“Buenas tardes. Sí, he reservado la mesa de costumbre: la del cactus; me
he acostumbrado a ella. Muy amable, gracias.” El maitre ha resoplado y me ha
hecho una reverencia. No me extraña, después de la última propina. Me he
arriesgado a pedir el Martini. Hoy es un poco más tarde que el jueves pasado;
el rectángulo de sol ya toca una pata del piano. ¡Magnífico! En el menú han
sustituido la lechuga por endibias; sin embargo, el plato del día es pato a la
naranja. Espero que Paul no lo pida, porque desde que de niño veía a mi madre
retorcerles el pescuezo a los pollos de la granja, no he superado mi
repugnancia por la carne de ave. Un revuelo de plumas, algún espasmódico estremecimiento,
el último cacareo del cuello agonizante, procedentes del regazo que me había
dado vida, y todo había terminado. Pero tengo un prodigioso plan para que eso
deje de ser un problema.
Me he permitido el lujo de llegar a La Scala antes que él porque, además de ser jueves,
he oído claramente cómo invitaba a venir al director de la película, que ha
declinado con la excusa de otro compromiso. Mejor. Ni a Paul ni a mí nos ha
importado nunca comer solos; nos tenemos uno al otro. De hecho, lo acompañaré
en su última cena, en el avión. A veces pienso que debería darle la oportunidad
de aceptar un intercambio de nuestros destinos. Él sería yo y yo sería él. De
mutuo acuerdo y sin violencia. Me pregunto si en ese caso también él se
dedicaría a perseguirme a mí, como yo ahora a él. Podría ser que, descontento
de su ajetreada vida y deseoso de intimidad, aceptara, aunque no tardaría en
arrepentirse. Quizá tenga arrebatos en que maldiga su suerte y jure dejar el
cine, o a veces se sienta cansado y crea que ya ha ganado suficiente; pero
nadie puede renunciar a ser Paul Newman para siempre, sobre todo después de
haberlo sido. Por desgracia, el mundo no es lo suficientemente ancho para los
dos, como le decía a su rival en el último western.
Ya se está llenando La Scala. Pero cesa el rumor de las conversaciones;
unos aplausos han estallado en el vestíbulo, y entre flashes se abren las
compuertas de cristal donde oscilaban unas sombras dementes: Paul Newman se
dirige sonriendo a su mesa de costumbre, junto a la mía. Pienso con alivio que,
como esta vez me verá ocupar mi sitio antes que él, se disiparán sus sospechas.
El maitre resopla en mi oreja. Aunque estén acostumbrados a los famosos, los
hombres detienen los cubiertos y las mujeres siguen su paso con húmedas
miradas. Se me enrosca al cuello la serpiente de la envidia, así que,
aprovechando que nadie me mira y él viene de sport, me quito la corbata. Todas
las comensales querrían hacer el amor con él o que fuera su yerno, o mejor,
ambas cosas a la vez. ¿Qué se sentirá al suscitar tantas emociones? Ya puedo
respirar, pronto lo sabré.
Lo cierto es que ha transcurrido otra semana y aún no he desvelado su
último secreto, recuerdo, tensando la corbata debajo de la mesa. Lo peor de
todo es que no sé por donde empezar, o más bien que ya lo he intentado todo.
Hoy hasta me he probado las lentillas azules y me he hecho esa limpieza facial.
Quizás sólo lo descubra a última hora, al trabar conversación con él en el
vuelo transoceánico. O aún más tarde, cuando vea en mis ojos la inminencia de
su muerte. Aprovecharé la excusa de cualquier turbulencia, el tópico del cambio
horario o alguna menudencia del menú de a bordo –ojalá no haya pollo-, para dirigirle
la palabra. Será la última vez que me presente bajo el nombre de Arthur Davies.
Maldita sea, pato a la naranja, lo sabía… “¡Por favor, ya puede tomarme nota!”
Aunque sólo he permitido que me viera aquí, en La Scala, y siempre que se
ha vuelto en la calle o de repente ha mirado por la ventana del apartamento o el
retrovisor del auto, había yo desaparecido de su vista una milésima de segundo
antes, dejando en el aire instantáneamente vaciado el molde de mi silueta, a esas
alturas, sobre el Atlántico, sabrá quién soy y se habrá resignado a su suerte.
No debería rehuirla, sino estarle agradecido por sus veintisiete años anteriores.
En algún momento de esas nueve horas, reconocerá en mi frente el pliegue de la
determinación y la sombra de un presagio velará sus ojos. Seguiremos hablando
de asuntos intrascendentes, pero ambos sabremos lo que está en juego. Teniendo
en cuenta nuestra inteligencia, quizás crucemos un diálogo tan sembrado de
sobreentendidos como un campo de minas, que sería el orgullo de cualquier
guionista genial. Cuando se agote la conversación, abatiremos nuestros asientos
y simularemos dormir. Tal vez se quede un poco adormecido y recueste su cabeza
en mi hombro, pero no me dejaré ablandar por su encanto. Tarde o temprano,
tendrá que ir al lavabo: ése será mi momento. Lo seguiré por el pasillo, entre
los ronquidos de los guardaespaldas, y mi pie derecho impedirá que la puerta se
cierre. Quizá crea entonces que mi propósito sea otro muy distinto y hasta me
sonría compasivamente, denegando con la cabeza. Lo empujaré contra la pared y
le rodearé el cuello con esta corbata negra que ahora estiro. No reaccionará,
porque al pronto creerá que sólo está rodando una escena en la que el héroe no
puede morir; ésa será mi ventaja: ningún director me mandará parar. Sentiré
entre mis manos cómo se obstruyen las venas de su cuello y apretaré y apretaré,
viéndole el rostro contraído en una convulsión que mostrará sus dientes, hasta
que la retorcida laringe emita su último graznido de ganso sacrificado. Se oirá
un sordo zumbido, y Paul Newman saldrá del lavabo esbozando una sonrisa de
alivio. He pensado que ésta será la mejor forma de superar mi repugnancia: si
estrangulo el cuello de Paul con la misma saña con que mi madre retorcía los
pescuezos de los pollos, exorcizaré mis demonios. Podré pedir carne de ave aquí
en La Scala y
no despertaré sospechas con un repentino cambio de dieta. De todas formas,
envolveré este revólver en las ropas del equipaje, por si a última hora no me
atrevo con el estrangulamiento. Incluso ahora me tranquiliza su peso en el
bolsillo, como al pensar en aquel último recurso que les dije.
Ahora Paul levanta la vista de los restos de su pato a la naranja,
nuestros ojos se encuentran y me sonríe con la boca llena: ha debido notar en
el entrecejo la ventosa de mi mirada. Espero haber contenido ese obsesivo
movimiento rotatorio de mis pupilas en torno a la órbitas. Ya deja de masticar
y parpadea, a punto de dirigirse a mí; le habré recordado a un viejo amigo.
Vuelve a llenarse la boca con el tenedor, pero me mira de soslayo y acaba por
atragantarse: a nadie le gusta encontrarse con su doble.
“Hola. He reservado por teléfono mi mesa de costumbre. Sí, a nombre de
Arthur Davies. A propósito, la semana pasada me dejé una corbata… ¿La tienen?
Oh, gracias” Hoy tengo la última oportunidad antes del vuelo de despejar la
incógnita de su secreto. La película ha terminado a gusto de todos, ya me he
teñido el pelo y mañana su avión sale muy temprano, si estas tormentas lo
permiten. Para no despertar sospechas, yo lo seguiré la semana que viene o la
otra. Queridos amigos, creo que Paul Newman volverá muy cambiado de sus vacaciones
de París. O más bien no vendrá cambiado en absoluto: será él mismo más
propiamente, su mejor versión, inconfundible y único, y más en forma que nunca.
Especialmente si le sonsaco ese rasgo indefinible, ni siquiera sé si físico o
psicológico, que me resta para convertirme en él.
Hoy he vuelto a adelantarme, e
incluso no sé si ya he pedido mi Martini. Tengo que reportarme. Miro
ansiosamente a la puerta, temblando al imaginar a un fantasma de Paul acodado a
la mesa de cualquier restaurante de comida rápida, para volver cuanto antes a
casa y hacer las maletas. Ojalá tenga que pedir ganso a la pimienta, después de
todo. Ya no consigo aburrirme ni siquiera contemplando el suelo, donde hoy no
hay ni rastro del rectángulo de sol; al fin oigo el vocerío del vestíbulo y los
chasquidos de las máquinas fotográficas, y suspiro.
Paul ha entrado seguido por un rufián de nariz de boxeador y mentón
altanero que, ahora de espaldas a la barra, no lo pierde de vista. No me cabe
duda de que ha empezado a sospechar de mí; injustamente, me decepciona esa
falta de confianza. Sin embargo, al pasar junto a mi mesa, me ha saludado por
primera vez, aunque con cierta frialdad, como si yo fuese un lejano conocido; ha
torcido la mejilla, murmurando por la comisura izquierda de los labios un
nombre que me ha parecido “Smith”. Claro que igual ha podido ser “Jones” o
“Philips”. No, ahora que lo pienso, me ha llamado Davies, estoy seguro. Me
admira su clarividencia; creo que reconoce e, inconscientemente, acepta su
destino. Le he sonreído con franqueza; pero noto que recela de mí, pues al
levantar la vista de la carta, he encontrado sus ojos fijos en los míos.
Después, ha desviado la mirada a su acompañante, como significándome o
advirtiéndole sobre mí. Obviamente es un guardaespaldas, eso lo hará todo más
difícil. Paul no deja de mirar el reloj, inquieto. Tengo que prepararme para
una persecución con el obstáculo de ese tipo, porque a lo mejor querrá
despedirse de varias chicas antes de las vacaciones. “Ganso a la pimienta
también para mí.”
“Buenas tardes. ¿Me ha reservado mi mesa? No espero a nadie… ¡Oh! ¿Está
ocupada? ¡Esto no quedará así! ¡Habrase visto, no volveré por aquí!... Un
momento, usted está confundido, ¿no ve que la ocupada es la del cactus, junto
al piano, donde siempre se sienta ese mismo señor? La mía es la de al lado.
Mírelo bien: a nombre de Paul Newman. ¿Es que no me conoce?” Es increíble, dejo
de venir unas semanas y ya se olvidan hasta de mí. Resulta que han confundido a
una celebridad con ese desgraciado, pero tranquilo, Paul, contrólate; después
de todo has vuelto a tu restaurante favorito.
Por lo demás, veo que todo sigue
igual por aquí, y yo tampoco he cambiado: me gusta lo mismo de siempre. No hay
nada como la cocina de La Scala
en Europa entera, ni siquiera en París. El maitre continúa resoplando como de
costumbre, y más después de la confusión que ha tenido; los jueves el plato del
día sigue siendo carne de ave, mi preferida; los mismos camareros corretean,
tan serviciales como siempre; y, cómo no, aquí tenemos a este admirador que
todas las semanas consigue una mesa junto a la mía y no deja de observarme, tan
aturdido que ni siquiera prueba bocado. Quizás sea vegetariano; debería pedir
otra cosa. ¿Habrá seguido viniendo estos jueves? Se alegrará de verme. Debe
costarle un dineral sobornar a los camareros; imagino la cara que pondría antes
de saber de mi viaje, cuando haya visto a algún desconocido ocupar mi mesa.
Incluso he llegado a verlo los últimos días por París, y hasta se hizo con un
asiento junto al mío en el vuelo de vuelta. Pero es tan tímido que no paró de
revolverse todo el tiempo; apenas me miraba de lado y ni siquiera se atrevió a
pedirme una fotografía o un autógrafo. Me divierte contemplar al pobre diablo,
aunque confieso que desde la segunda o tercera vez que lo vi tuve por él un
interés profesional. Y es que me llamo Davies, pero en realidad soy Paul Newman…
Je, je, queridos amigos, espero explicarles este embrollo. En mi última
película para la MGM
he interpretado a un hombre que quiere ser como yo. Igual que éste de aquí, en
la ficción me sigue y persigue a todas partes, se viste en mi sastrería,
apuesta por mis caballos y se cuela en restaurantes tan exclusivos como éste,
para observarme detenidamente e imitarme con exactitud. No, no les contaré más
del argumento: quiero que vayan a verla.
Así que durante el rodaje yo no dejaba de mirarme en los espejos para
sorprender mis gestos más imperceptibles, esos que todos hacemos
inconscientemente, y poder caricaturizarlos en mi actuación. ¡Este pavo asado
está tan exquisito como siempre! Me fijaba hasta en mi manera de comer; siempre
interiorizo mis papeles: es el método del Actor’s Studio. Vaya, hoy lo estoy
devorando todo de mala manera, sin masticar lo suficiente; tengo que cuidar mis
modales. ¿Ven? Aún no me he deshecho de la maldita costumbre de vigilarme;
sospecho que tanto desdoblamiento ha podido escindirme la personalidad. También
me volví un poco vanidoso de observarme a todas horas, pero creo que en la
película conseguí lo que tanto quería, ser como Paul Newman, o más bien ser el
propio Paul Newman, parecerme a mí mismo.
Pues bien, ese hombre que cada
jueves comía a mi lado era ideal como modelo para el personaje que yo tenía que
interpretar, mucho mejor que ver una y otra vez mis demás películas, en las que
no he dejado de enmascararme en personajes, o que agotar las horas delante de
un espejo, donde uno no puede captar sus ademanes característicos o
involuntarios, porque además, no sé si de tanto mirarme, el infeliz me da
cierto aire… ¿Qué hace ahora? Quizás lo haya intimidado de fijarme tanto en él,
cuando se supone que sería él quien debiera mirarme y admirarme. Al final no sé
quién de los dos estaba más fascinado por el otro. Lo cierto es que yo no
dejaba de mirarlo mirarme y él me miraba mirarlo mirarme, y hubo veces en que
sucumbí a la sensación de estar observándome en un espejo, aunque es mi mesa la
que tiene uno veneciano detrás. El guionista ideó atribuirle un nombre corriente,
como Jones o Smith, y al final se decidió por Davies. Me pregunto si no hubiera
sido más honesto contratarlo para la película. Nadie hubiera podido asesorarme
como él, o incluso podría haberse interpretado a sí mismo; me imagino la
ilusión que le hubiera hecho. Reconozco que quizás no lo propuse en el estudio
para no descubrir a los periodistas mis fuentes de inspiración o no cuestionar
mi doble protagonismo: nunca me habían pagado tanto por una sola película, el
doble de lo habitual; era lo justo. Pero también puede que temiera plantearme
quién interpretaría a quién.
Sólo me quedó por dilucidar un detalle de mi personalidad para ser yo
mismo por entero, pero por suerte creo que, sin darme cuenta y quién sabe si
por última vez, acabé aportándolo a uno de los dos personajes, y me pregunto a
cuál; aunque ahora que lo pienso me temo que más que al original o a su doble,
le hubiera correspondido al tercero, yo mismo. Gracias a ese factor la película
no ha perdido su tono de comedia; ahora sé de qué se trata. No he sido
consciente de esa pérdida hasta que hace un rato he sorprendido mi rostro en el
espejo del vestíbulo: el reflejo de un hombre triste, anublado; una pálida
versión –no he tomado el sol parisino- de mi aspecto de siempre. El rasgo
perdido no es sino mi antigua sonrisa; de pronto, he advertido que había
olvidado sonreír fuera de la pantalla. Me había metido demasiado en mi
personaje, tan identificado con él y su imposibilidad de ser Paul Newman, que
su patética frustración acabó por atenazarme. Sospecho que la próxima vez seré
yo quien ocupe la mesa del cactus. Ahora mismo, me siento algo mareado y hasta
me parece que las restantes mesas, menos una, se alejan de la mía, como
satélites a los que la fuerza centrífuga expulsara de la órbita gravitatoria de
su planeta, y ya está bien de tanto darle vueltas a la cabeza...
Enciendo un cigarrillo, aparto el
pavo, que de pronto ha empezado a saberme fatal, como si en verdad no me
gustara, y veo las pupilas de mi vecino fijas en las mías. No sabía que el
rodaje de esta película me hubiera afectado tanto; espero que al menos funcione
en la taquilla. Querido público, tenéis que comprender todo lo que he puesto en
ella, y no me refiero a que también la haya coproducido. Ni siquiera me he recuperado
en las vacaciones, que he pasado encerrado en habitaciones de hotel con las
ventanas cerradas, cegado por una cuestión: cómo es mi cara bajo las máscaras
de mis personajes. He llegado a plantearme una retirada temporal o hasta
definitiva del cine.
Pero debo olvidarme de todo eso, porque esa maldita película ya es
historia, aunque me temo que nunca dejaré atrás el más problemático de mis papeles.
Mañana empiezo el rodaje de un thriller y esta noche ceno con una chica
guapísima, también actriz, que se llama Joanne. ¿O era Joan? Al fin logro
sonreír, algo forzadamente. Pero espero que este desgraciado, que apenas prueba
la comida en la mesa de al lado y me persigue a todas partes, como reconozco
que yo, Paul Newman, lo seguí a él, es decir, al hombre que quería ser yo,
pegado como una sombra, unas veces delante y otras detrás suya, según la hora,
la calle o la estación del año, para incorporar con brillantez a ese dichoso
personaje que quería ser Paul Newman, se canse de una vez de mí y me olvide,
como yo lo olvidaré a él ahora que la película está a punto de estrenarse,
aunque puede que la suya aún no haya terminado.
Hum, tendré la amabilidad de
levantarme para firmarle un autógrafo, a ver si se conforma y deja de venir
cada jueves. De dos pasos me acerco a él; sobre la carta al revés, sus pupilas
aún me enfocan -veo en ellas mi reflejo-, y tiene la corbata en la mesa
ondulada como una serpiente, y la mano derecha dentro del abultado bolsillo de
la chaqueta, sosteniendo algo a escondidas. Me quedo paralizado, esperando que
en cualquier momento el estallido de la explosión acalle los fúnebres acordes
que una espalda ha empezado a tocar en el piano; pero, al comprobar que su mano
al fin sale del bolsillo para tenderme una fotografía que podría ser suya o
mía, suspiro y, a mi vez, extraigo, temblando aún, la pluma del interior de la
americana.
Lo más horrible es que al
disponerme a garabatear la foto, veo que ya está firmada.
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