lunes, 7 de enero de 2013

LA TABERNA DEL IRLANDÉS



                           


En ningún salón de París hubieran adivinado que yo, André de Lage, barón de Fienno, caballero de la Legión de Honor, coronel honorario, etc, etc, a quien se abrían de par en par las puertas de las más altas dignidades y embajadas, cuya galanura y encanto brillaban por anticipado a la luz de las más elegantes arañas, el eco de cuya portentosa voz parecía destinado a resonar a través de los mármoles del poder, acabaría marginado como gobernador de Hateakaloha, esta ignota isla de los Mares del Sur. ¿Cómo han podido encallar tantas esperanzas en estos arrecifes del aislamiento y orillas de penalidades?

Mártir de la bandera francesa, paso el día torturado en la hamaca tendida en la pérgola de mi mansión, acuciado por la duda sobre si mezclar el ron con piña o con cola, tolerando como puedo el rumor de las olas y la contumacia de un termómetro que no se mueve de los veintisiete grados, deslumbrado por la reverberación del sol sobre la escalerilla de la piscina y por el resplandor de los zafiros y turquesas del mar y el cielo mezclándose a lo lejos en una confusión insoportable. Segregado de la civilización, en vez de disfrutar de una instalación de agua caliente tengo que permitir que un desfile de tropicales bellezas primaverales me la traigan en cántaros que sobre su cabeza reproducen las curvas de sus siluetas; y mi dieta se reduce a marisco, pescado, coco y dátiles. Como la red del chinchorro, se pliega y despliega el  muelle de mi existencia. Las horas se deslizan hacia la noche con la monótona tersura de las pieles de las nativas; fluye la luz del día con la misma lentitud que sus cuerpos se mueven sobre el mío, y con esa dinámica tan perversa las noches se eternizan hasta que al fin un horizonte de plata se tiende como la siguiente joven en mi hamaca.

Y así hasta que un día llegó Gilhooley y de una vez se rompió inercia tan nociva. Desde mi periscopio, a la sombra del parasol de mi criado chino, vi cómo lo agasajaban las nativas con besos y collares de flores. En esta isla inmoral, salvo el doctor Dedham y yo mismo, nadie tiene ninguna ética de trabajo. Al momento todo el poblado se puso a bullir de expectación ante el ritual de la pelea a puñetazos entre Gilhooley y Guns Donovan. Los dos –y también el doctor- coincidieron aquí en la guerra, cuando los americanos expulsaron a los japoneses de la isla, y desde entonces el día de su cumpleaños, que como si el destino los hubiera vinculado coincide, dirimen a golpetazos sus íntimas rivalidades en la taberna de Donovan. El paso del tiempo no hace sino atizar esta entrañable discordia que pese a que nadie se toma en serio y se ha convertido en la celebración de una leyenda, no por eso resta crudeza al huracán del combate. A su paso, el bar queda arrasado por un pánico de botellas rotas, mesas cojas y taburetes al vuelo.

Y ayer mismo otra novedad vino a agitar como una coctelerta o unas maracas este tedio típico del trópico. Resulta que por primera vez en cinco años pasó un barco de pasajeros a sotavento de la isla, que ha recibido la visita, procedente de Boston, de la ilustrísima Amelia Dedham, hija del doctor. Desde que mi corredor de bolsa me hubo informado de que la joven tiene una fortuna estimada en dieciocho millones de dólares, no me hizo falta conocerla para que el eco de su nombre ya pulsara en mi interior los acordes del amor.

No habíamos conocido su visita con suficiente antelación para avisar al doctor, que se encuentra en una de sus giras de inspección sanitaria. Dado que Amelia es hija legítima del doctor, que al fin de la guerra prefirió quedarse aquí y formar una familia con la difunta Manutami, y como ella viene de la estricta Boston y aún no conoce a su padre, a mi criado se le ha ocurrido que hagamos pasar a los tres niños que Mr. Dedham  tuvo de la aborigen por hijos de Guns Donovan. Secundé la idea porque si a ese bruto se le ocurre disputarme a Amelia, se verá lastrado por inesperadas cargas familiares. Espero que a los pequeños, ignaros de la hipocresía de los mayores, no se les escape ninguna palabra que descubra a Amelia el engaño antes de que nos hayamos casado. Y ahora que lo pienso, no permitiré que sus abogados incluyan ninguna cláusula de separación de bienes.

En todo caso Donovan y ella no principiaron bien sus relaciones, porque el muy torpe, carente de mi refinada cortesía, la dejó caer al agua en el trasbordo a la barca. Cuando desembarcaron y se me reveló la belleza de Amelia, una aurora flamígera resplandeció en el aire: ya no tendría que casarme por dinero. Eso sería demasiado vil para alguien de mi distinción. Siempre he sido enemigo del matrimonio, pero por ella estoy dispuesto a renunciar a mis convicciones e incluso al aburrimiento que desde el principio me ha deparado este islote. Ya que mis superiores se niegan a trasladarme a Hollywood o a Miami Beach, renunciaré a mi empleo después de la boda. Gilhooley tampoco será rival; nada más conocerla no se le ocurrió sino preguntarle en qué tugurio portuario se habían conocido.

Esta mañana luzco mis mejores galas, me acabo de poner la más resplandeciente de mis sonrisas postizas y desplegaré ante ella la cola de pavorreal de mis galanterías. Pondré a su disposición mi auto, mi chófer y mi persona toda invitándola a un recorrido por la costa con un aperitivo helado incluido. ¡No podrá reistirse! ¡Nada menos que dieciocho millones de dólares!

Y no lo digo por el dinero, sino porque una pitonisa me dijo que el dieciocho es mi número de la suerte.                                  

                                                                      

2 comentarios:

  1. Una escena deliciosa: la pelea en el estanque. Y el "atiza" cuando vuelve a caer Gilhooley al agua.

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  2. Sí, es genial. Todas esas peleas tienen un aire de pasatiempo que, con toda su fuerza bruta, excluye la posibilidad de hacerse verdadero daño.

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