Repantigada
en el sillón de cuero negro, cruzadas las piernas satinadas bajo una falda azul
eléctrico, pálida e impávida, hojeaba un periódico con actitud de desdeñosa
espera, de tedio negligente. No podía calcular cuándo llegaría yo. O bien
procuraba mitigar el romanticismo de esperarme en el mágico recinto donde hacía
poco más de un año la había esperado yo. No cabía duda de que pretendía
devolverme la espera. Así lo denotaban la tetera, el libro de bolsillo abierto
bocabajo con el espinazo roto, el vaso largo con un resto de cubito, el bolso
de ante entreabierto, su bostezo de anuncio de somnífero. Me conmovió la
coquetería de disimular el tamaño de su fe. La aureolaba el resplandor de una
lámpara de pie con el cono de la pantalla dorado, una luz en el corazón de otra,
una luz concéntrica a la tonalidad ambarina de la araña con cristales de
lágrimas. A aquella luz ahora me pareció que Ángela se desenvolvía como una
actriz ante los focos, como la actriz que era interpretando el más arduo de los
papeles, a sí misma. Lúcida, encandilada, era el centro de interés de los
camareros y escasos clientes, los extras del reparto. Cuando a mi lado alguien
la señaló llegué a plantearme si su luminosa aparición no respondería a una
campaña publicitaria del hotel. Solo una estrella podía representar aquella
especie de cuadro vivo en que fluían una vida intensa y un movimiento
imperceptible, pensé en una dríade en una gruta submarina, en la Bella
Durmiente recién despertada en la corte. En un momento dado la cafetería
pareció rotar en torno a ella.
Flameaba
como una llama en el corazón del fuego. Su fluctuación de gema sumergida en
agua cristalina, su carácter de centro inmóvil sobre su eje, inmóvil pero
palpitante, el punto fijo de la rotación terrestre –cito al Eliot de los Cuatro
Cuartetos-, de epicentro de un terremoto que ya resquebrajaba los muros de
estuco, la asemejaba a la conmovedora Ángela onírica, la Ángela de mi reciente
sueño. Éste había resultado premonitorio. Me habría quedado allí mirándola el
resto de mi vida. La hoja seca de un plátano cayó balanceándose lentamente
junto a mí. Pero podía hacer algo mejor que contemplar: ingresar en aquel
ámbito tierno y tenue, tibio y suave en donde se demandaba mi presencia. Mi
llegada respondería a su espera, a su esperanza. Me sentaría a su lado y los
dos arderíamos en la misma llama pálida de aquella luz. No llegué a dar el
primer paso. La expansión de un latido procedente de la izquierda alteró el
estancamiento, el encantamiento de estatismo, y alcanzó a alterar la primera de
las ondas que imperceptiblemente ondulaban de la mesa de Ángela. A
contracorriente el intruso se propulsó con un impulso de brazos, dio una
zancada como un coletazo y, reclamando a un camarero, su zarpa se elevó con
amenaza de aleta. Un tiburón había irrumpido en el estanque. Subiéndose las
perneras se reacomodó junto a Ángela procedente de los lavabos y señaló al
camarero el vaso largo. Identificar la mandíbula de pedernal y la nariz rota
del progenitor de Ángela matizó la desilusión de que en verdad ella no me
esperase con un temblor de miedo y de su gemelo, el odio. Al menos, la
presencia de su padre era preferible a la de Juan Eduardo Galán. Aunque éste no
podría aherrojarme en otra celda que en su prosa ni descerrajarme más que
cualquiera de sus estupideces. El camarero le trajo su copa y él bebió dos tragos.
El
Jefe de Policía, cuyo nombre prefiero olvidar, se engolfó en una discusión con
su hija, referente a alguna información del periódico, desplegado sobre la
mesa, pues no dejaban de señalarlo mientras con la otra mano aventaban los
argumentos del otro, y tanto se abstrajeron que me arriesgué a permanecer en mi
puesto de observación, con peligro de despertar las sospechas del portero o ser
detectado por cualquiera de ellos dos. Al ver que con un chasquido de dedos él
pedía la cuenta mientras ella denegaba con la cabeza, fui a apostarme tras un
quiosco clausurado. Aquella salida precipitada, cuando no había apurado su
bebida, era otro síntoma de malestar. Salieron, sin dejar de esbozar la mímica
del desacuerdo. Ángela dejó caer el periódico en una papelera verde con celosía
de hierro. Se alejaron en dirección de Duende, ella un paso por delante, dando
la espalda a las razones de él. Fui a rescatar el periódico para dilucidar el
motivo de la discordia.
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