Es lo que les digo a
los padres de los alumnos cuando me preguntan por el futuro de sus chicos, que
creemos elegir el camino pero en realidad somos nosotros mismos el camino por
donde ruedan los hechos, somos la piedra y a la vez el vehículo que elige el
destino para cumplir su palabra. Tom y yo elegimos la ruta del desierto porque
aunque es más larga parecía más limpia de peligros, y al final nuestra calesa
ha encallado en este mar de arena que menos al niño nos servirá de sepultura.
Hace una semana que Tom
y yo salimos de nuestra granja de Nueva Jerusalén para celebrar con mis tíos la
Navidad en Welcome, Arizona, el pueblo del que mi familia es oriunda, y donde
Pearley, el marido de mi tía, es sheriff. Yo no salía de cuentas hasta año
nuevo y quería que el bebé naciera y fuera bautizado, con mis tíos de padrinos,
en nuestro pueblo. Tom me lo había prometido. Seguro que el bueno de Pearly
lleva ya varios días subiendo cada mañana a la loma intentando atisbar a lo
lejos la nube de polvo de nuestro carro, pero solo podrá ver el de sus
esperanzas de vernos disgregándose por el horizonte.
Aunque veníamos
abastecidos de agua, le insistí a Tom que no se dejara atrás el desvío de
Terrapin para reponer los barriles en el depósito; el pobre era muy despistado
y, pese a que masculló protestando por mi insistencia, al despertar y salir al
pescante, advertí que no habíamos dejado el sol al oeste: había olvidado tomar
el cruce. Volvimos y perdimos casi medio día.
Tan soñador y delicado
como es –era, no me acostumbro a…-, Tom no acababa de adaptarse a la vida de
campo. El sol le pintaba ronchas en la cara, pálida de ensoñaciones, y a la
segunda paletada en el huerto ya estaba resoplando. El único defecto de Pearley
es el de impacientarse con él cuando nos vemos; si intentando partir leña lo ve
a punto de amputarse un pie, o vuelca el cubo de la leche recién ordeñada, le
da la espalda y se dirige a mí haciendo visajes de sulfuración y en los labios
puedo leerle que me pregunta cómo he podido casarme con semejante mentecato. Perley
es todo lo contrario que él, un hombretón recio y práctico, de puntería exacta
y con el ímpetu de un toro, al que cada cuatro años los vecinos renuevan su
confianza. Y justo por eso, como le digo a mi tía, es perfectamente impermeable
a la poesía.
Si la gente critica a
Tom por ser pusilánime y odiar a los caballos, si con más o menos razón lo
llaman incapaz o debilucho, y lo acusan de ocultarse debajo de la cama en cuanto
oye un disparo o hasta a un estornino que confunde con una señal de los sioux,
es porque en el Oeste la gente es demasiado ruda para apreciar su imaginación,
la sensibilidad de su carácter, su reconcentrada timidez, la delicadeza de sus
modales, rasgos que aunque lo hagan poco apto para el trabajo lo convierten en
el marido más dulce y distinguido al norte de Río Bravo… siempre y cuando no
tenga una botella de whisky a su alcance… Es verdad que se distrae fácilmente y
que como todos los poetas es algo torpe y lento, vago y amigo de parrandas y
mujerzuelas, pero nadie ve la otra cara de la moneda… y sigo hablando de él
como si aún viviera…
Finalmente, hace cuatro
días, llegamos aquí, al depósito de Terrapin, donde el agua no parecía
precisamente rebosar. Como empecé a sentirme débil y con náuseas, me vine a
echarme bajo la capota, no sin advertirle que sacara la arena y esperase a que
el sumidero se llenase, y cometí el error de dormirme. No sé cuánto después me
despertó una explosión, me asomé alarmada y aturdida por igual, y tardé en
comprender qué había pasado. Como Tom era enemigo jurado de la pala, no se le
había ocurrido sino poner un cartucho de dinamita para hacer brotar el agua
como si este pozo fuera un surtidor de Versalles. Lo encontré a cuatro patas,
ileso. Todo lo contrario que el depósito, que había quedado inutilizado para
siempre. El explosivo agrietó el fondo de granito y destrozó los lados, con lo
que lo ha secado para siempre, y por culpa de Tom en los próximos años, junto a
mi esqueleto, se descarnarán decenas de cadáveres de viajeros que habrán
calculado sus reservas a la gota antes de llegar aquí.
Me indigné tanto con Tom
que a punto estuve de llamarlo inútil como hacía mi tío y empezaron las
contracciones. Para colmo había dejado sueltos los caballos, que fueron a lamer
el fondo del pozo y locos de sed salieron desbocados. Él salió tras ellos y
después de cuatro días he perdido las esperanzas de que vuelva. Se habrá
perdido y perecido: el sentido de la orientación tampoco era su fuerte.
Ayer se me acabó el
agua, y cuando empezaron los calambres mis plegarias fueron oídas y
providencialmente llegaron estos tres viajeros a socorrerme. Son Bob, el que me
encontró, un caballero alto y robusto, de mirada pura y expresión honrada;
William, un ingenuo joven de pelo color zanahoria y pecas; y Pedro, el que esta
noche me ha ayudado a alumbrar a mi hijo, un mexicano burlón y pendenciero,
pero de buen fondo. Llegaron tan exhaustos, sedientos y harapientos que pensé
que los forajidos les habrían robado los caballos; pero de lo huidizo de sus
ojos, los gestos furtivos y la manera en que miran por encima del hombro, he
concluido que los forrajidos son ellos.
Y sin embargo, en esta
situación no elegiría a nadie mejor que los tres para salvar a mi hijo y
llevarlo a través del desierto a casa de mis tíos. La nobleza de sus
sentimientos y la emoción genuina de sus actitudes me han convencido de la
sinceridad de sus juramentos de hacerlo, como si hubieran encontrado en mi hijo
la ocasión de redimirse o el secreto motivo de que sus erráticos –y errados-
pasos los hayan traído aquí. Puede que me haya equivocado en juzgar a alguna
gente, quizá he idealizado demasiado a Tom, pero si de algo en mi vida he
estado segura es de que puedo confiar más en estos tres que en la mayoría de
quienes se proclaman del lado de la ley.
Para comprometerlos más
como padrinos, y como en verdad si llega a ser hombre será gracias a ellos, le
he dado al niño el nombre de los tres: Robert William Pedro. Si sobrevive, el
pobrecito no tendrá quien lo arrope por las noches, ni quien le cure las
heridas o le enseñe a rezar; y lo peor de todo es que nunca conocerá a su
padre.
Qué extraño, pensé que
había amanecido hace un rato y sin embargo está anocheciendo…
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