domingo, 21 de abril de 2019

EL ASEDIO: De vuelta al Excelsior.


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Repantigada en el sillón de cuero negro, cruzadas las piernas satinadas bajo una falda azul eléctrico, pálida e impávida, hojeaba un periódico con actitud de desdeñosa espera, de tedio negligente. No podía calcular cuándo llegaría yo. O bien procuraba mitigar el romanticismo de esperarme en el mágico recinto donde hacía poco más de un año la había esperado yo. No cabía duda de que pretendía devolverme la espera. Así lo denotaban la tetera, el libro de bolsillo abierto bocabajo con el espinazo roto, el vaso largo con un resto de cubito, el bolso de ante entreabierto, su bostezo de anuncio de somnífero. Me conmovió la coquetería de disimular el tamaño de su fe. La aureolaba el resplandor de una lámpara de pie con el cono de la pantalla dorado, una luz en el corazón de otra, una luz concéntrica a la tonalidad ambarina de la araña con cristales de lágrimas. A aquella luz ahora me pareció que Ángela se desenvolvía como una actriz ante los focos, como la actriz que era interpretando el más arduo de los papeles, a sí misma. Lúcida, encandilada, era el centro de interés de los camareros y escasos clientes, los extras del reparto. Cuando a mi lado alguien la señaló llegué a plantearme si su luminosa aparición no respondería a una campaña publicitaria del hotel. Solo una estrella podía representar aquella especie de cuadro vivo en que fluían una vida intensa y un movimiento imperceptible, pensé en una dríade en una gruta submarina, en la Bella Durmiente recién despertada en la corte. En un momento dado la cafetería pareció rotar en torno a ella.
Flameaba como una llama en el corazón del fuego. Su fluctuación de gema sumergida en agua cristalina, su carácter de centro inmóvil sobre su eje, inmóvil pero palpitante, el punto fijo de la rotación terrestre –cito al Eliot de los Cuatro Cuartetos-, de epicentro de un terremoto que ya resquebrajaba los muros de estuco, la asemejaba a la conmovedora Ángela onírica, la Ángela de mi reciente sueño. Éste había resultado premonitorio. Me habría quedado allí mirándola el resto de mi vida. La hoja seca de un plátano cayó balanceándose lentamente junto a mí. Pero podía hacer algo mejor que contemplar: ingresar en aquel ámbito tierno y tenue, tibio y suave en donde se demandaba mi presencia. Mi llegada respondería a su espera, a su esperanza. Me sentaría a su lado y los dos arderíamos en la misma llama pálida de aquella luz. No llegué a dar el primer paso. La expansión de un latido procedente de la izquierda alteró el estancamiento, el encantamiento de estatismo, y alcanzó a alterar la primera de las ondas que imperceptiblemente ondulaban de la mesa de Ángela. A contracorriente el intruso se propulsó con un impulso de brazos, dio una zancada como un coletazo y, reclamando a un camarero, su zarpa se elevó con amenaza de aleta. Un tiburón había irrumpido en el estanque. Subiéndose las perneras se reacomodó junto a Ángela procedente de los lavabos y señaló al camarero el vaso largo. Identificar la mandíbula de pedernal y la nariz rota del progenitor de Ángela matizó la desilusión de que en verdad ella no me esperase con un temblor de miedo y de su gemelo, el odio. Al menos, la presencia de su padre era preferible a la de Juan Eduardo Galán. Aunque éste no podría aherrojarme en otra celda que en su prosa ni descerrajarme más que cualquiera de sus estupideces. El camarero le trajo su copa y él bebió dos tragos.
El Jefe de Policía, cuyo nombre prefiero olvidar, se engolfó en una discusión con su hija, referente a alguna información del periódico, desplegado sobre la mesa, pues no dejaban de señalarlo mientras con la otra mano aventaban los argumentos del otro, y tanto se abstrajeron que me arriesgué a permanecer en mi puesto de observación, con peligro de despertar las sospechas del portero o ser detectado por cualquiera de ellos dos. Al ver que con un chasquido de dedos él pedía la cuenta mientras ella denegaba con la cabeza, fui a apostarme tras un quiosco clausurado. Aquella salida precipitada, cuando no había apurado su bebida, era otro síntoma de malestar. Salieron, sin dejar de esbozar la mímica del desacuerdo. Ángela dejó caer el periódico en una papelera verde con celosía de hierro. Se alejaron en dirección de Duende, ella un paso por delante, dando la espalda a las razones de él. Fui a rescatar el periódico para dilucidar el motivo de la discordia.
       

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