Me amarilleaba la
envidia de ver en el periódico las bienaventuradas fotos de aquellos gángsteres
agasajados en la apoteosis de su éxito. El capitoste de turno presidía una mesa
oblonga de mantel de hilo, las dos hileras de cabezas vueltas con admiración
hacia él, que elevaba una copa con la sonrisa del triunfo, brillantes el pelo,
el alfiler de la corbata y el diamante en el anular, el chaleco jalonado por la
cadena de dijes del reloj, y el traje de cien dólares invistiéndolo del
prestigio y la autoridad de un comandante en jefe. Su éxito no se desmentía ni
cuando la imagen se desintegraba entre la rabia de mis manos arrugando el
periódico.
Y yo apenas era un
simulacro de gángster, una caricatura de ellos, un ratero que con mi amigo Joey
iba por los pueblos atracando gasolineras y drugstores. No fui lo que se dice un
niño prodigio. Hasta los veintisiete no descubrí que por el camino de la Ley no
se llega a ninguna parte, y que solo el atajo del crimen lleva a la gloria.
Hasta entonces había
sido vendedor de periódicos, repartidor de leche con mi padre, que había tenido
una vaquería en los Abruzzos, vendedor a domicilio y camarero. Me he fijado en
lo tristes que tienen los ojos los camareros. Mi último trabajo fue el menos
malo, en una empresa de envío de paquetes; pero cuando me descontaron del
sueldo el valor de lo que un chaval me robó a punta de navaja, decidí que a
partir de entonces yo sería el de la navaja.
Como todo lo grande
hierve en las ciudades, convencí a Joey para que nos viniéramos a Chicago.
Accedió atraído por el glamour y las mujeres; solo ambicionaba el botín de un
par de golpes para emprender otra cosa. En cambio a mí, Rico Bandello, como a
todos los autodidactas, me interesa el arte por el arte. Para mí el crimen no
es un medio sino un fin en sí mismo; el tacto de una culata de nácar me
transmite una seguridad y poder imparables; igual que a otros el perfume de las
mujeres o el aroma de whisky, a mí es el olor a pólvora lo que me hace sentir
un hombre de verdad; el tableteo de una ametralladora, lo único capaz de
impulsarme todos los pulsos del cuerpo. Mientras que Joey es un apuesto
bailarín que se vino a actuar en los mejores locales de Chicago, yo prefiero
que los demás bailen para mí. Así que pisé mi último cigarrillo, fui a
comprarme el primer puro que como un cañón intimidara a cuantos se me cruzaran
en el camino, y tomamos el tren a Chicago.
Aquí me presenté en el
club Palermo, que en los garitos me habían dicho era el nido de la banda de Sam
Vettori; y éste, viéndome desbordante de decisión, de gatillo fácil y con las
ansias de acción como un tic en las mejillas, me contrató. Me presentó a los
colegas, Tony Passa, el chófer de nervios quebrados; Scabby, el típico listo;
Otero, el segundón nato, y otros. Aunque desde la mesa de su despacho Sam se
las daba de jefazo, solo era una marioneta en manos de Diamond Pete Montana,
cuyos hilos a su vez eran movidos por Big Boy. Los resortes de poder de la
banda reproducían los del Estado, salvo que entre nosotros imperaba una
dictadura.
Asistí a una reunión de
todos ellos en el casino de Little Arni, otro cabecilla al nivel de Vettori. Me
expulsaron del cónclave porque aunque todavía era un simple matón debieron
reconocer en la tensión de mi conciso cuerpo, en la concentración de mi odio o
en el ardor de los ojos, las ganas de desbancarlos y adelantarlos en la
organización. ¿No es esa la esencia del sueño americano? Aunque solo parecía
preocuparles McClure, el nuevo comisionado contra el crimen, algo detectaron
del aire de fatalidad y necesidad que me rodea.
Planifiqué el atraco a
la multitudinaria sala de fiestas “Pavorreal de Bronce” para la velada de
Nochebuena. Pero Vettori me desautorizó porque si dejaba de ser el cerebro de
la banda y no se seguían sus directrices, perdería la autoridad. De todos modos
yo me iba captando uno por uno las voluntades y la devoción de los chicos. Ya
confiaban más en mí que en Vettori.
En Nochebuena
efectuamos sin dificultades nuestro “atraco del Gallo”. Era mi primer gran
golpe y mis reflejos, control y eficacia me sorpprendieron a mí mismo. Mientras
que los chicos desvalijaban a los invitados, yo iba de un lado a otro pletórico
de emoción, abarcando cada peligro a golpe de vista y sincronizando los
movimientos de todos ellos en una exacta coreografía. Incluso eliminé al tal
McClure, que por aquello que los ignorantes llaman casualidad se encontraba
cenando allí: mi nombre estaba escrito en el libro de oro de la historia
criminal.
De vuelta al Palermo me
negué a darle a Vettori la mitad del botín por el único mérito de habernos
esperado con impaciencia. Como la mayoría estaban conmigo, tuvo que admitirlo.
Después de todo, hasta en las bandas de gángsters se está filtrando la
democracia. El único imprevisto fue que Tony, el chófer, acabó de desquiciarse.
Tuvo un pequeño accidente mientras aparcaba, no regresó al Palermo y al día
siguiente, cuando Otero lo invitó a venir a cobrar su parte, se negó histérico
y le dijo que iba a confesárselo todo al sacerdote. No tuve más remedio que
matarlo en la escalinata de la iglesia.
Pero le he pagado un
fastuoso entierro y mandado una corona exuberante. Y después de la ceremonia,
para celebrar el golpe Sam Vettori ha dispuesto en mi honor un banquete en el
Palermo, con lo que en público me reconoce su igual. Oigo mi apodo, “Pequeño
César”, dicho con respeto. Los chicos me acaban de regalar un reloj con el que
contaré las horas que me quedan para pasar por encima de Vettori, de Arni, de Montana
y hasta Big Boy. Incluso han llegado varios periodistas. Los disparos de sus
máquinas de fotos logran más que las metralletas: hacerme parpadear.
Mañana muchos
envidiosos me verán en las fotos presidir esta oblonga mesa de mantel de hilo,
las dos hileras de cabezas vueltas con admiración hacia mí, que elevo la copa
con la sonrisa del triunfo, brillantes el pelo, el alfiler de la corbata y el
diamante en el anular, el traje de cien dólares invistiéndome del prestigio y
la autoridad de un comandante en jefe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario