Me llamo Ray Carver y escribo historias cortas; como ésta será la última,
espero que se alargue más de lo habitual. Hace una semana me pronosticaron un
cáncer irremisible y aquí estoy, tendido bocarriba y hablándole desnudo a la
oscuridad y al techo de esta habitación de hospital, que no tardará en
venírseme encima. He convencido a Tess de que se vaya a descansar a casa de una
amiga. Tengo la lengua de papel de lija y me gustaría tomarme una copa; pero aunque conozco un montón de bares
por aquí, la enfermera parece insobornable. La luz del pasillo recorta
las rendijas de la puerta, y a través del corredor se precipitan unos pasos. Pitan a descompás los goteos de los vecinos. Estoy cansado pero
no tengo sueño. Me revuelvo en la cama, recordando que anoche todavía dormí en
la mía y sin dar tantos tumbos; ya no volveré a acostarme en ella, y ni
siquiera me despertaré para ver en libertad la luz del día ni las calles de la
ciudad, ni volveré a saltar al estrépito de los atascos a beber en ayunas
aquellas bocanadas de monóxido y vida.
Al levantarme hoy todo estaba tranquilo, los sordos reflejos del amanecer
flotaban en la pared: era muy temprano en una mañana de domingo. Después de la
ducha, me asomé a la ventana del dormitorio: la humedad brillaba en las aceras
y en los techos de los automóviles. Aspiré un rastro de tierra mojada
procedente del parque; un límpido resplandor fulguraba en el aire. Ya no
llovía, pero entre sueños había oído el tictac de las gotas en el cristal y el
rodar de los neumáticos sobre el asfalto húmedo. Las copas de los
plátanos cabrilleaban, y aún goteaba el metacrilato de la marquesina. Aterrizó
un estornino en la cornisa y ahuecó las alas esparciendo una miríada de gotitas
de agua. Parecía que mi desesperación se contuviese con aquellas nubes color
uva morada que se acercaban por el oeste, dispuestas a descargar su ira en
cualquier momento. Me pregunté hacia dónde estaría orientada mi habitación del
hospital, pues no sospechaba que, ciega total, carecería de ventana. Ahora
mismo tiendo la mano hacia el aire que sale por una rejilla y no logra borrar
el rastro a desinfectante.
Envidiable, el estornino echó a volar silbando. Cogí la maleta de cuero
negro, donde había reunido mis objetos personales, y sin mirar atrás bajé a la
calle. Había acordado con mi médico que ingresaría aquí esta mañana. Han sido
muchas las habitaciones que he abandonado en mi vida, innumerables los
apartamentos que he habitado, puerta tras puerta, en el sombrío pasillo del
pasado. Lúgubres y luminosos, áticos y sótanos, amueblados o vacíos. De algunos
me iba por voluntad propia y de otros desahuciado, alucinante y alucinado,
víctima de mi carácter variable o de la escasez de fondos. De unos me fui con
pena y de otros horrorizado; sin esperanzas o con la euforia del fugitivo,
dejando atrás un montón de botellas vacías y papeleras llenas de borradores.
Pero nunca había sentido lo que esta mañana mientras cerraba tras de mí, como
si fuese la tapa de un ataúd, la puerta de la última casa de mi vida.
No escuchaba mis propios pasos por los corredores y la escalera. En el
primer rellano me crucé con un vecino que traía un periódico bajo el brazo y,
desplegándolo, me negó el saludo, como si se le hubiera aparecido un fantasma
cotidiano. Repiqueteé la contera del paraguas contra los barrotes de la
barandilla y me golpeé la rodilla con la maleta, para asegurarme de mi
corporeidad.
Había un taxi estacionado al final de la calle y decidí tomarlo, porque aunque
el hospital no estaba lejos, caminar a través de las calles que conozco tan
bien me resultaría demasiado lento, y no me gustan las despedidas largas. Ya empecé
a añorar hasta la inminencia de catástrofe que en las resacas solía acometerme
a los primeros pasos y me hacía temer desplomarme de un momento a otro. Era
curioso desayunarse con aquel cóctel de nostalgia y rabia a partes iguales. Si
bien son los trayectos desconocidos los que parecen alargarse, aquel camino a
pie se hubiera hecho interminable, atravesado de recuerdos, cruzado de
arrepentimientos y de los desvíos de viejos errores. Era la cuarta o quinta vez
que me había mudado a ese barrio.
Al pisar un charco, advertí que tenía puestas las zapatillas con suelas
de goma: por eso no podía oír mis pasos. Me reí de mis aprensiones, recordando
que llevaba meses sin hablar con el tipo del periódico; habíamos discutido por
el ruido que yo hacía de noche. Le deseé más suerte con mi sucesor.
Un diminuto taxista calvo que apenas alcanzaría los frenos con los pies,
yacía repantigado en su asiento, con la puerta abierta. Al darle la dirección, arrancó con tal
brusquedad que me vencí sobre el respaldo de cuero y la maleta cayó al suelo.
Emprendimos una carrera por las calles casi desiertas de un
domingo por la mañana. Arrollamos un contenedor que salpicó de inmundicias el
parabrisas. Pese a que los
portales y locales y escaparates se deslizaban raudos por la ventanilla, una
inédita clarividencia me hacía consciente, palmo a palmo, de cada manzana y
tramo de la calle. Cada cruce o esquina desvelaban mi pasado, cobrando una
significación propia; incluso junto a una furgoneta brilló cierta cabina desde
la que hablé con mi primer editor. Disfrutaba por última vez de la visión de la
ciudad donde había escrito y amado, bebido y sufrido. Allí estaban, sobre todo,
los bares y los pubs que han acabado por arrastrarme aquí.
Nos saltamos un semáforo en rojo, y a un lado atisbé el neón insomne del
Ernie’s. A continuación venía el letrero apagado del Yellow Sky, de donde me sacaron con tres costillas rotas;
apenas recuerdo haber sostenido una silla contra unos ojos desorbitados.
Enfilamos la Avenida Central y
nos disponíamos a atropellar a un anciano que cruzaba trémulo en su bastón,
cuando el taxista dio un volantazo que me arrojó sobre la puerta derecha. Vi
por la ventanilla trasera cómo se agitaba el bastón al aire; no hacía falta que
nos maldijera, en lo que a mí respecta.
Sucesivos árboles y buzones y quioscos corrían a los lados; se fugaban las
siluetas de los transeúntes. Tomamos la curva de la esquina del Blue Camel y me
pareció que varias sombras danzaban en su escaparate. Hacía un montón de años
que al fin había conseguido declararme allí, después de muchas copas, al primer
amor de mi vida, y hasta le recité un poema con la mano cogida, pero ella
sonrió y me pidió que le repitiera todo porque la música estaba muy alta.
Después seguí bebiendo hasta que me pareció oír a los pájaros, y me llevaron
por primera vez a aquella clínica.
Me abofeteaba el viento que entraba por una ranura como para mantenerme alerta,
haciéndome lagrimear. Aunque la distancia era corta y
la velocidad hacía vibrar los asientos, creí que jamás llegaríamos al hospital. Me
pregunté si el taxista habría entendido la dirección, se había equivocado de camino
o simplemente daba un rodeo para aumentar el importe de la carrera. En todo
caso, se estaba ganando una generosa propina, pues yo no quería llegar nunca
aquí: quisiera que aún estuviéramos callejeando sin rumbo por la ciudad; ojalá
siguiéramos circulando por ella hasta que la gasolina y mis fuerzas se agotaran.
Como la cabeza no le asomaba por el respaldo, por un instante pensé que el taxi
se conducía solo.
Volvió a derrapar frente al zócalo de piedra del Flannagan. Ya no
recuerdo si fue allí o en otro pub irlandés donde me gasté el dinero que había
ganado con mi primer relato invitando a todo el mundo una y otra vez. Me
desperté a la mañana siguiente debajo del mostrador y decidí irme al campo para
trabajar de peón en cualquier granja y seguir escribiendo. Era una buena idea,
pero antes de una semana estaba de vuelta. Es lo que suele pasarme, que las
cosas prometan y luego no marchen. Espero que el asunto este de la muerte no
resulte tan desastroso.
Los frenos chillaron y me abalancé contra el asiento delantero. Habíamos
frenado justo detrás de un monovolumen negro, del que apenas nos separaba el
grosor de un cabello: desde su interior nos enfocaron unos ojos en blanco. A su
vez, había tenido que detenerse en la esquina de una plaza, ante la pancarta de
Stop que mostraba un operario. Lo vi sostenerla con desgana, apoyado el mango
en el hombro, la espalda sobre una tapia en ruinas y los pies cruzados. Era un
cuarentón de bajos párpados y sonrisa estólida, con el mono plagado de
lamparones, que ahora intentaba encenderse un pitillo con la otra mano, y cada
vez que fallaba bajaba un poco más la cabeza. Detrás, un camión de la obra
pugnaba por pasar entre dos furgonetas pitando con el claxon. El taxista escupió
un juramento que no obstante me pareció poco convincente, como si más que la
parada maldijera la inutilidad de aquel mechero o la impericia del conductor
del camión. Bajé el cristal hasta que se atrancó la manivela y al otro lado de
la valla vi una hormigonera que vomitaba grumo gris y las espaldas de varios
obreros agitándose al fragor de las perforadoras. El operario sostuvo ahora con
firmeza la pancarta de Stop y una nube de humo al fin le borró los rasgos; el
camión carraspeó y pasó entre las furgonetas.
Me puse a contemplar la recoleta plaza de mi izquierda, rodeada de
edificios bajos, desconchados y de balcones torcidos. Tenía un purpúreo jardín
con arriates de flores en el centro, delimitado por una verja cuyos barrotes de
hierro colado finalizaban en pomos, cierta zona acotada para perros y una
fuente seca de formas cilíndricas e infestada de palomas.
Junto a la calzada, jadeaba un ciclista sentado en el césped, brillante
la frente y los ojos cerrados; la bicicleta yacía a su lado y la rueda
delantera aún vibraba al vacío. Se caló una gorra roja y, abrazándose las
piernas, ocultó el rostro entre las rodillas.
Pitaron desde la fila de automóviles que se había formado detrás nuestro,
y el taxista refunfuñó. Por algún motivo los cláxones me animaron a seguir allí,
cuando bien podría haber caminado hasta el hospital, cuyas últimas plantas
sobresalían de las antenas y pararrayos, pintadas de un blanco terrorífico y
recorridas de hileras de pequeñas ventanas. Pero ahora quería aprovechar al máximo
aquel retraso, observando con fruición lo que ocurría a mi alrededor, tan
decisivo para mí como intrascendente en apariencia. Era la última oportunidad
de ver trazada en las facciones de la gente y en las líneas y ángulos del mundo
exterior la geometría definitiva –sin duda irregular- de mi vida.
En medio de la plaza se erguía una niña pelirroja, de falda a cuadros
albinegros y jersey oscuro de cuello vuelto, sosteniendo inmóvil una comba, que
había quedado ondulada en el suelo como una serpiente muerta. Apoyado en una
cabina, la miraba con indiferencia un niño más bajo, de camiseta azul hasta las
rodillas y gorra con la visera invertida, que cuando dejaba de bostezar comía a puñados de una bolsa de palomitas. Al pie del contenedor se
había enroscado un gato atigrado. Cierto joven rapado y cetrino, provisto de
una cazadora tachonada de clavos y blancas zapatillas, aguardaba con las manos
en los bolsillos junto al portal de uno de los edificios más destartalados. Arrugando
la boca, miraba con rabia hacia el punto de fuga de su dudoso futuro. Una diminuta
anciana jorobada se empinaba en vano intentando arrojar una botella por la boca
del contenedor de vidrio, sin dejar de apretarse el bolso contra el pecho como
si fuera su pequeño nieto. Recliné la cabeza en el respaldo del asiento.
El cielo parecía de plomo; se agitaron las ramas de los plátanos, y en el
horizonte se disgregó una bandada de pájaros. Denegó el
limpiaparabrisas y creí que lloviznaba, pero en realidad eran mis ojos por
donde bajaban aquellas gotas, pues notaba el paladar salado y el taxista sólo
limpiaba el parabrisas de los restos de basura. Amaba a aquellos desconocidos y
de un tirón hubiera podido componer las historias de sus vidas hasta que habían
venido, esta mañana de domingo, a encontrarse en mi última visión de la ciudad,
como también me hubiera encantado escribir sobre los destinos que les aguardaban,
una vez que se fueran bostezando de aquella plaza tan aburrida.
Se abrieron las nubes y el jardín ardía a la luz del sol. Y ahora que
recuerdo lo que entonces sucedió, me parece que las ciegas paredes de esta habitación
rebrillan en un escorzo fosforescente. Desde sus parterres refulgieron los
pétalos carmesíes y amarillos de las rosas y los claveles, y las hojas de los
plátanos temblaron a la brisa del río. De la cima de aquella fuente que parecía
seca borboteó un chorro, centelleó en el aire y por un instante reflejó el
arcoíris. Las caléndulas y las amapolas inflamaron sus corolas a la luz
llameante; el césped rezumaba gotas de rocío que relampaguearon como diamantes.
Las palomas despegaron de la fuente, y hasta un globo aerostático a cuadros
rojiblancos bogaba por el cielo azul berilo y su sombra ya resbalaba por la
plaza.
Me incorporé, apretando el puño del paraguas hasta que los nudos de
madera se me clavaron en la palma de la mano. Por la acera renqueaba una hoja
de periódico, y al lado se abrió la ventana de un entresuelo, dando paso al
torso desnudo de una joven. En su piel cobriza se licuaba la miel del sol, sus
pezones se erigieron al frescor del aire y, al soltarse varias horquillas, una
fulgente catarata de cabello cayó por sus pechos. El chico de la
cazadora se acercó y la abrazó hundiéndose como un suicida
en aquella cascada del pelo. Calle abajo se alejaba la bicicleta de carreras
del ciclista; su espalda adquirió una posición aerodinámica y el maillot oro
brilló antes de desaparecer por una esquina. La niña rubia se había puesto a cantar y a saltar a la comba.
Una bolsa de palomitas cayó al césped y el niño propinó una patada al gato, que
huyó maullando, el lomo erizado y la cola de punta. Al tintineo de un cristal,
la anciana jorobada sacó de su bolso otra botella que volvió a embocar en el
contenedor.
Un golpe metálico me indicó que al operario se le había caído al suelo el
cartel de Stop. Se había quedado traspuesto, entrecerrados los ojos y las
mejillas flojas, recostado en la tapia donde había deslizado su espalda hasta
sentarse en cuclillas. La colilla del cigarrillo temblaba en sus labios. Comprobé
que habían desaparecido la valla y el camión, la hormigonera y los obreros. Delante,
la calzada estaba despejada y la perforadora había enmudecido. Blasfemando, el taxista
pulsó el claxon, y el monovolumen arrancó y me volví. Por la ventana trasera
observé que la escena de la plaza se alejaba hacia el pasado, y si yo no lo
evitaba, hacia el olvido. Muy pronto, conmigo, desaparecería para siempre todo
aquello, que en su mera cotidianeidad me pareciera único –último-: la bolsa de
palomitas y la niña, la anciana y el ciclista, el chico rapado y su novia. Esos
desconocidos continuarían con sus existencias independientes; pero aquellos
radiantes instantes de armonía que ellos mismos habían logrado en una
coreografía inconsciente, no me sobrevivirían si no los ponía por escrito;
probablemente sus mismos protagonistas los habrían olvidado antes del almuerzo.
Justo entonces algo me rozó la
pantorrilla y un sordo zumbido vibró en el suelo del coche; abrí los ojos,
aunque me costó trabajo despegar los párpados –como cuando se los nota húmedos
al despertar-, y advertí que el paraguas se me había deslizado de la mano.
Volví a percibir el rugido de la perforadora: en realidad seguíamos parados. El
taxista encendió la radio y, a los sones de una musiquilla burlesca, comprendí
que había sido yo, y no el operario, que aún mantenía en alto la señal de Stop
y pisaba la colilla del cigarrillo, quien me había dormido, repantigado en el
asiento. Me dispuse a bajar el cristal de la ventanilla, y al notarla atascada,
recordé que ya lo estaba antes de quedarme traspuesto. La luz del día había
vuelto a agrisarse; los destellos del sol sólo habían reído en mi sueño. Limpié
el vaho de la ventanilla con la mano y vi que el ciclista permanecía sentado bebiendo de
una botella verde. La comba yacía enroscada a los pies de la niña, que se
hurgaba la nariz. El niño arrugó la bolsa de palomitas en una pelota y la
arrojó hacia la fuente, de nuevo seca. Junto a una bolsa de basura seguía
agazapado el gato. El joven rapado se frotaba las manos y
pateaba de frío; no tardó en darse la vuelta y alejarse cabizbajo, con las
manos en los bolsillos. Seguía cerrada la ventana del entresuelo, con el viento
tableteando en sus postigos azules. La anciana dejó caer la botella, que se hizo añicos en el suelo, y extrajo un pequeño paraguas del bolso. Las gotas de lluvia ya chasqueaban en las hojas de los árboles y se mataban
contra las ventanillas del coche. El taxista hizo sonar el claxon y puso en
marcha el limpiaparabrisas, que ya no confundí con mis párpados, al comprobar
cómo restañaba la lluvia y no las otras gotas.
Ojalá siguiéramos allí. Quisiera aún estar en el interior de aquel taxi,
oyendo cómo la lluvia redobla en el techo -sin pensar, como ahora, que así es
como la oiré sobre mi lápida-, mientras que los números del taxímetro se acercan
al infinito y me quedo dormido: esta habitación sólo sería el decorado de otra
pesadilla y no la antesala de la muerte.
Vuelvo a doblar la almohada; la
rendija de la puerta traza una línea de luz y reconozco la cadencia de los
latidos que acelerando los míos se acercan por el pasillo: sus pasos. Al crujido del picaporte,
un rectángulo iluminado se abre lentamente.
-Oh, Tess, ¿eres tú? ¡Dios mío, menos mal que estás aquí!... No he pegado
ojo, dándole vueltas y vueltas a lo mismo… Sí, el argumento de un relato. Traes
las manos frías. ¿Se ha quitado el viento?... ¿Sí? Pero dime, ¿no sigue
lloviendo? ¿Qué tal día hace? Cuéntame qué demonios está pasando por ahí afuera...
¿Hay mucha gente? ¿Y los atascos?... ¿Has pasado por una plaza con un parque y
una fuente? ¿No habrás visto por casualidad a una niña saltando a la comba o a
una vieja que no para de tirar botellas?... Cuéntame, cariño, cuéntamelo todo. ¿Cómo
está la calle? ¿Hay tiendas abiertas?… ¡No es
posible! ¿Tan pronto? Sí que estoy desorientado... Parece mentira que ya esté
anocheciendo...
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