Después de acompañarlo
diez años de fiebres y hambres, heridas y picaduras, penas y espantos, debo
decir que me estoy hartando de sufrir a mi señor, Antonius Blok. Porque después
de ese rosario de penalidades en Tierra Santa, mientras que otros regresan
opulentos de saqueos y despojos, nosotros volvemos derrotados a casa,
arrastrando el pellejo de lo que fue vejiga hinchada de ideales, a través este
itinerario de cadáveres que la peste negra va dejando por una Europa que, como dicen de las brujas en la pira, supura horror y condenación.
Mi señor no asimila que
la peste haya sido el premio que la Cristiandad haya obtenido de esta Cruzada
de donde venimos, y mella las horas atormentándose por el telón de silencio y
oscuridad que vela a Dios. ¿Acaso puede brillar o hablar lo que no existe?, me
atreveré a preguntarle cualquier día, hastiado de su taciturna compañía, del
espectáculo de su austera desolación, de su aspecto recomido y reconcomido, y
del laconismo y la adustez demacrada de un rostro que parece de piedra tallada
por un escultor cicatero, intentando no contagiarme del rictus mustio y de la
escualidez de espíritu de este albino de mal agüero.
¿De qué le sirve ser
caballero y haber cursado Teología si ignora lo que yo, un simple escudero,
sabe, que no hay virtud tan noble como el vicio, que toda metafísica se reduce
a la carne y lo único cierto de la liturgia es el vino? Que tenga que cargar
con sus armas y escudos no implica tener que arrostrar sus silencios –más
plúmbeos que aquéllas-, pucheros y perplejidades. Al fin y al cabo hemos
participado en la misma bacanal de sangre, nos han contagiado idénticas infecciones,
y, gemelos que hemos sido en la desgracia, no puede achacar sus tristezas a las
atrocidades que hemos visto, pues yo sigo pletórico de vida y sediento de
placeres.
Ayer nos detuvimos en
una iglesia donde un pintor retocaba sus frescos, que representan la Danza de
la Muerte. Nos dijo que ésta atrae a más público que los desnudos y las
pinturas obscenas. Parece que a los peregrinos les gusta aterrorizarse y
disfrutan con el miedo, y los curas negocian con eso y con el sentimiento de
culpa de quienes toman la peste como castigo de sus pecados. A esos cuervos les
conviene el aturdimiento con que, al modo del vino, el terror y la fascinación
de la muerte paralizan a todo el mundo, y que se siga ignorando que la
Providencia tiene la lógica de los dados. Entre los hombres la culpa y el miedo
se contagian más fácilmente que la peste. En cada aldea asistimos a procesiones
de penitentes que entonando el Dies irae se flagelan y laceran en un cuadro no
menos lamentable que los enfermos arrancándose las pústulas, dislocando los
miembros o mordiéndose las llagas entre chillidos de agonía. Europa toda se ha
convertido en un ensayo general para el Infierno.
A la salida de la
iglesia, algunos se disponían a quemar a una pobre adolescente con la excusa de
que había tratado con el Maligno, como si ofreciéndole aquel sacrificio a la
manera de los paganos antiguos pudieran aplacar la ira de Dios y la peste
amenguase. Ante crueldad tan disparatada, cerca estuve de acompasarme al
pesimismo de mi amo, que salió cataléptico de silencio y palidez, atónito de
incredulidad e incomprensión ante la ignorancia y la maldad de aquella gente.
Tomamos el camino del
norte, aunque los cuatro puntos cardinales llevan al mismo punto, gritaba el
silencio de mi señor, como un eco de aquel otro silencio mayor. El ciego y
blanco pájaro de la muerte sobrevuela el continente, ciertamente, pero ya que
cuando nos atrapen sus garras nos trasplantará al imperio de las sombras, al
país de la nada y la ausencia, ¿por qué no usufructar lo que de bueno nos
queda? Bastan un giro del gozne de la voluntad, un esguince del ingenio, para
desertar de la melancolía. Ya que ninguna rosa exhala el perfume de la
eternidad, me conformo con que me deslumbre el fulgor del instante o el relámpago
de una alegría, con atisbar el efímero perfil de la belleza. Cada mujer que nos
cruzamos en el camino promete al menos media hora de felicidad sobre el heno y
cada pellejo de vino contiene tres horas de olvido, y sin embargo mi señor se
obstina en hundir esa cabeza de galápago suya y prolongar la marcha al ritmo de
su bayo, tan descarnado y decrépito de mataduras como su misma alma. Lo veía
más espiritado que nunca, con la convicción de que su vida entera había sido
una búsqueda sin sentido, un tanteo en la oscuridad, ya parecía más allá de la
desesperación, en el horroroso páramo de la indiferencia.
Sorprendí saqueando una
vivienda abandonada al muy digno Raval, el seminarista culpable de mis
desdichas en Tierra Santa, puesto que fue él quien abarrotó la imaginación de
mi amo con fantasías y embelecos que lo decidieron a abandonar a su recién
tomada esposa y a embarcarse en la Cruzada. ¡Horrísona palabra que equivale a
hierro y muerte, estandartes y sangre! Y habituado a eso, a punto estuve de
marcarle a Raval la cara a cuchillo, pero me conformé con arrebatarle de las
manos la doncella que iba a violar, la muchacha blonda y rubia que se ha
acogido a mi amparo. Aunque es bella y modesta, por desgracia no ayuda a llenar
los incómodos silencios de mi amo, por lo que no puedo sino consolarme con mis
tonadas obscenas y blasfemas.
Más adelante se nos
unieron una simpática pareja de cómicos con su pequeño. Al marido lo había
rescatado en la taberna otra vez del cuchillo de Raval, al que ahora sí le tajé
la mejilla para que no volviera a entreverar sus pasos con los míos. La
compañía parece haber animado algo al amo, aunque de vez en cuando se queda
aparte, como alucinado o ebrio de melancolía, y hace un rato lo he sorprendido
en el claro mascullando solo, entregado a un diálogo imaginario con un
personaje cuya voz gutural él mismo imposta, y con quien aparenta jugar al
ajedrez como si no lo hiciera contra sí mismo.
Aunque no sean doctos
en escolástica ni peritos en San Agustín, estos titiriteros parecen expertos en
alegría y no merecen compañía tan lúgubre. Ambos poetas y cantantes,
malabaristas y juglares, sueñan despiertos, su arte los hace aptos para la
maravilla y los une el amor por la vida al viento de su libertad y
trashumancia. Y esta misma noche empezamos a cruzar el bosque que dicen plagado
de lobos y ladrones, espectros y demonios, ya cerca del castillo, pero no por
eso más seguros a través de este sendero traicionero en donde se adensan sombras y amenazas.
Pero aquí y allá también
brillan luciérnagas, esas luces diminutas que parpadean y también pueden
deslumbrar como chispazos de eternidad.
Literatura pura, excelente conocer a fondo a un personaje que no conocimos mucho en la pelicula.
ResponderEliminarLa relación entre el caballero y el escudero se parece a la de Quijote y Sancho en la dualidad espíritu-materia. Es un gran guión del propio Bergman. Un saludo, Jaime, ojalá sigas siendo un habitual del blog.
ResponderEliminarCréeme que lo visito casi todos los días y lo seguiré visitando hasta ver todas y cada una de las películas.
ResponderEliminarAhora voi por matar al ruiseñor.
Saludos Genio Desde Chile.
Aprovecho de recomendarte un blog que también visito bastante al igual que este. Puede que lo conozcas-
ResponderEliminarhttp://johannes-esculpiendoeltiempo.blogspot.com/
Saludos nuevamente
Gracias por tu recomendación, Jaime, no conozco ese blog y lo visitaré. Me encanta que los posts te sirvan de guía cinéfila. Espero que hayas disfrutado Matar a un Ruiseñor. Saludos desde Andalucía.
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