jueves, 10 de enero de 2013

ESPARTACO


                   


Si bien es fácil saber que tarde o temprano todas las historias acabarán en un puñado de cenizas desmenuzadas en una urna funeraria, no lo es tanto conocer exactamente cómo o cuándo empezaron. Por ejemplo, mi relación con Espartaco se inició porque me quedé sin gladiadores en mi escuela de Capua y me dirigí a las minas de Libia, mi cantera de ellos. Pero necesitaba gladiadores porque uno de los cónsules es aficionado a los combates y me había dispensado licencia para abrir otros dos baños públicos; y si yo necesitaba invertir en dichos establecimientos era para evadir del erario las comisiones ganadas en el comercio de trigo de Hispania, esa corrupta provincia; y si el trigo… En fin, lo que digo, que no se puede desovillar el pasado hasta el principio.

Convengamos en que todo empezó aquella ardiente mañana en que por unos pocos denarios libré a cierto esclavo tracio llamado Espartaco de la condena a muerte por haber mordido a un soldado en la pantorrilla (como a los caballos, les mido a los esclavos el vigor por la dentadura) y me lo llevé a Capua, a ver si mi capataz, el liberto Marcelo, podía hacer un gladiador de él. Después de concluir negocios tan prósperos decidí quedarme una temporada allí. Era mi residencia favorita y tengo en Roma un apoderado que no me engaña más de lo justo. Aunque me horroriza la sangre, y por ello procuraba que la muerte nos visitara lo menos posible, adoraba aquel lugar por el espectáculo de musculosos torsos brillantes de aceite, de fibrosos miembros y bíceps a punto de estallar, por el florecimiento de tanta fuerza en plena tensión y de bellezas estatuarias que… , pero tengo que reportarme, aunque en Roma ya nadie se engaña respecto a mis gustos y por lo demás estos están tan extendidos en el Foro como el uso de la litera.

Pues bien, fue Espartaco aprendiendo su oficio, y por más que le había salvado la vida y rescatado del azote del sol y del látigo, y por lo demás en mi escuela se comía bien, los esclavos tenían cubículos propios, recibían todo tipo de cuidados y a algunos hasta yo mismo les daba masajes, él no deponía su actitud hosca y altanera, más digna de un patricio. ¡Ya podría haber empezado la revolución de los esclavos en cualquier casa de los patricios, que con tanto rigor los tratan, en vez de en la mía, donde incluso nos ocupábamos de su vida sexual!

Como iba diciendo, Espartaco tenía la mirada de hierro, el odio forjado en el ceño, y con el sudor en los hoyos de las mejillas y en la hendidura de la barbilla parecía destilársele el más acerbo furor, salvo cuando se cruzaba con la esclava Varinia, la única capaz de suavizarlo. Con la que, por otro lado, era sexualmente impotente. Son curiosas las formas que puede adoptar el amor, desde el paralizante magnetismo que los unía a esos dos, a la agitada carnalidad de mis múltiples y simultáneas uniones.

Todo fue bien hasta que amaneció el nefasto día en que Marco Licinio Craso, primer general de la república, y su favorito Publio Gabrio vinieron, con la hermana y la prometida de éste, a honrar mis umbrales, y me apresuré a cubrir la efigie de Graco –el tribuno- y a disponer los mejores vinos. Partidario de los poderosos, captador de prebendas y voluntades, pese a mi opulento vientre, en política soy una especie de equilibrista que sin mirar a izquierda ni a derecha se apresura a alcanzar sus estancias favoritas, el atrio o el gineceo, y como virtuoso de todo vicio y de ninguna virtud vicioso, alterno con todos los partidos. No tengo otro remedio: incluso en gastronomía mis gustos son muy caros.

Así que hice por agasajar a visitantes tan ilustres como Craso y Gabrio, que venían con las mujeres a presenciar un espectáculo de mis hombres. Craso se encaprichó de la esclava Varinia y aproveché su debilidad para vendérsela por dos mil sestercios; uno de sus muchos talentos es ser ambidextro, uno de esos afortunados que gustan tanto de almejas como de cigalas. A ellos dos me bastó con adularlos para que me ofrecieran veinticinco mil sestercios por el combate, pero aquel par de harpías insistieron en que los míos pelearan a última sangre y en seleccionar ellas mismas a los cuatro que lucharían, como en un harén masculino donde se eligiera para la muerte y no para el amor. Espartaco sería de la partida.

Siempre he detestado los combates a muerte porque luego una sensación de descontento tan duradera como una de mis resacas impregna la arena, se vicia nuestro ambiente de camaradería, y el siroco del desánimo sopla sobre los hombres, que se vuelven taciturnos. Pero lo que nadie esperaba fue lo que ocurrió esta vez. A Draba, el gigante etíope que tenía a su merced a Espartaco, cuando las damas hundieron los pulgares, en vez de ensartarlo con el tridente, no se le ocurrió sino lanzar éste sobre ellas y escalar el palco, donde el mismo Craso tuvo que degollarlo. Ahora comprendo el significado de aquel gesto. Gracias a aquel etíope los gladiadores comprendieron que sus verdaderos enemigos no estaban en la arena, sino mucho más arriba.

Y aquella noche el valor y el orgullo debió henchir como un sueño de portentos las conciencias de los esclavos, que al día siguiente se rebelaron en las cocinas y asesinaron al bueno de Marcelo. Como odio las peleas fuera de la arena, decidí ocuparme en persona del traslado de Varinia a casa de Craso y brindé a mis subordinados la oportunidad de sofocar el motín. A medio camino ella se me escapó y no había alcanzado la Via Apia cuando supe que los esclavos, capitaneados por Espartaco, campeaban por mis propiedades.

Ocupé mi casa, próxima al Senado, y para evadirme de mis problemas mandé a mis efebos griegos que trajeran vino de su país, clausuré mis puertas y durante largo tiempo nadie pudo ver por la calle a esos estilizados jóvenes ni la oronda figura de cierto negociante que acababa de perder sus propiedades de Capua, ni consolarlo por ello. Paulatinamente, a través del muelle acolchamiento que velaba mis sentidos, me fueron llegando noticias de cómo Espartaco y los suyos saqueaban y quemaban más de cien propiedades y a su paso iban levantando a los esclavos en una sublevación inusitada.

El día que mi resaca remitió del todo supe que aquel temible ejército irregular había vencido al mismo Glabrio que contra ellos comandaba la guarnición de Roma, el mismo que acompañó a Craso en aquel último combate en Capua. Ya he dicho que se sabe cuándo se gestan los acontecimientos tan poco como las tormentas; y si aquel infausto día no hubieran decidido visitar la escuela, la historia de Roma habría cambiado.

Primero los romanos cometieron el error de infravalorar a Espartaco; nadie mejor que yo sabe cuánto puede un ejército de gladiadores. Y ahora que han pasado al otro extremo y el pavor invade el Foro como una crisis financiera y muchos hacen el equipaje creyendo a Espartaco a las puertas de Roma, ha llegado la hora de resarcirme y comprar barato las residencias de esos cobardes.

Solo los borrachos y los poetas, los locos y los niños pueden creer que algún día Espartaco conquistará Roma y los esclavos olvidarán sus cadenas.                                                   

                                                                                                                                                                                             

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