Recién
salido, una zarpa me atenazó el hombro. La palma de la mano de pianista,
activando las huesudas falanges en ademán de demanda, me reclamó el importe del
café. Había salido de la pastelería enajenado, aguijado de ira, ultrajado por
una ofensa más grave que la que me infligieran mis allegados, los matones de
Ángela o la policía. Perdí el control cuando corría menos peligro, ahora que
mis desventuras revertían, de novela de Hammett, a otra de Bellow. Estaba en
riesgo algo más valioso que la integridad física o moral. Yo era el primer
sorprendido por mi reacción. Por mi falta de reacción. Porque después de pagar
me quedé clavado en la acera, la vista teñida de rojo. Todo lo veía rojo, y no
solo los semáforos o las americanas de dos dependientes salidos a fumar o el vestido
de una joven que en la otra acera ostentaba sus enormes pechos sobre los brazos
cruzados. Rojas las huellas de los peatones que parecían dejar el rastro de un
crimen en rojos pasos de cebra, rojas las ventanillas de los autos –como
granizadas por un atentado-, rojas las aceras como bañadas de sangre, rojas las
caras sanguinolentas de los transeúntes, más que ruborizada roja la del que se
dirigió a la vestida de rojo, rojo el cielo arrebolado por un presagio de
catástrofes mundiales.
Y después del rojo se me impuso el blanco y negro. El
negro y blanco. Veía el negro del bigote del mexicano como un peludo y
subrepticio ratón reptando por el blanco del desnudo de Ángela. Una negra
alimaña –a su vez con bigote-, viscosa y salaz, mancillando el albo marfil
escultural. Estatua que cobraba vida al contacto de aquellas púas hirsutas,
estatua que gemía al frotar de aquel cepillo por el mármol. Dotado de vida
propia el bigote no dejaba de corretear por la piel de Ángela y por mi exaltada
imaginación, por mi repugnancia, veía aquella mata erizada de pelos
electrificarse, por efecto de la lujuria alisarse y tensarse duros como
alambres, erectos como un atributo extra del sátiro, un segundo miembro con el
que su dueño se refocilaba mientras el primero reposaba. No quiero ni pensar
qué hubiera ocurrido si en aquellos instantes hubiera pasado ante mí alguien
con la nariz subrayada siquiera por una sombra de bigote. La confiada
naturalidad con que se había colado por el portal, la aparición de las llaves,
el saludo protocolario al antiguo ministro, dejaban suponer que vivía allí.
Desde luego sería un inquilino ideal del barrio. Lo asimilaban al vecindario su
arrogante prepotencia, su envanecimiento, el servilismo ante las autoridades
que lo obligaba a mantener bien engrasados los goznes de las articulaciones, la
exhibición de las baratijas y bisutería de sus falsos modales de genuino
caballero, el brillo de pirita de su ingenio y el de los oropeles de la
cortesía disimuladores de la hipocresía, el impecable atuendo que no dejara
adivinar el relleno de serrín del interior.
Reparé
en el ruborizado ardor de sus conversaciones en las fiestas, lo cerca que le
hablaba al oído –imaginé cómo el bigote cosquillearía el lóbulo-, en la
acompasada compenetración de sus bailes, en su ávido intercambio de miradas
cuando coincidían en algún acto, la conexión de sus pupilas antes de que él se
acercara a saludarnos, el hilo eléctrico que de alta tensión a través de la
aglomeración entre ellos se tendía. Recordé los inconcebibles ditirambos de
ella a la prosa precaria de él. Y tuve conciencia de que cuando hablaban ella
no le miraba los narcotizados ojos saltones de pupilas amarillentas, ni la
angosta frente con el nacimiento del pelo tan cercano al ceño, prolijamente
descrito en la tipología del criminal de Lombroso, ni siquiera la séptica boca
de labios engrosados por cirujanos estetas, sino la pelambre nacida arriba, en
el gigantesco, simiesco espacio que mediaba entre la nariz y el labio superior:
el lujurioso, pícaro, facineroso, maligno, mefistofélico bigote. La fascinaba
aquel piloso arco de herradura (tenía los extremos perfilados hacia abajo)
interrumpido en la mitad para lucimiento del prominente arabesco carnoso del
centro del labio superior. Si su dueño se sumía en uno de sus estúpidos,
estupefacientes estados catatónicos el bigote parecía postizo, pero con la
animación de la charla con Ángela se fruncía arriba y abajo, a ritmo obsceno.
Pensé que a veces escapaba a su propio control y hasta en sociedad se estiraba
de punta hacia Ángela. Por eso en ocasiones lo untaba con vaselina, gomina o lo
que fuera. Procuré arrancarme aquel maldito bigote de la mente, ya que no podía
arrancárselo a su dueño con unas pinzas pelo a pelo según mi deseo.
Me
pregunté cuándo habrían empezado a verse a mis espaldas. Sin duda que gracias a
la celeridad con que se jactaba él de perpetrar sus cinco páginas diarias,
disponía de tiempo para adecuarse a la estricta jornada de Ángela y que como
una oruga o ciempiés su bigote se deslizaba por alguna grieta del horario de
ella. Los jueves entre el final del rodaje y el trayecto al aeropuerto, por
ejemplo. Ya no me cabía duda de que ella me había destinado a Victoria, la
rubia fatídica y fatal, para justificar la ruptura. Por eso ésta había
consumado conmigo. Atraído por una librería, me detuve en una calle que
reconocí del barrio universitario. Inconscientemente me había puesto en marcha
y, ciego de furia, para desfogarme, mis mecánicos pasos me habían llevado allí.
Vi en el escaparate varias torres de ejemplares de El Centro del Vacío, como
bastiones del éxito proclamado por la solapilla de cada ejemplar: Séptima
edición. Llevaba camino de convertirse en la novela experimental más vendida de
la historia después de Ulises. Galán y Ángela formarían una buena pareja de
best sellers, un autor venal cuyo estilo estaba un escalón por encima de los
culebrones y una maestra no ya del plagio sino del flagrante robo.
Mi
triunfal novela seguía inspirándome sentimientos ambivalentes. Si bien me
exaltaba la idea de haber impuesto mi original estética basada en sostener un
argumento espectral, invisible, elusivo, en la arquitectura barroca de un opaco
estilo, me indignaba no poder firmarla. Con mis apuros pecuniarios, me carcomía
haber sido enajenado de mis derechos de autor. Ahora, quizá debido a la inercia de mi vida
muelle, veo las cosas de otra manera. Abotagado de comodidades, embotado de
bienestar, leo poco y escribo menos, lo justo para terminar por prurito
profesional esta historia que ya me resulta enojosa. De todas formas, al final
no se publicará. Después de la culminación de El Centro del Vacío, tras la
apoteosis de la forma que representa, sería un paso atrás dar a las prensas una
trama tan penosa y ridícula que tantas veces se parodia a sí misma. Y tampoco
me atrae escribir otra cosa. No se puede dar un paso más allá de El Centro del
Vacío. Ésta ya está en el límite de la legibilidad. No incurriré en el error de
escribir algo parecido a Finnegan´s Wake, el imposible intento de superar
Ulises por parte de Joyce, el sucesor de Homero.
Cada
ejemplar se vendía a casi veinte euros, un rápido cálculo me imbuyó del
concepto de pobreza subjetiva, tan relatado en los manuales marxistas. Mi
diestra se topó con el escaparate. En las novelas de Dickens los niños
menesterosos miran con la misma impotencia las viandas expuestas en los
comercios de Oxford Street. Recordé El Gran Dinero, la trilogía de Dos Passos.
Ahora también me he librado de aquella tendencia mía a buscar en todo analogías
literarias. Me quedaban noventa euros en el bolsillo. Me sentí como un exitoso
atracador que para disimular su disponibilidad de millones y no delatarse,
durante largo tiempo ha de seguir debatiéndose en la miseria. Pero la
comparación era inexacta: era yo el expoliado, la víctima de un ladrón. De una
ladrona.
El
nerviosismo me retrotrajo a mis veladas en el garito de juego. O más que el nerviosismo,
el tacto de los billetes en el bolsillo ante el reflejo de mi rostro
transparentado sobre las torres de volúmenes, el dinero que me volaba en mis
propias fauces, el cigarrillo encendido para calmarme y la sed de whisky que me
secaba el paladar. Los acontecimientos del último mes me habían apartado de mi
afición al póker.
Con
una advocación a la diosa fortuna, para que me fuera tan propicia como las
musas inspiradoras de El Centro del Vacío, decidí jugarme mis menguados
recursos.
Muchas gracias
ResponderEliminarSon una leyenda los Hopper cuadros que dejo como arte realista
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