“Buenas tardes… Sí, no espero a nadie. Verá, me gustaría que fuera la
mesa de siempre, por favor, la de la esquina, entre el piano y el cactus… Gracias.”
¡Uf, he vuelto a conseguirlo! El día que dejen que cualquier estúpido ocupe mi
sitio, quemaré el restaurante. Perdón, ya estoy con ustedes. Estaré encantado
de contarles todo lo que quieran acerca de mí. Todavía me llamo Arthur Davies,
pero quiero ser Paul Newman, es decir, voy a serlo. Sí, han oído bien. Es que tengo
que hablar bajo y me he llevado la mano a la boca para disimular el movimiento
de los labios porque si no, los camareros van a creer que hablo solo y esas
tonterías.
Todo empezó aquella maravillosa noche en que vi “La Gata sobre el Tejado
de Zinc” y me dejó mi novia de siempre. A la salida del cine, me tragó un
abismo azul que resultó el reflejo de la marquesina en la acera, y aturullado
por los cláxones y las voces y las luces me sumí en el torbellino de
transeúntes. Los hombros y los brazos del gentío me hacían dar bandazos; un empellón
me escupió de la vorágine como un borracho, y a mis pies gimieron unos frenos.
“¿Cómo?... Por favor, tráigame otro como
el que bebe aquel señor de al lado, con aceituna y todo… Martini muy seco, eso
es.”
Como les decía, aquella noche
llovía igual que en las películas y el atasco de los vehículos reproducía mi
caos mental, pero la realidad de la calle se oscurecía al fulgor de la
personalidad que desde la pantalla había atravesado las sombras de la sala y me
había deslumbrado: yo sólo quería darle la vuelta a la manzana para volver a
ver aquella película. A sacudidas iba chapoteando en un charco tras otro, y ni
siquiera miré a Kim cuando me tocó el hombro para detenerme, porque me hallé
frente a un cartel de la película. No entendí muy bien lo que dijo acerca de
que ya se había cansado de mis locuras y que no podía soportarme más, aunque ya
hiciera nueve años de lo nuestro; algo de que a qué venía aquello de salir disparado
al final de la película y dejarla tirada, y no sé qué más sobre que sería la última
vez y que no quería volver a verme. Lo cierto es que me dejó solo en la esquina,
las manos en los bolsillos de la americana empapada y el agua goteándome bajo
el sombrero abollado, y para colmo se llevó mi paraguas. Un truco de guionista
barato, que Paul hubiera exigido eliminar. Los peatones volvían la cabeza y
algunos conductores me miraban extrañados de verme anclado allí sonriendo bajo
la lluvia; pero no podía dejar de pensar en el enigmático joven de ojos
celestes que recorría el crepúsculo de aquel porche en una bata azul marino y
muletas, sin parar de beber ginebra y despreciando las vertiginosas curvas de
Liz Taylor. Entonces pensé que yo mismo había desplantado a Kim de un modo muy
parecido.
“Yo también tomaré el plato del
día: filete de pollo con lechuga. Nada más de momento; hoy no tengo mucha
hambre. Luego le diré el vino, atienda primero a ese señor, gracias.”
Sí, como suena, soy Davies, al menos por ahora, y ya les digo que no sólo
quiero ser como Paul Newman, ni mucho menos suplantarlo, sino llegar a ser él
mismo. De otro modo estaría actuando, y sólo quiero hacerlo cuando protagonice
alguna de sus películas. Por eso lo sigo y persigo a todas partes, pisándole
las huellas –calzamos el mismo número-, sin permitir que me descubra y deje de
comportarse con toda naturalidad. Necesito saberlo todo sobre él. Consigo
asientos cercanos a los suyos en las carreras de bólidos; me entrometo en el
equipo de rodaje de sus películas, sobornando a los vigilantes y a los
invitados del productor a cambio de alguno de sus pases; he alquilado un
apartamento frente al suyo; apuesto a sus caballos favoritos en los mismos
garitos; me he abonado a su equipo de beisbol dos palcos más arriba; y
almuerzo, como ahora, en la mesa de al lado de su restaurante preferido de
Hollywood, La Scala.
Estoy tan cerca de él, casi en frente, que a veces oigo su
respiración; y si me inclinara al máximo con la diestra extendida, y para no
negarme el saludo o como acto reflejo, él me imitara con la suya, -igual que en
un espejo-, tampoco faltaría demasiado para tocarnos con la yema de los dedos.
Viene todos los jueves que está por aquí, rodando en los estudios. Venimos.
“Sírvame otra copa de ese mismo burdeos, ya que acaba de abrirlo”. A
veces pienso que debería rehuirlo, pues donde esté Paul no tengo ninguna oportunidad
de hacerme pasar por él y me estoy quedando sin dinero por culpa de su nivel de
vida. Él puede permitirse el lujo de perder todas las apuestas, con tal de
seguir teniendo tanta suerte con las mujeres. A la última, una rubia de cara
soñadora y pechos maternales, la conoció en una cafetería de Sunset Boulevard
donde tuvimos que refugiarnos de una tormenta. Entraron a la vez, descubriéndose
las cabezas, él de un periódico y ella de un pañuelo, y sus cuerpos se rozaron
en la puerta. Aún no había escampado y me había terminado la cuarta cerveza,
imaginando cómo harían el amor arriba, al resplandor intermitente de los rayos,
cuando bajaron del reservado, cogidos de la mano. Me juré recuperar cuanto
antes el paraguas del apartamento de Kim, y tengo que dejar de arrugar la
servilleta en el puño, porque ese camarero no me quita ojo. Lo máximo que le ha
durado una mujer ha sido una ola de calor californiana; tengo que encontrar alguna
sustituta de Kim o me volveré loco.
Pero debo fijarme en todo lo que hace. Ahora dejo de masticar este
horrible bocado de pollo para contemplar cómo ataca su filete con los codos muy
separados y los cubiertos toscamente apretados en los puños; encorva demasiado
la cabeza para engullir y mastica cuidadosamente, sin cerrar del todo la boca y
mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Puedo imaginármelo: está repasando
el guión de esta tarde. Aunque me han decepcionado sus modales a la mesa, lo
imito, puesto que me he hecho con una copia del guión y también he aprendido su
papel.
Como preliminar a mi objetivo, aún no he empezado a hacerme pasar por él.
De momento sólo soy su sombra, una subrepticia sombra que se desliza tras él,
como una sombra era antes de todo esto y una sombra será él cuando yo lo sustituya.
Ya estoy harto de ir a todas partes a ras de las paredes, de enroscar mi sombra
por ellas y desenroscar mi reflejo de los charcos; muy pronto seré Paul Newman
y podré andar por el medio de la calle, sobre la alfombra roja. Se acabarán los
muebles del rastro y los coches de segunda mano, las mujeres serias y la ropa
de imitación. Pero por ahora paso desapercibido allá donde vaya, eso me
conviene. Sólo soy una sombra a la que nadie puede tocar ni oír, perfectamente
invisible en una ciudad superpoblada de celebridades -a este paso los famosos
tendrán que disputarse admiradores que les pidan un autógrafo-. He renunciado a
mi peso, con ocho kilos de menos; a mi altura, encorvándome para acortar la
diferencia, e incluso a la violencia. ¿Veis lo pacífico que parezco, aquí
sentado solo en este restaurante caro y con la boca llena de lechuga? Miro los
pinchos del cactus y recuerdo las antiguas aristas de mi ánimo.
Levanto la vista del plato y veo un cabello ensortijado, el resplandor de
unos ojos de estambres por pestañas que ahora parpadean de asombro, los altos
pómulos, esas mejillas de esmalte como distendiéndose, y una barbilla de neto
perfil, que se ha puesto a temblar. ¿Qué lo habrá puesto nervioso? ¿Se le habrá
olvidado una parte del diálogo? ¿Seguirá dudando acerca de cuál elegir entre
todos los guiones que tiene tirados en la mesa de su despacho? Como todas las
cabezas están vueltas hacia él, mi atención pasa desapercibida. ¿Y ese
tintineo? Oh, se me ha caído el tenedor al suelo.
Odio mis toscos rasgos, la frente
dentada de pelo oscuro, los ojos noctívagos y mi tez de aceituna con anchoa.
Pero aunque todavía no quiero que se note y ni siquiera me he teñido el pelo,
parece que ese cirujano sin título ha hecho un buen trabajo: me ha retocado lo
necesario. Alguna jovencita que otra ya ha vacilado y ha estado a punto de
extenderme un papel para que le firmara un autógrafo; y ayer un fotógrafo alzó
su máquina y sólo dudó en el último instante, ladeando la cabeza. Acabo de
mancharme la camisa de presunta seda con unas gotas de vinagre. Vuelvo a mirarlo
y de repente oscilan sus hombros, las mejillas se le congestionan, los ojos
parecen acuosos y se arrugan los cincelados labios… ¡Pero si soy yo el que
tose! Acabo de atragantarme al comprobar que no estaba mirando a Paul Newman,
sino a mi propio reflejo en el espejo sin marco que tiene detrás. Lo estoy consiguiendo;
uno debe sentir esta misma exaltación al interpretar una escena cumbre.
La alegría me anubla la mirada, o
quizás sólo haya sido efecto del ahogo, pero silencio por favor, que Paul acaba
de hacerle señas al camarero. Me ajusto el nudo de la corbata, tomo un sorbo de
agua y me recompongo al momento, porque ahora soy un tipo normal. “¡Camarero!
Disculpe, también tomaré una merluza a la plancha. No, ese tenedor no es mío,
gracias.”
Ya nunca pierdo los nervios, ni me arrastran aquellos arrebatos de furia
o euforia. Tampoco me paso los días tumbado bocarriba en la cama, observando el
avance de las arañas o de los reflejos del sol en el techo, retorciéndome las
manos y pensando que yo seguía siendo yo y no otro, hasta que me preguntaba
quién era yo, porque yo me sentía otro que nunca comprendería quién es yo. Y a
todo esto, ¡cómo disfruto hablando de mí mismo o de Paul Newman, que viene a
ser igual! Después de todo, no es tan difícil imitarlo. Hasta ahora apenas he
intentado acostarme con algunas de las primaverales bellezas que él ha ido
descartando. La pelirroja de la semana pasada puso los ojos en blanco y me dijo
que le recordaba a alguien, pero se me escapó por poco. ¡Maldita sea, de algo
tendrá que servirme perder tanto dinero en las carreras! Ya podrían darle un
soplo de vez en cuando. Pero dentro de poco, al fin compartiremos la misma
chica, como quien dice. Es una francesita maniática que no cesa de telefonearle
y nunca enciende la luz de su habitación de hotel cuando el puntual Paul
irrumpe de noche; y lo primero que perfeccioné viendo su cine fue la imitación
de esa voz atiplada de suaves inflexiones, quizás algo húmeda o blanda, que
sube y baja de tono tras unas pausas un tanto dramáticas. Espero que en la
intimidad emplee el mismo tono que en las escenas románticas.
Ya casi lo he aprendido todo de él; me he acostumbrado a sus manías, y
que se lleven de una maldita vez este hediondo pollo. Ahora dejo de respirar
para oír la entonación de su voz. Está hablando en voz baja al maitre, que por
fortuna ha ignorado mi exabrupto y lo escucha inclinado, sin dejar de resoplar
y asentir a sus palabras. En el silencio perfumado oigo sus murmullos, que siempre
me suenan a felicidad y a éxito. Quizás se esté quejando de mí y de una patada
me arrojen por la puerta trasera. Aunque a él no parece molestarle el suyo, me
desabrocho el último botón de la camisa. Medio asfixiado, de repente me parece
que la estancia se ha oscurecido, como si los camareros hubiesen pintado de
negro las paredes color crema, y que el único foco alumbra mi mesa y la suya,
alternativamente. Debería observarlo con más disimulo, pero al fin y al cabo es
un famoso, y cuando el maitre pasa de largo, la sala resplandece de nuevo y al
fin respiro. Tendría que comer algo para evitar estas visiones que a veces me
ensimisman. Ahora observo, emocionado, que se desabrocha el último botón.
Mientras desmenuzo la guarnición de la merluza, que, a pesar de mis advertencias,
me han hecho más que la suya, atisbo sus movimientos deliberados y precavidos
en la mesa; cómo extrae un cigarrillo de su pitillera y, por todos los
demonios, se me han acabado los míos; con qué viril elegancia, sosteniéndolo
con el pulgar por un lado y los otros dedos por el contrario, se lo enciende
con una cerilla, tuerce levemente el cuello y expele el humo por el
circunspecto pliegue de los labios, como si lo enfocara la cámara para un
primer plano. ¡Con qué prestancia se desprende ahora una brizna de tabaco de la
punta de la lengua! Dejo de registrarme los bolsillos, y en la boca noto el
corazón en lugar del cigarrillo imposible: he perdido la cartera. En ella
guardo mi carnet de identidad y no puedo recurrir a las autoridades.
Un gordo se le acerca de puntillas, se enjuga la frente con un pañuelo
parecido a una bandera y, extendiéndole un vacilante papel, le suplica un
autógrafo. Los cortinajes de raso dejan pasar un oblicuo rayo de sol que
proyecta un rectángulo amarillo en el mármol. Hum, ahora tendré que acabarme la
dichosa lechuga. Pero todos los sacrificios son pocos, ¡estoy tan cerca de
conseguirlo! Tomo un bocado y mis esperanzas y la impotencia se entremezclan en
las líneas abstractas de los cuadros que desconciertan el estuco.
Tan sólo me queda por aprender una
cosa de él; no sé de qué se trata exactamente, y quizás ni él mismo sepa que lo
tiene, pero necesito saber a toda costa qué puede ser. Quiero todo lo suyo. Es
como si lo llevara escondido en la cartera, entre los documentos y las
fotografías de sus seres queridos, o formara parte de su carácter, porque no
será de esas cosas que se confíen a un cajón o una repisa. Quizás lo lleve
oculto en un zapato, debajo de una manga, en el bolsillo de los pantalones, o
mejor en el de la camisa, que está más cerca del corazón. Sí, es más que
posible que lo tenga en la cartera, y me pregunto cómo pagaré la comida si no
encuentro la mía. Creo que sólo lo utiliza en caso de apuro, como último
recurso o arma secreta que lo salve, como yo hacía pensando en el suicidio. No,
no puede ser el mero dinero.
La verdad es que siento más estima
y admiración por él que por cualquier otro hombre, pero cuando desentrañe ese
último misterio tendré que asesinarlo: no puede haber dos Paul Newman en el
mundo. Aún dispongo de un par de semanas, lo que le queda de contrato en la MGM. Entonces habrá
terminado el rodaje de esta película y se tomará unas vacaciones en París. Lo
tengo todo planeado. He sobornado a un empleado de las aerolíneas para
asegurarme un asiento a su lado en el vuelo de vuelta.
Bien, querido público, ahora ya saben cuál es mi vida: ser la sombra de
Paul Newman, unas veces delante y otras detrás suya, según la hora, la calle o
la estación del año. Si entra en algún edificio, yo lo espero abajo; y cuando
sale, lo veo desde una esquina limpiarse el carmín de los labios. Si se para en
algún escaparate, me camuflo tras un periódico, y él verá cómo estría los
maniquíes el reflejo de una sombra. Cuando coge un taxi, yo lo sigo en otro. Al
llegar a casa, me aposto en la ventana con unos prismáticos y vigilo sus
sucesivas siluetas recorriendo los visillos translúcidos del apartamento. Sé
cuál de esas ventanas corresponde al sueño, cuál a la lectura o a los ensayos.
La otra noche vi sorprendido, a través de las lentes, que yo mismo, desdoblado
en observador y observado, me acostaba en pijama debajo de su cama mientras él
se ponía el suyo, hasta que me espabiló el golpe de los binoculares en el suelo
y vi la figura de Paul contonearse al ritmo de una música muda. ¡Se había
puesto a bailar mientras yo me quedaba dormido! ¡Qué energía la suya, teniendo
en cuenta que dormimos las mismas horas! No, no estoy loco. Aunque ya veo
alguna sonrisa torcerse en sus labios, puedo asegurarles que soy una persona
sensible: ahora que escucho un espeluznante solo de saxo en la música de
ambiente, se me pone la piel de gallina. “Oh, muchas gracias. Sí, es mi
cartera; ha debido caérseme del bolsillo.” Pensándolo bien, me desharé de mi
carnet de identidad en cualquier papelera.
La silla de Paul cruje, levanto la vista del maldito rectángulo de luz
dorada, que él por fin ha dejado de mirar y ya está muy cerca de las patas del
piano, y a una señal suya el maitre acude entre resoplidos con sus andares de
pato. Deniega con la cabeza y, sin dejar de aletear con las manos, no admite
traerle la cuenta. No tiene que pagar en ningún sitio; esa es otra ventaja,
pienso, frotándome las palmas de las manos. A mí no van a invitarme, pero a
pesar del agravio dejaré en el platillo una suculenta propina para seguir
contando con la complacencia del servicio. Por nada del mundo puedo perder esta
mesa. Advierto que el saxo ha enmudecido, pero yo sigo con la piel de gallina.
Después de todo, quizás se deba a que la temperatura del aire acondicionado sea
demasiado baja.
Pierdo las formas y doy una voz y
una palmada para que me atiendan, porque veo que voy a perder a Paul a la
salida. Noto que la sangre se me agolpa en la cara cuando el maitre se vuelve
hacia mí, adoptando una expresión glacial; en una décima de segundo la
hipócrita sonrisa se ha desdibujado de su boca y la frente se ha estrechado
contra mí. Me agarro a los bordes de la mesa, refrenando el impulso de salir
sin pagar para que Paul no se me escape. Pero me consuelo observando la manera
en que avanza sorteando las mesas, muy erguido, aunque bamboleándose un poco a
la derecha y dando flexibles pasos, al tiempo que impulsa impetuosamente los
brazos, como si luchara contra el viento, pero en realidad succionado por las
mullidas alfombras. “Puedes quedarte con el cambio… ¡Oh! ¿No es suficiente?”
(continuará…)
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