Si bien es fácil saber
que tarde o temprano todas las historias acabarán en un puñado de cenizas
desmenuzadas en una urna funeraria, no lo es tanto conocer exactamente cómo o
cuándo empezaron. Por ejemplo, mi relación con Espartaco se inició porque me
quedé sin gladiadores en mi escuela de Capua y me dirigí a las minas de Libia,
mi cantera de ellos. Pero necesitaba gladiadores porque uno de los cónsules es
aficionado a los combates y me había dispensado licencia para abrir otros dos
baños públicos; y si yo necesitaba invertir en dichos establecimientos era para
evadir del erario las comisiones ganadas en el comercio de trigo de Hispania,
esa corrupta provincia; y si el trigo… En fin, lo que digo, que no se puede
desovillar el pasado hasta el principio.
Convengamos en que todo
empezó aquella ardiente mañana en que por unos pocos denarios libré a cierto
esclavo tracio llamado Espartaco de la condena a muerte por haber mordido a un
soldado en la pantorrilla (como a los caballos, les mido a los esclavos el
vigor por la dentadura) y me lo llevé a Capua, a ver si mi capataz, el liberto
Marcelo, podía hacer un gladiador de él. Después de concluir negocios tan prósperos
decidí quedarme una temporada allí. Era mi residencia favorita y tengo en Roma
un apoderado que no me engaña más de lo justo. Aunque me horroriza la sangre, y
por ello procuraba que la muerte nos visitara lo menos posible, adoraba aquel
lugar por el espectáculo de musculosos torsos brillantes de aceite, de fibrosos
miembros y bíceps a punto de estallar, por el florecimiento de tanta fuerza en
plena tensión y de bellezas estatuarias que… , pero tengo que reportarme,
aunque en Roma ya nadie se engaña respecto a mis gustos y por lo demás estos
están tan extendidos en el Foro como el uso de la litera.
Pues bien, fue
Espartaco aprendiendo su oficio, y por más que le había salvado la vida y
rescatado del azote del sol y del látigo, y por lo demás en mi escuela se comía
bien, los esclavos tenían cubículos propios, recibían todo tipo de cuidados y a
algunos hasta yo mismo les daba masajes, él no deponía su actitud hosca y
altanera, más digna de un patricio. ¡Ya podría haber empezado la revolución de
los esclavos en cualquier casa de los patricios, que con tanto rigor los tratan,
en vez de en la mía, donde incluso nos ocupábamos de su vida sexual!
Como iba diciendo,
Espartaco tenía la mirada de hierro, el odio forjado en el ceño, y con el sudor
en los hoyos de las mejillas y en la hendidura de la barbilla parecía
destilársele el más acerbo furor, salvo cuando se cruzaba con la esclava
Varinia, la única capaz de suavizarlo. Con la que, por otro lado, era
sexualmente impotente. Son curiosas las formas que puede adoptar el amor, desde
el paralizante magnetismo que los unía a esos dos, a la agitada carnalidad de
mis múltiples y simultáneas uniones.
Todo fue bien hasta que
amaneció el nefasto día en que Marco Licinio Craso, primer general de la
república, y su favorito Publio Gabrio vinieron, con la hermana y la prometida
de éste, a honrar mis umbrales, y me apresuré a cubrir la efigie de Graco –el
tribuno- y a disponer los mejores vinos. Partidario de los poderosos, captador
de prebendas y voluntades, pese a mi opulento vientre, en política soy una
especie de equilibrista que sin mirar a izquierda ni a derecha se apresura a
alcanzar sus estancias favoritas, el atrio o el gineceo, y como virtuoso de
todo vicio y de ninguna virtud vicioso, alterno con todos los partidos. No
tengo otro remedio: incluso en gastronomía mis gustos son muy caros.
Así que hice por agasajar
a visitantes tan ilustres como Craso y Gabrio, que venían con las mujeres a
presenciar un espectáculo de mis hombres. Craso se encaprichó de la
esclava Varinia y aproveché su debilidad para vendérsela por dos mil
sestercios; uno de sus muchos talentos es ser ambidextro, uno de esos
afortunados que gustan tanto de almejas como de cigalas. A ellos dos me bastó
con adularlos para que me ofrecieran veinticinco mil sestercios por el combate,
pero aquel par de harpías insistieron en que los míos pelearan a última sangre y en
seleccionar ellas mismas a los cuatro que lucharían, como en un harén masculino
donde se eligiera para la muerte y no para el amor. Espartaco sería de la
partida.
Siempre he detestado
los combates a muerte porque luego una sensación de descontento tan duradera
como una de mis resacas impregna la arena, se vicia nuestro ambiente de
camaradería, y el siroco del desánimo sopla sobre los hombres, que se vuelven
taciturnos. Pero lo que nadie esperaba fue lo que ocurrió esta vez. A Draba, el
gigante etíope que tenía a su merced a Espartaco, cuando las damas hundieron
los pulgares, en vez de ensartarlo con el tridente, no se le ocurrió sino
lanzar éste sobre ellas y escalar el palco, donde el mismo Craso tuvo que
degollarlo. Ahora comprendo el significado de aquel gesto. Gracias a aquel
etíope los gladiadores comprendieron que sus verdaderos enemigos no estaban en
la arena, sino mucho más arriba.
Y aquella noche el valor
y el orgullo debió henchir como un sueño de portentos las conciencias de los
esclavos, que al día siguiente se rebelaron en las cocinas y asesinaron al
bueno de Marcelo. Como odio las peleas fuera de la arena, decidí ocuparme en
persona del traslado de Varinia a casa de Craso y brindé a mis subordinados la
oportunidad de sofocar el motín. A medio camino ella se me escapó y no había
alcanzado la Via Apia cuando supe que los esclavos, capitaneados por Espartaco,
campeaban por mis propiedades.
Ocupé mi casa, próxima
al Senado, y para evadirme de mis problemas mandé a mis efebos griegos que
trajeran vino de su país, clausuré mis puertas y durante largo tiempo nadie
pudo ver por la calle a esos estilizados jóvenes ni la oronda figura de cierto
negociante que acababa de perder sus propiedades de Capua, ni consolarlo por
ello. Paulatinamente, a través del muelle acolchamiento que velaba mis
sentidos, me fueron llegando noticias de cómo Espartaco y los suyos saqueaban y
quemaban más de cien propiedades y a su paso iban levantando a los esclavos en
una sublevación inusitada.
El día que mi resaca
remitió del todo supe que aquel temible ejército irregular había vencido al
mismo Glabrio que contra ellos comandaba la guarnición de Roma, el mismo que
acompañó a Craso en aquel último combate en Capua. Ya he dicho que se sabe
cuándo se gestan los acontecimientos tan poco como las tormentas; y si aquel
infausto día no hubieran decidido visitar la escuela, la historia de Roma
habría cambiado.
Primero los romanos
cometieron el error de infravalorar a Espartaco; nadie mejor que yo sabe cuánto
puede un ejército de gladiadores. Y ahora que han pasado al otro extremo y el
pavor invade el Foro como una crisis financiera y muchos hacen el equipaje
creyendo a Espartaco a las puertas de Roma, ha llegado la hora de resarcirme y
comprar barato las residencias de esos cobardes.
Solo los borrachos y
los poetas, los locos y los niños pueden creer que algún día Espartaco conquistará Roma y los esclavos
olvidarán sus cadenas.
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