Solo porque me gustaba
cantar y bailar en el patio de nuestra casa en Boston, los vecinos vertían sus rumores en el sumidero y
murmuraban que yo le había salido a mi padre -¡un trapecista!- y sería una
aventurera. Así que en cuanto cumplí los veintiuno me apresuré a darles la
razón. Me fui de casa, y fue oírme al piano y contratarme en un club; pero como
hasta en mi apartamento seguían filtrándose los chismes procedentes de mi
encopetada familia materna, le pedí al jefe que me pusiera en contacto con un
colega suyo de Panamá.
En Boston me oprimía el
ambiente enrarecido de hipocresías y represiones, y entre tanto sepulcro
blanqueado me sentía como aquel gorrión que de niña vi debatirse con un ala
herida en el fango del prado comunal. También yo quería echar a volar. Mi padre
había seguido haciéndolo en el trapecio, pese a que mi madre lo amenazó con
divorciarse si no abandonaba el circo. Presentía que
cualquier ciudad americana sería otro pozo bullente de las culebras de las
hablillas y no dejarían de considerar escandalosa mi profesión.
Pero por aquí, en la
esbelta cintura de las dos Américas, las cosas no son muy distintas. He tenido
que abandonar el último espectáculo, cerca de la frontera, porque el dueño
insistía en invitarme un fin de semana a su rancho. Igual que en Boston, toman
que yo sea “alegre” por algo muy distinto y creen que porque sea artista pueden
robarme mucho más que unas cuantas risas o que no voy a advertirles que dejen
las manos quietas. De todos modos, por borrachos o atraídos que se sientan, hay
un rasgo en mí, en parte infantil o familiar, y en parte glacial, que al final
los obliga a respetarme.
Lo hicieron esos dos
aviadores que conocí nada más desembarcar en Barranca, quizá porque vieron en
la mejilla del contramaestre –o en mis uñas rotas- que éste había tardado en
comprender que “corista” no es un eufemismo de ninguna otra profesión. Como Joe
y Les me cayeron bien dejé que me invitaran a un trago en el bar del dueño de
la compañía aérea, el Holandés, un tipo entrañable. Aunque eran muy simpáticos,
no me gustó la vehemencia con que se disputaron el honor de pagar, como si esto
les diera derecho a algo más, y al final invitó el Holandés, que les advirtió
que no siguieran bebiendo porque alguno de los dos tendría que sustituir al
encargado de llevar el correo. Lo echaron a suertes y perdió Les.
Sin embargo, por orden
de Geoff, el jefe, fue Joe quien acabó haciendo el trabajo. Geoff es un moreno
serio y taciturno, que me recordó a alguien que no acababa de identificar, con
la mirada fanática de quienes cumplen una vocación y con toda la atención y la
energía concentradas en su labor, como si lo único que hubiera en el mundo
fuera esta flotilla de aviones que comanda. Fue conocerlo y enfurecerme con él:
cuando supo que era corista, me miró como el contramaestre.
Ya que se accedía al
aeródromo por la puerta trasera del bar, salimos a presenciar el despegue.
Llovía, la niebla se enroscaba a ras de suelo y en las alturas aullaba el viento
dispersando los cendales como gatos a la carrera. Me emocionó ver despegar en
tales condiciones a ese cacharro de dudoso fuselaje, exhibiendo el precario
orgullo y el tesón de los seres humanos; me recordó a aquel gorrión herido que
a pesar de todo logró levantar vuelo y a mí misma, cuando me fui de casa y
logré desertar de Boston. Aquel avión era el pájaro que siempre he soñado ser.
Desgraciadamente, las
condiciones empeoraron y por radio Geoff ordenó a Joe que volviera. Encendieron
los focos en la pista, pero a través de la ciega niebla Joe apenas veía nada y
al primer intento casi se llevó dos árboles por delante. La segunda vez una
palmera le segó un ala y el avión se estrelló en una bola de fuego. De nada
sirvió la ambulancia.
En un principio Geoff y
yo nos zarandeamos, infligiéndonos la culpa uno al otro, ya que como le quedaba
combustible puede que Joe de veras hubiese intentado aterrizar con tal de cenar
conmigo. Luego nos quedamos petrificados en la pista él y yo, el Holandés y Kid
–el segundo de Geoff-, como cuatro estatuas de la desolación. Y aun así advertí
que la inmovilidad de Geoff era de una cualidad especial, estaba dotada de una
dureza diamantina capaz de cortar cualquier superficie, de doblegar toda
resistencia que obstaculizase la consumación de su objetivo: hacer funcionar la
compañía aérea. Aquella era su misión en el mundo.
Y lo increíble es que
la niebla se ha desleído un poco y ya se dispone a despegar otro avión. Estos
hombres tienen gasolina en las venas y están dispuestos a prenderla al fuego de
su pasión por volar. Me disculpé con Geoff y él casi también. En el bar todos
se pusieron a beber y bromear como si nada y Geoff hasta tuvo estómago para
comerse el filete que habían reservado para el pobre Joe. Ante tal
insensibilidad rompí nuestra tregua y salí enfurruñada.
Sin embargo, Kid, que
lleva veintidós años volando, me lo acaba de explicar. Desafortunadamente, para
ellos la muerte no es una visita rara, sino casi familiar, y por tanto, en vez
de recibirla con solemnidad, la aceptan con desenfado y la tratan con
desenvoltura. Después de eso, he empezado a mirar a Geoff de otra manera. Y
acabo de descubrir a quién me recuerda: su seriedad y tensión eran las de mi
padre antes de saltar al trapecio, incluida aquella noche fatal. Ambos sienten la misma
indiferencia por el pasado (no hace ni media hora que Joe murió) y por el
futuro, ya que para los íntimos del aire el tiempo adquiere una dimensión
diferente.
Corren tan deprisa que no les queda ningún
futuro.
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