En la primera ficha
policial que me hicieron esos perros guardianes de lo ajeno consta que, de
profesión marinero y alias “el Irlandés Negro”, mido uno ochenta y dos y soy de
complexión robusta, tengo el pelo rizado (de caracoles, decía mi madre antes de
esfumarse), ojos castaños y nariz respingona. Me habían detenido por atizarle a
aquel agente provocador que se infiltró en la manifestación para hacerla
disolver, y el sindicato tuvo que pagarme la fianza. Me quedaban dos dólares en
el bolsillo y para entonces ya había perdido a mi padre, estibador en los
muelles de Nueva York desde que llegamos de Dublín.
Para evitar el juicio
(mi víctima no se recuperaba de la conmoción cerebral) me alisté en las
Brigadas Internacionales y llegué a España casi al final de la guerra. En
Murcia sorprendí a otro espía que se disponía a sabotear uno de los pocos
aviones que nos quedaban y en el tiroteo que sostuvimos en el hangar fue mío el
único disparo certero. Igual que otros encuentran oro, agua o pelirrojas, mi
especialidad es descubrir espías en todas partes. Con la mala suerte de que
entonces Murcia cayó en manos del otro bando, me encarcelaron, y en las dos
semanas que tardé en fugarme descubrí que yo no era tan duro como creía y que
España tiene las peores cárceles del mundo.
Y lo curioso fue que justo
en las antípodas de allí, en Australia, no tardé en conocer las cárceles más
cómodas, como si en vez de descolgarme por aquel ventanuco que daba a una
huerta, para fugarme hubiera cavado un imposible túnel que a través de la
corteza terrestre me hubiera hecho asomar a la celda de una cárcel sita en el
continente de los canguros. En este caso la culpable de mi encierro fue una
rubia rusa que cantaba en una taberna. Casi todas las mujeres que traen
problemas cantan en algún garito, suelen tener ojeras, son rubias y por lo
general su belleza siembra el silencio allá por donde pasan.
Con Elsa empecé a hacer
el tonto de vuelta a Nueva York, y cuando empiezo a portarme como un payaso ya
no puedo parar hasta dar de bruces en alguna cárcel. En mi estadística privada
me falta por saber cómo serán las cárceles norteamericanas. A este paso no
tardaré en saberlo.
La conocí en Central
Park, mientras daba un paseo a través de la soledad del atardecer y de los
ensueños del peligroso romántico que soy. Iba como flotando entre los
relámpagos de sombra que disolvían la última claridad, cuando pasó a mi lado
uno de esos coches de un caballo con una rubia de ocupante, condensando en el
platino el último hálito de la luz agonizante, como si se materializaran los sueños
en los que yo iba volando. Dejé de pensar que parecía una sirena recién salida
del lago del parque –solo veía su busto por la ventanilla lateral que la
enmarcaba como a un óleo- y, gracias a que iba despacio, me abalancé a
ofrecerle un cigarrillo. No fumaba, pero lo mejor fue que se me quedó clisada,
la emoción fulgurando en sus pupilas (¡los tipos como yo no deberían ser tan
soñadores!), y envolviéndolo en un pañuelo de seda se guardó el pitillo como si
para siempre quisiera quedarse con algo mío. Se alejó y me quedé tan solitario
y triste como una estatua después de que algún visitante la haya apreciado con
admiración.
Poco más adelante oí
golpes, un relincho y gritos. Corrí y no tardé en liberarla de los tres
atacantes que la cercaban. Con lo versado en violencia que soy, no me gustó la
facilidad con que aquellos chicos duros se dejaron demoler por mis puños y me
erigí en el salvador de mi dama. Despedí al cochero y la conduje a casa como si
fuera un caballero, sir Galahad, precisamente yo, un hijo de los barrios
portuarios. Me contó que sus padres eran rusos blancos y que había triunfado en
los escenarios de Macao y Shanghai. Irradiaba una magnética luz con reflejos
como ecos del canto de una sirena, recordé que aunque no tuviera ojeras era
rubia (¡y también rusa!) y había sido cantante, y una reserva de cordura me
hizo dejarla en el garaje donde guardaba su Buick y declinar la oferta de
trabajar en el yate de su marido, que al parecer no tardaría en salir de
crucero por el mar Caribe.
El empleado del garaje
me dijo que se trataba de la esposa del famoso abogado criminalista Arthur
Bannister, el águila del foro de San Francisco, que, omnipresente en las más
célebres causas, recorre con sus muletas de tullido las tribunas del interés y la
admiración del público, y compensa su invalidez con una inteligencia más rauda
y filosa que una dentadura de tiburón.
El cual, renqueando en
sus muletas, a la mañana siguiente se prestó a intentar reclutarme, al
presentarse en la casa de contrataciones del muelle con la actitud de un eunuco
a la caza de favoritas para el harén. Ante mi negativa, pretendió emborracharme
para disuadirme, y aunque fue él quien se empapó con más alcohol que un faraón
embalsamado, le salió la jugada, porque trayéndolo semiinconsciente al yate,
Elsa me recibió en cubierta con el ruego de que me quedara para protegerla.
Conmovido por el miedo de sus ojos, dejé que el capitán, un tal Mr. Broome, me
reclutara en calidad de contramaestre. Recordaba haberlo visto la víspera
merodeando por el garaje de Elsa, por lo que me parece que he vuelto a chocarme
con otro de esos espías a los que acarreo peor suerte que ellos a mí.
La primera noche ella
se tendió casi desnuda a la luna y cuando se puso a cantar me pareció una
verdadera sirena a la deriva entre la espuma fosforescente, una mujer cuya
belleza me destruiría. Al día siguiente se nos unió Mr. Grisby, el socio de
Bannister, un tipo grotesco y desconcertante, de grosera sonrisa y tics de
maníaco, que parece muy interesado en mis proezas criminales. También pude
comprobar que, sobrio, Bannister es solo un poco más cínico que sádico y con
todos parece afilar la lengua y ensayar la esgrima de su ingenio acaso para no
perder práctica de cara a los tribunales.
Y así, pesados y
bochornosos, han ido hundiéndose estos días de travesía por la costa de México.
Me he sentido tan incómodo y violento entre esta gente que varias veces he
estado a punto de renunciar a mi puesto. Porque aunque se haga la víctima y la
ingenua, me consta que Elsa se ha contagiado de la moral –también tullida- de
su marido y que son tan parecidos que cualquier día también ella aparecerá
arrastrándose sobre dos muletas. Lo cual no quiere decir que sean aliados,
sino todo lo contrario. A ella ha llegado a escapásele que Broome, el capitán, en
verdad es un detective que su marido le ha puesto para vigilar sus
infidelidades y poder divorciarse sin pagarle un centavo. Pero cuanto más
perversa la veo, más me ciega su dorada y luminosa belleza; y cuanto más me
consta que desprecia mi pobreza (¿por qué, si no, se casó con un millonario?) e
intento deshacerme de su influencia, más se aprietan los nudos que me maniatan.
¿Qué cóctel de miedo,
odio o deseo ha envenenado las relaciones entre el chiflado de Grisby, el
maligno y retorcido Bannister, y su esposa, resplandeciente de belleza y
falsedad? Ahora que veo al matrimonio insustarse con los ojos mientras beben,
en un aparte Grisby viene a ofrecerme una copa y la posibilidad de ganar cinco
mil dólares si le pego un tiro a él mismo. ¿Será demasiado cobarde para
suicidarse? ¿La bastarán a Elsa cinco mil para abandonar a su marido?
Solo una cosa tengo
clara. Si no me deshago de ellos, pronto necesitaré un abogado. Criminalista.
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