Todos conocemos hasta el empacho las hazañas de Lawrence de Arabia, su incorporación al Servicio de Inteligencia Militar de El Cairo al estallido de la Gran Guerra y su misión de sondear la disposición de las tribus de la península Arábiga a rebelarse contra los turcos, su encuentro con Faysal o con Auda, la toma de Aqaba, la guerra de guerrillas contra los otomanos y la voladura de ferrocarriles, la captura de Damasco… Y ahora, esta poética superproducción que David Lean estrenó el año pasado viene a amplificar la sombra de una leyenda que solo yo, Jackson Bentley, forjé hace treinta años con mis artículos de corresponsal desde el mismísimo teatro de operaciones, ya que me incorporé a las tropas irregulares de beduinos comandadas por el propio T. E. Lawrence.
En efecto, había
llegado yo a la región en una coyuntura en la que todos necesitábamos un héroe:
los partidarios de que EEUU entrara en la guerra, Faysal para su imposible
causa de crear un estado árabe –idea que le inspiró Lawrence-, el ejército
británico para mantener la moral y mi jefe para aumentar la tirada del Herald.
Tan conocido como todo lo anterior es el desencanto con que Lawrence abandonó
Arabia tras solicitar su relevo al general Allenby al descubrir la oquedad de
las promesas que su propio país y Francia habían dado a los árabes, pues por
mediación del tratado Sykes-Picot ambas potencias se repartieron la península
en sendas zona de influencia.
En cambio, lo que casi
todo el mundo ignora (menos los veteranos lectores del Herald) es qué fue de
Lawrence a partir de que dejó atrás su querido desierto y desde la ventanilla
del avión vio el último destello de aquel océano de arena que para él era el
puro cielo, hasta que murió en 1935, hace ya casi treinta años. De modo que
solo los suscriptores más antiguos del periódico recordarán, si es que sus
neuronas no han sufrido cortocircuito, que igual que fui el cronista de su
gloria, gracias a la entrevista que en 1934 milagrosamente me concedió en su
casa de Clouds Hill, también me convertí en testigo de sus años de decadencia,
paradójicamente más tortuosos que sus sedientas marchas a través del Sinaí.
A su regreso de la
guerra se recuperó fácilmente de la desnutrición y demás secuelas físicas con
que venía lastrada su constitución (medía veinticinco centímetros menos que
Peter O’Toole y parecía macrocefálico), pero ni siquiera su voluntad de acero
pudo contra los traumas psíquicos que le reportaron sus aventuras por Oriente
Medio. Y con ello no me refiero a las heridas abiertas por sus frustraciones
políticas, sino a la neurosis que le impuso su desastrosa incursión a Deraa.
Lawrence se había infiltrado allí con su chilaba para valorar las posibilidades
de un levantamiento de la población contra los turcos. En seguida fue detenido
por la policía y en la comisaría parece que el gobernador, un curioso
personaje, lo tomó por circasiano. Como Lawrence rechazó sus insinuaciones
eróticas, lo mandó azotar y violar.
Si bien desde entonces
algunos lo notaron menos humanitario, las subsiguientes campañas militares y el
típico endurecimiento del soldado veterano camuflaron las consecuencias de un
shock que más tarde, en la paz de la campiña inglesa, se desató con toda
crudeza. Para colmo, en una de sus desafortunadas actuaciones diplomáticas, no
logró de Francia que su querido Feysal (Alec Guiness tendrá por siempre su
rostro) fuera recibido en la conferencia de Versalles. Para llenar el vacío del
presente no se le ocurrió sino resucitar el pasado escribiendo su historia en
las más de mil páginas de “Los Siete Pilares de la Filosofía”, pero en la
entrevista él mismo, con esa voz tersa y sepulcral que seguía poniendo, me
reconoció ser un prosista lamentable. Y aunque la leyenda dice que oscuros espías
le hurtaron el manuscrito, me dijo que camino de su editor él mismo se lo dejó
en una cabina de teléfonos y cuando volvió cinco minutos después ya no estaba en
la repisa. También me confesó que había sido un olvido freudiano debido a que
subconscientemente sabía que el mamotreto era más árido que los desiertos que
describía y que debía reescribirlo. Lo cual hizo, pero no por eso los futuros
lectores -yo mismo- dejaron de agotarse
como peregrinos con las penalidades de su estilo, desorientados entre unas
páginas que como puñados de arena se les caían de las manos.
Lo más significativo de
su caso era que ya no se interesaba por sus antiguas aficiones, la arqueología
(se graduó como historiador), el estudio de los hititas y la arquitectura de
los cruzados. Traspasado por la soledad de su casa en el campo –el silencio
inglés le parecía preñado de amenazas, mientras que el del desierto, que podía
preceder a una emboscada, le resultaba puro-, el hastío prosperaba con la
humedad del clima, su espíritu se agrietaba con las mismas rajas de la sequía
en los páramos egipcios, el horizonte de su aburrimiento lo cercaba y solo se
consolaba rememorando sus hazañas y combinándolas en la segunda versión de su
manuscrito original, que ahora estaría sirviendo a alguien de papel de fumar.
Quien había ascendido
tan pronto por la resbaladiza duna del éxito, solo podía rodar. Aunque Lawrence
odiaba su leyenda y el juego de distorsionadas sombras y destellos que todos
proyectamos de su figura, estaba orgulloso de sus hazañas. Y sabía que éstas no
habían servido de nada (los mismos árabes persistían en sus disputas tribales)
y que el resto de su vida apenas sería, como esos raros ecos que a veces
produce el desierto, una sombra del luminoso oasis de su juventud. Pero lo peor
era que un día se sorprendió entreverando sus recuerdos con la leyenda, y llegó
a preguntarse si su paso por “El yunque del sol” no sería un espejismo de la
memoria.
Quizá con una compañera
habría evitado el infierno de despersonalización y odio al presente en que
incurrió. Varias veces se alistó con pseudónimos en el ejército, en el 21 y el
22, e incluso en el 25, tras recibir varias negativas, amenazó con suicidarse
si no lo transferían a las fuerzas aéreas. Sirviéndome la enésima limonada
(como periodista creo que el whisky le habría ayudado) me dijo que con la
anonimia pretendía contrarrestar aquella exacerbación de la individualidad que
le habían suscitado la fama y la gloria. Pero aquella no fue la solución.
Porque siempre acababa por descubrirlo algún colega de la prensa y en el
ejército le daban la baja temiendo una publicidad negativa. Le perseguía el
mito como un perro bulímico del que es imposible librarse.
Quería desembarazarse
de la leyenda pero seguía añorando su periplo arábigo. Así que volvió a escribir
otra versión –por suerte abreviada- de sus aventuras. También me dijo que se
había aficionado a las motos, él, que había recorrido miles de millas a pie o
en camello. Ya que le gustaba tanto el psicoanálisis, yo mismo podría haberle
explicado qué buscaba en la velocidad, pero empecé a sentirme incómodo en aquel
salón semi vacío donde el silencio se puso a crecer como en el desierto y él se
había quedado mirando al vacío como atisbando a lo lejos una caravana de
beduinos.
Murió de un accidente
que tuvo con la Brough, su moto preferida, por haber acelerado al máximo camino
de la oficina de correos de Bovington. No pudo ver la película de David Lean.
Estoy seguro de que hubiera sido el único espectador del mundo a quien no le habría gustado: odiaba su leyenda.
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