Ahora
sí que repetía el destino de Wakefield, aquel misterioso personaje del cuento de
Hawthorne, que después de muchos años a hurtadillas espiaba la puerta de su
antigua casa. Solo que a mí me habían echado. En primera instancia intenté
engañarme a mí mismo y a aquel público imaginario al que invocaba de vez en
cuando intentando atraerme su benevolencia, presentando los hechos como si en
parte me hubiera ido por voluntad propia, indignado por el espionaje de mi
consorte, de suerte que el oprobio del caso no fuera tan manifiesto, pero ahora
que analizo los acontecimientos a distancia, desde la cómoda ecuanimidad de mi
nueva posición, desde una perspectiva realmente serena, y no la falsa
tranquilidad de la que alardeaba en el pueblo –donde escribí todo lo anterior-,
puedo reconocerlo todo sin ambages. Ahora soy otro. Me he convertido en un Felipe
distinto al Felipe del principio.
Lo
curioso era que el instinto, inconsciente o lo que fuera, me hubiera guiado
allí, a mi antigua calle, y no al barrio universitario o al del ambulatorio,
después de pasar casi veinte años en cada uno de ellos. Incluso antes de buscar
alojamiento, arrastrando la maleta, había aportado a la mismísima calle Duende,
el escenario de mi último año, el único vivido en pareja. Una arteria que si bien late en el corazón de la ciudad y
afluye en la aorta de ésta, respira serenidad y bienestar en el pulso del
discreto tránsito de automóviles de alta gama, en el privilegiado silencio
aromatizado por jardines comunitarios y perfumerías de lujo, en las rectas y
ángulos de una arquitectura moderna y funcional, en la palpitación del verde de
los castaños y los escaparates de las joyerías, en el pausado y selecto ritmo
interno de sus elegantes vecinos. Es más, de la calle emanaba un ritmo propio,
un ritmo fluvial, crepuscular, plácido, ocre, fúnebre, de suave otoñada, de
colores tenues y fríos, distante, el ritmo de una coreografía imperceptible, el
ritmo de una compañía integrada por leyendas del ballet que a cámara lenta, con
unos pasos tan pausados que apenas los diferenciaba de un cuadro vivo, se
sincronizaban en una inédita representación de la Pavana para una Infanta
Difunta.
Me
removí en la esquina, temeroso de que me identificara la mirada oblicua de la
quiosquera bizca y parlanchina, a la que Ángela solía comprarle caramelos de
eucalipto. Me adentré en la calle cuando vi asomar en la perpendicular, para
fumar, al camarero perito en Bloody Marys atenuantes de las resacas. Por un
lado quería pasar inadvertido pero por otro también necesitaba ser reconocido,
aceptado al menos como integrante del pasado, recordado como un vecino reciente.
Aparte de alguna dosis de respeto o consideración, era mi identidad lo que
buscaba. Incluso me volví a saludar al camarero, pero ya no estaba; habría
entrado algún bebedor tempranero. Rehíce mis pasos calle arriba.
Recordé
que si se habían propalado mis problemas con la policía, cualquier vecino
podría delatarme con una llamada. Pasé de sentirme el hijo pródigo, Ulises de
vuelta a Ítaca, a un espía renegado infiltrado en su país adoptivo. En
cualquier momento podrían detenerme bajo la acusación de alta traición. Para
pasar inadvertido adopté el paso confiado, majestuoso, de los vecinos del
barrio. Imitando sus poses, elevé veinte grados el ángulo de elevación de la
barbilla. No debía llamar la atención de los chismosos conserjes, esa vil casta
comparable a la policía, con la diferencia de que en lugar de sabuesos se
comportan como devotos chuchos pendientes de las chucherías que les arrojan los
poderosos. Estirados en sus baratos trajes, como caricaturas de sus amos, en
pie dormitaban en los umbrales.
Ya
no debía temer los sofisticados dispositivos de vigilancia de Ángela, sino las
meras cámaras de seguridad de las comunidades de propietarios o del
Ayuntamiento, empeñado en la tranquilidad de los poderosos. Se me petrificó la
sangre, los pies se me cimentaron en bloques de cemento al pensamiento de que
si Ángela se asomaba a la terraza podría verme. Lo haría directamente, sin la
mediación de pantalla alguna, a la luz de sus ojos negros como la pez. Pero
eran sobre las once, ya estaría en el plató si es que después de un mes no
había finalizado el rodaje de La Regenta y mudado de horarios.
Retomé
el camino. La visión de la conocida madera historiada del portal y de las
vidrieras polícromas, me provocó el reflejo condicionado de hacer ademán de
cruzar la calle hurgándome en el bolsillo en busca de las llaves. Y
reaccionando me pregunté si no sería una buena idea presentarme a Ángela. ¿Cómo
sería recibido por mi letal Penélope, tejedora de la infinita trama de mis
desventuras? Estaba desconcertado, me recomían las dudas y aquél sería un buen
modo de superarlas y sorprenderla a ella. En el trayecto a la ciudad me había planteado
la posibilidad de efectuar un golpe de mano o teatro que virase la acción y,
una vez que me había escabullido de sus sicarios y vigilancia, me otorgara la
iniciativa. Ya le había asestado un golpe moral al demostrarle mediante los
mails a Kafka que sus ataques no habían secado el pozo de mi talento. Pero ahora
necesitaba algo más. Tenía que encontrar un medio de acelerar aquella trama
infernal, de precipitar el final. Incluso a efectos de la ficción, de mi
novela, me interesaba adelantarla a ella, descolocarla con alguna novedad que
me hiciera tomarle ventaja en la redacción de la obra. Porque ya no dudaba que,
acaparada por su trabajo y por la urdimbre de todos los enredos en que me había
envuelto, y limitada por la falta de recursos que su plagio evidenciaba, ella
estaría pergeñando una novela paralela a
la mía. Por supuesto que lo haría desde su punto de vista, justificando sus
persecuciones y acoso, pero basándose en los mismos hechos. Quien la terminase
antes neutralizaría la labor del contrario. Además, si no la encontraba en
casa, podría vengarme de ella robándole el manuscrito. Por supuesto, no me
había deshecho de la llave del piso.
Pasó
a mi lado alguien conocido, un anciano erguido en su terno negro, recordé que
médico militar jubilado, el cual sin dedicarme una mirada se dirigió al portal.
Era el vecino del primero. Puede que me inhibiera su actitud presuntuosa, la
imperiosa seguridad con que al cruzar había provocado el frenazo de un furgón
blindado, lo cierto es que postergando mi decisión, pasando de largo seguí
adelante. Además, tratándose de Ángela, seguro que la novela estaría a un buen
recaudo cibernético, guardada en la nube y asegurada tras crípticas claves. No
debía subestimarla. Con su inteligencia y medios era una enemiga portentosa; no
tenía más que valorar mi situación. Y lo más peligroso es que una vez superada
en el pueblo mi crisis histérica, desde que no entablaba con ella disputas
esquizofrénicas, cada vez con más frecuencia dejaba de pensar en ella como
enemiga.
No
reparó en mí el peluquero de Ángela, el típico amanerado orondo de bigote
exquisito, un híbrido entre Marcel Proust y Lezama Lima, camino de su
establecimiento. Como un criminal célebre –en parte lo era por obra del padre
de Ángela- me sentía aliviado y ofendido de que nadie me reconociera. No había
pasado más que un mes desde mi ausencia, y cargando la maleta bien podrían
creerme de regreso de algún viaje de trabajo, o de solventar algún trámite en
la hacienda familiar, por algo venía del pueblo.
En
la otra esquina me hice el remolón, la maleta en el suelo, haciendo el papel de
que esperaba que me recogiera alguien o un taxi. Ahora representaba, pues, la
comedia inversa: salía de viaje, buena ocasión de desearme un feliz trayecto.
No lo consideró así la vieja generala, la viuda de enfrente, a juzgar por las
medallas y escapularios venida de misa. Ahora me sentía un espectro aparecido –reaparecido-
en el escenario de su vida, un fantasma que experimenta la alegría y la
desesperación de que en su ausencia todo sigue prácticamente igual; es cierto
que se respetan los ideales y costumbres de su época, los usos y códigos que él
ayudó a instaurar, pero con horror advierte que es prescindible, que lo han
olvidado.
Devorado
por una impaciencia de nada, retomé la marcha en dirección opuesta y, para
asegurarme de mi corporeidad, tuve que golpearme con la maleta en la
pantorrilla derecha. Sin embargo, recorrer la calle en sentido contrario no era
una buena idea. Podrían tomarme por un merodeador o avisador de ladrones. Me
dejé caer en una fina, refinada pastelería donde no podrían identificarme, ya
que siempre me había mantenido alejado de aquel escaparate cuyo exquisito
minimalismo de minúsculas porciones y pasteles reducidos a pura miga, hojaldres
deshojados, nata volatilizada y chocolate deconstruido, representaba el vacío
existencial, la pequeñez y la hipocresía de los clientes más fieles. Desde el
salón cada domingo los veía entrar procedentes de misa, pulcros y satisfechos,
recién absueltos de toda culpa, impecable la raya en el pelo y en los
pantalones, toda doblez oculta en el seno de las blusas planchadas y en el
dobladillo de los vestidos, y los execraba con invectivas mentales que más
tarde lanzaría contra Ángela. Después de todo, a ella debía vivir en aquel
barrio de sepulcros blanqueados y templos de mercaderes sobre los que ellos
mismos habrían oído en la reciente homilía.
Me
aposenté en un velador de mármol ubicado ante el ventanal desde el que dominaba
la entrada del edificio. Me traspasaron las miradas de una familia numerosa en
fila, el padre a la cabeza. Pegado al vidrio me sentí expuesto a los ojos de
los viandantes. El local exhibía como reclamo a sus encopetados clientes;
incluso acudirían algunos famosos. En el ambiente aromatizado por el café
aleteaban las polillas de los rumores de remilgadas conversaciones, mojigatas
mojigangas sobre puestas de largo y horarios de catequesis y clases de
equitación.
Apostado
en la pastelería, observándolo a través de la cristalera, me abstraje de todo
para centrarme y concentrarme en el portal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario