Ya lo decía mi madre:
la vida nunca abrocha el botón al ojal que le corresponde y, paticorta y
despareja, siempre luce desaliñada, inexacta, insatisfactoria. O te deja la
camisa abierta o incluso sin ella, para que te mueras de frío. Y así, el mismo
desajuste que ha hecho que todo el mundo crea culpable a Eddie Taylor ha
provocado que Joan ignore al hombre que mejor puede cuidarla, yo, Stephen
Whitney, Defensor del Pueblo, y prefiera a Eddie, como sintiéndose solidaria
con su desgracia, ya que los partidarios de la mala suerte nos enamoranos de aquello
que más puede herirnos y perseguimos nuestro daño y destrucción como al más
deseable de los amantes.
¿Quién no ama lo que
más le perjudica? Sin ir más lejos, nada me duele tanto como esta misma
reflexión. Nada salvo pensar en los ojos rasgados de Joan, que parecen irradiar
toda la luz y tristeza de la noche, en su pálida delicadeza, que casi le deja
las venas a la vista, en su vulnerable ternura y en ese aire absorto que le
hace parecer tan lejos de mí. La expectación y la felicidad la alejaban en la
oficina la tarde previa a que liberasen a Eddie. Había cumplido su tercera condena.
Aunque Joan lo había conocido en un baile antes de que lo juzgaran y él le
había mentido con sus protestas de inocencia, ella acabó por convencerme de que
lo representara y para entonces, tres años después, le había conseguido la
libertad bajo palabra. Estaba seguro de que era un buen chico que solo se había
equivocado de barrio y compañías.
En todo caso es típico
de mí utilizar en mi contra el escueto poder que tengo y estrangular mis últimas
posibilidades con Joan liberando al hombre que ama. Aquella tarde a que me
refiero, antes de ir a recogerlo a la puerta de la cárcel, mientras ella
chispeaba de alegría y abrazaba en el aire el fantasma de un Eddie que no
tardaría en materializarse, yo me ahogaba de tristeza y el cadáver de mis
ilusiones ni siquieta era aún capaz de ascender a la superficie. Nunca habría creído
que pudiera entristecerme así la alegría de Joan y con tal de penalizarme le
concedí dos semanas de vacaciones para que celebrasen su simulacro de luna de
miel. Justo el tiempo que él tardaría en incorporarse al puesto de
transportista que le había encontrado; solo me faltaba comprarles la cama de
matrimonio.
Estaba seguro de que
estaban condenados a la felicidad: para Eddie no había mejor reinserción social
que el amor de Joan. La única sombra que los perseguiría como una maldición
sería la de los prejuicios contra los ex convictos. Y así, en aquellos primeros
días, con Eddie recién salido de la prisión y yo ingresado en la soledad –cómo
la odio desde que conocí a Joan-, principiaron los problemas. Los expulsaron
sin motivo de una pensión. Ella me lo contó de vuelta, pero de lo que los dos
tardamos más en enterarnos fue de que a Eddie su jefe lo insultaba, vejaba y
hasta lo despidió por un retraso de media hora en una ruta de varios días con
el camión.
Es imposible que un ex
delincuente se reforme si quienes lo rodean siguen considerándolo un criminal;
al final todos nos comportamos según lo que se espera de nosotros. Lo cierto es
que Joan y Eddie ya habían abonado la entrada por una casita en el campo. Y a
Eddie, sin dinero para afrontar el primer plazo y sin encontrar otro empleo,
después de suplicarle en vano a aquel tipejo que lo readmitiera, debió acosarle
la tentación de volver con sus antiguos correligionarios cuando por casualidad
se cruzó con ellos.
Ahora él jura y perjura
que no ha participado en el atraco al furgón que aquéllos perpetraron a las
puertas del First National Bank, y que aunque le pertenece, el sombrero que con
sus iniciales fue hallado en el lugar del crimen lo colocaron sus antiguos
compañeros para achacarle el golpe. Y yo creo que dice la verdad: la vida es lo
bastante chapucera para que sea así. Como decía mamá, la camisa siempre está coja, despareja o desabrochada. Y rehabilitado por el amor, es imposible que se haya
arriesgado a una cuarta condena que en este estado lleva conlleva la silla
eléctrica. Ojalá pudiera creerlo culpable.
Desde luego, para Joan
también es inocente. De hecho, confiando en que le harían justicia, lo instó a
entregarse. Por mi parte, le guardo a Eddie una especie de confianza de segundo
grado. Confío en él porque la persona que amo así lo hace, y los ingenuos
creemos en la clarividencia del amor. De todos modos, es imposible seguir
siendo un criminal si Joan te ama. En ese caso hasta yo me rehabilitaría de mi
resignación y me reformaría de mi tristeza.
Y sin embargo, acaban
de declararlo culpable. Los miembros del jurado han mirado a Eddie con la misma
actitud de los dueños de aquella pensión o el gerente de la empresa de
transportes. En realidad esta situación se parece a una enfermedad contagiosa,
a una cadena de sufrimientos o una cuerda de presos. La desgracia se ha
enamorado de Eddie, para librarlo de ella Joan lo ama cuanto más lo acosa la
otra –celosa-, y mi amor por Joan aumenta conforme mis posibilidades con ella
tienden a cero.
Y los tres apreciamos
demasiado a nuestra mala estrella como para que alguna noche deje de
ensombrecernos el camino.
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