor que el perro adiestrado para
atacar al cuello, marcado por una tara hereditaria, desde que nací estoy
abocado a la locura homicida. Por eso el amo que durante esos instantes me
tiraniza y me obliga a apretar y apretar el cuello de la víctima tiene unos
rasgos tan parecidos a los míos, el rostro y el aire de familia de todos los
locos y alcohólicos que he tenido por antepasados y me han convertido en un
monstruo condenado a estrangular a quienes amo.
Me ha pasado esta tarde
con Flore, la hija de mi madrina, una joven que pese a la diferencia de edad y
a la experiencia de mis ataques, quiere casarse conmigo, y a la que he tenido
que renunciar. Tarde o temprano volverá a dominarme ese canalla tan parecido a
mí –una especie de espectro que aglutina a mis antecesores-, y si ella
conviviera conmigo sería víctima segura de su crueldad y de mi brazo ejecutor. Aún
no he matado a nadie, pero me pasa como a esa gente que acumula varios intentos
de suicidio, que alguna vez acabaré por tener éxito.
Quizá para compensar mi
imposible relación con las mujeres, amo mi trabajo y mi locomotora, a la que
llamo Lison. Me ocupo de la línea París-Le Havre, y nada hay tan emocionante
como cuando (ayer mismo) enfilo la vía central, acelero, Lison rompe el viento
en un estrépito de hierro y velocidad, aumento la presión de la caldera y a toda
máquina trepidamos a través de la libertd y la metálica exaltación del frenesí
y de un vértigo solo comparable al orgasmo. Cuando mi compañero Pecqueux atisba
más allá de la alameda el techo de la estación de Le Havre, empiezo a frenar y
él me enciende un cigarrillo que se podría llamar postcoital.
Puede que esta vez me
excediera acelerando, porque la pobre Lison parecía recalentada y un somero
examen en la estación nos bastó para saber que se había averiado la caja de
eje. Allí Pecqueux me presentó a Roubaud, el subjefe de estación. Acababa de
tener un incidente con un ricachón, que al no ser admitido su galgo a bordo,
prometió exigir el despido de Roubaud en las altas esferas. Nos dijeron que
tardarían treinta y seis horas en reparar la locomotora, de modo que pensé
venirme a Bréuté para visitar a mi madrina y a Flore.
Aún conmocionado por lo que he estado a punto
de hacerle a Flore aquí al lado, en el trigal, ahora aguardo el tren que viene
de París y me devuelva a Le Havre, para mañana volver a la capital con Lison ya
reparada. Qué cerca he estado de estrangular a Flore; aún puedo sentir en mis
dedos la inminencia de su muerte, su nuez palpitante como un polluelo recién
salido del cascarón. Solo el paso de un tren, recordándome mi trabajo –mi gran
consuelo y último recurso-, me ha librado de ese tirano que representa a todos los de mi raza y
me ha devuelto las cualidades propias de mi carácter como individuo. Yo no soy
un asesino salvo en la medida que mis genes, mis antepasados, lo son.
Llega puntual el tren y
saludo a ese loco de Cabuche, que también se dirige a Le Havre. Subo y, como
apenas hay viajeros, dejo atrás el compartimento de Roubaud y su joven esposa,
y me acomodo en el siguiente, que viene vacío. Recuerdo que mi compañero
Pecqueaux, que me espera en Le Havre, anoche me contó que Roubaud y su esposa
se dirigían hoy a París para que ésta se entrevistara con Grandmorin, su
influyente padrino, a fin de neutralizar las posibles maniobras que contra su
esposo pueda maquinar el millonario del galgo. Pecqueux lo sabe porque en París
los Roubaud suelen alojarse en su casa, ya que su esposa y la madre de la
señora de Roubaud son íntimas desde que coincidieron al servicio de Grandmorin,
al parecer, un tipo de moral dudosa. Por la cara que esos dos traen no parece
que sus gestiones hayan tenido mucho éxito. Sería muy injusto que Roubaud
perdiera su empleo por cumplir con su deber. ¿Qué recurso le queda al débil
cuando sus derechos son pisoteados por el poderoso?
Igual que el
implacable, obstinado, obsesivo ritmo de la marcha de Lison, me vienen una y
otra vez a la mente los ojos de cervatillo de Flore mientras yo le apretaba el
cuello… Aunque el trayecto es corto, salgo al pasillo a fumar y me entra una
carbonilla en el ojo. Al menos las molestias físicas me hacen dejar de pensar
que la única forma de debilitar a mi amo sería suprimir a su esclavo. Se me
acerca con ganas de charla la esposa de Roubaud; intentando extraerme la
carbonilla con la punta del pañuelo, apenas la miro con el otro ojo, pero me
basta para quedar conmovido por su aire de gata de angora –con estilo-, por el
lujoso frío que irradia su presencia sutil y fascinante, con una especie de
noche aún palpitándole en las pupilas, como si viniera de hacer el amor o de
asesinar a alguien. Se vuelve a su compartimento sin que haya estrujado ni una
palabra de mi embobamiento.
Antes de bajar al
andén, un grito horada el fantasmagórico humo, el revisor resuella por el
pasillo y se acerca un gendarme inquisitivo. Voces que se atropellan anuncian
que han apuñalado a Grandmorin en un compartimento. ¡El padrino de la Roubaud!
¿Quién iba a decir que venía en el tren?
Somos pocos viajeros, y
en una encuesta preliminar el gendarme me pregunta si mientras fumaba he visto
a alguien en el pasillo. Noto que en la cara me resbala una especie de lágrima,
pero no se trata sino de la súplica nadando en los ojos de esa gata. El
silencio se vuelve compacto, o más bien todo lo contrario, tan inestable que me
parece despeñarme por él. Por fin respondo al policía que con la carbonilla en
el ojo no he visto a nadie, y el tonto de Cabuche irrumpe borracho gritando que
le están bien empleadas las puñaladas a Grandmorin, ese corruptor de menores.
Los ojos de gata aún me miran, húmedos de gratitud.
Lo que ella no sabe es
que amándola yo, corre más peligro que con la policía.
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