En
la penumbra azul se fueron concretando unos muebles funcionales, heteróclitos,
anónimos. Húmedas succiones borboteaban en la tubería descubierta que entre los
apliques de luz surcaba el cielorraso. Acabaron de perfilarse un biombo ornado
con dragones y pagodas, el mueble bar impersonal como un camarero eficiente, la
campana tubular de la cocina. Las sillas de rejilla congeniaban con dos
plegables. Otro estudio. Con aire de trastero adonde hubieran arrumbado los
muebles sobrantes de otros pisos. O quizá atestado de los enseres salvados de
los naufragios del olvido, lo revestía mi memoria con los recuerdos de las
múltiples viviendas por donde he errado, innumerables pisos de estudiantes y
apartamentos en los que sin éxito tantos años he intentado sorprender mi
inestabilidad e inmadurez, mi trashumancia sin sentido. Porque en la bruma del
duermevela el recinto me resultaba familiar, era conocido y a un tiempo ignoto,
cercano y a la vez remoto como el rostro de alguien visto a diario que
reaparece en unas vacaciones disfrutadas en alguna ciudad exótica. Quien
despertaba era yo pero también no lo era. Aunque estaba a punto de recordarlo
no sabía dónde estaba ni cuándo era. Y lo más raro era que no me importaba.
Como en una borrachera duradera aún me encontraba bajo los efectos del sueño
que acababa de obtener, un sueño muy feliz y muy triste. Aunque consideré el
estudio una prolongación del sueño, cerré los ojos para reintegrarme a él. Me
quedé traspuesto, pero se me resistió una puerta negra al pie de un tramo de
escaleras en descenso. Volví a intentarlo. No lo conseguí; al menos perduraba
el hechizo del sueño, de aquel encantamiento por suerte no despertaba. Su magia
seguía obrando en la vigilia. Pervivía el sentimiento de maravilla. Drogas
aparte, lo más parecido había sido la euforia sentida al despertar de la
anestesia general, hacía años inyectada antes de una pequeña operación. ¿A eso
se debía que antaño hubiera adictos al éter?
Llegó
a parecerme que me había inmiscuido en un sueño ajeno, en el sueño de alguien
más feliz y más infeliz que yo. Acaso había invadido algún reservado del
inconsciente colectivo, irrumpido en su sala de máquinas o de montaje, o
interrumpido una reunión de sus guionistas, el primer pase de algún factible
mito. Las pocas veces que en la pantalla grande me deslumbraba una obra maestra
también salía a la calle en un estado parecido, al decir de Ángela con las
pupilas dilatadas y la boca embobada. La humedad de los párpados me confirmó
que el sueño era propio; mío el guión original, o más bien basado en un hecho
real, de aquella película magistral. Aún no había recobrado lucidez bastante
para discriminar la calidad artística de los sentimientos que a veces una obra
inspira. Tampoco se trataba de mis típicas ensoñaciones sobre los personajes de
la novela en curso. Con frecuencia antes de dormirme, como quien activa un
despertador mental para despertarse a una hora determinada, exhorto al equipo
de negros de mi subconsciente para que durante el sueño, en su sótano clandestino,
no dejen de escribir los episodios y combinar las escenas que yo antes de
dormirme esbozo. Aunque puede que sí se tratara exactamente de eso, puesto que
por una vez era yo el protagonista de mi novela.
Lo
cierto era que la vigencia del sueño, el hecho de que como ciertas lunas en el
fondo celeste de la mañana siguiera trasluciéndose en la vigilia, revelaba lo
acendrado del sentimiento que lo informaba. Gracias a su permanencia, a que
largo tiempo seguí soñando despierto aquel sueño, y a posteriores notas
pergeñadas en vista a la composición de esta novela, puedo reconstruirlo verosímilmente.
Fue mi último gran sueño, y no lo digo con la nostalgia de quien echa de menos
el cine de los grandes estudios. Ahora nunca sueño. Duermo casi diez horas y
casi nunca sueño fuera de algún aburrido telefilme o serie. Y así lo prefiero.
Es posible que mi vida actual se parezca a eso, a una sucesiva y plana y
triunfal serie televisiva controlada
por romos ejecutivos televisivos, pero al fin se ha vuelto tan exitosa como
tranquila. Gracias al orden también me he librado de aquellas visiones y
delirios que cerca estuvieron de descabalarme la cordura.
En
suma, aquel sueño inscrito con tal nitidez en mi conciencia fue uno de esos dos
o tres que se recuerdan toda la vida. Imprimió en mi ánimo una huella lunar que
no logró borrar ni el huracán de los subsiguientes acontecimientos. El sueño
transcurría en un pub subterráneo, penumbroso, un pub que aunque seguía abierto
por la mañana –afterhour- también abría de noche, de modo que el tiempo era
otro cliente ebrio, nunca se sabía qué hora era, en todo caso en los sueños fluye
otro tiempo, en la misma vigilia a veces el tiempo tampoco es uniforme, pero
allí la desubicación temporal era permanente, o más bien a todas horas eran las
once de la mañana, pero las once de la mañana de un afterhour. Cuando
relampagueaban unas luces la penumbra se convertía en una grisura opaca,
esmerilada. Eran luces granulosas, luces oscuras. Tenía la decoración de una
cueva, una gruta, típica en ciertos locales de la margen izquierda del Sena en
el París de Boris Vian. Se accedía por una puerta negra, la misma que no
lograba abrir cuando me hube despertado y en vano intenté volver a ingresar.
Aunque recordaba haber llegado solo, había pasado la velada conversando
animadamente con desconocidos. Me habían adoptado dos o tres grupos sucesivos.
En mí era raro, estoy acostumbrado a tener un solo interlocutor; así puedo
acapararlo, monopolizarlo, y entre mucha gente acabo desinteresándome y
aislándome en un mutismo maleducado. Por una vez había estado a gusto entre
varias personas, casi natural, sin la exigencia de brillantez que de costumbre
me atosiga. Desgajado, al menos provisionalmente, del último, con la excusa de
pedir otro whisky me quedé bebiendo solo mientras ellos dilataban su charla.
Pronto me reuniría con ellos, eran amables pero no acaparadores. Relampagueaba
la música disco, aún se fumaba, en un momento dado, a la entrada de Ángela,
también sola, la penumbra se apagó en unas notas de piano y las copas alumbraban
como antorchas la cueva.
Venía
toda de negro, un tono índigo que la hacía parecer tejida de silencio o noche,
de la soledad de ultratumba, como en un cuadro tenebrista su cuerpo se
trasfundía en las sombras. Contrastaba con la negrura la pálida lisura de su
piel de nácar, estriada de venas azules. Su cara era una azucena florecida en
la oscuridad. La blancura se transparentaba a través del diseño calado del
jersey; del punto de ganchillo surgía su satinado cuello de cisne. Era una
morena con cutis de rubia. La novedad era que su claror denotaba candidez,
cierta cualidad moral que la acreditaba y hasta justificaba sus actos de
violencia en mi contra. Aun así se disculpó después de saludarnos con
naturalidad. Parecíamos citados allí para reconciliarnos, para reconciliarnos y
despedirnos. Le pedí un whisky y entretanto bebió del mío. El ambiente, el aire
del local era una piscina en una noche de luna llena. Nadamos en aquel
silencio. Luego brindamos por la amistad y la cancelación del rencor. Aunque el
resto de los clientes sostenían bajas pero animadas conversaciones, por sus
miradas y sonrisas parecían al tanto de la situación. Entre ella y yo flotaba
la convicción de que nuestra pugna había sido otra de las formas, una de las
más alucinantes, que había adoptado el amor, y que este amor era nuestro
destino, un amor que era más que un templo una peregrinación, un camino más que
un hogar, y que aunque todavía nos quedaba un trecho para alcanzarlo ya
habíamos pasado lo más duro, lo más escabroso, y solo quedaba esperar. Empezó a
hablar.
Primero
me dijo que su lance con Juan Eduardo Galán solo había sido eso, un antojo, un
capricho que se había concedido para vengarse de mi noche loca con Victoria y
para conjurar el aburrimiento de su ocio, pero que al final había acarreado más
aburrimiento. Después me comunicó que se iba de viaje. Tenía comprometida una
gira teatral, su debut en las tablas, no sé si me dijo en qué papel, de no ser
por mi prurito de verdad me sería fácil inventar que interpretaría a Desdémona
o Lady Macbeth, y más tarde habría de rodar una superproducción en Argentina.
La escuchaba y no la escuchaba. Cosas de los sueños. Si su voz sonaba a hielo,
se derretía; cuando era líquida se evaporaba y parecía de humo. Por una parte
la entendía pero por otra ni siquiera la escuchaba, me había desdoblado en otro
de aquellos clientes que nos observaban con disimulo, yo estaba con ellos,
acodado de espaldas a la barra y mirando y admirando de lejos a Ángela, y
aunque no podía oírla le daba la razón y la amaba con un amor más puro y romántico
que su interlocutor, más desinteresado y entregado, un amor de espectador, de
mitómano, de admirador. Cosas de los sueños y de la literatura. Incoherencias
ajenas a la razón y a la cordura, enemigas de la paz, propensas a la discordia.
Por eso no me importa haber dejado de soñar y casi he abandonado la escritura
creativa, escribiré lo justo para terminar este escrito. El narrador de antaño
nunca habría suspendido el tiempo de un sueño, su flujo submarino, con este
tipo de observaciones, yo me ahogaba y he preferido salir a respirar a la
superficie. Mi futuro está en el rigor del ensayo crítico. Pasaré del caos al
cosmos, del mito al logos.
Mientras
hablaba, de Ángela irradiaban vectores de vigilia, de la realidad más intensa,
y partículas de electricidad, todos estábamos absortos en ella; centro
neurálgico de la gruta, ésta se reorganizaba en torno a ella, el espectral
camarero, las notas del piano de Bill Evans, las miradas y movimientos de los
presentes, fluían al ritmo de Ángela como un hipódromo o un estadio según la
velocidad de los caballos y los atletas.
No
me dijo que volvería ni me pidió que la esperara, pero me constaba que durante
su ausencia seguiría gobernando mi vida y toda ella, Ángela y el aire que la
rodeaba decían que a su vuelta nos reencontraríamos. Sobre todo lo decía su
mirada. En la media luz sus ojos de gata ardían con una luz de fuego oscuro.
Una luz que se agitaba como el fuego, un fuego nocturno potente pero también
frágil en sus temblores y oscilaciones, fijo pero cambiante como el mar, una
ondulación portentosa y solitaria, fascinante, omnívora pero que como digo en
cualquier momento podía apagarse, una luz salida de un cuadro tenebrista o de
la fotografía de una película espectral. La luz del pub eran los ojos de
Ángela. Experimenté la alegría de sentirme comprendido. Y supe que aquel pub
subterráneo era en verdad un sepulcro, que los clientes estábamos muertos,
éramos recientes cadáveres y si estábamos contentos era porque alguien había
venido a visitarnos, Ángela, la única viva, cómo no íbamos a alegrarnos de que
en nuestra primera noche bajo tierra alguien como ella hubiera venido con
flores a hablar con nosotros sin escucharnos y a rezar una oración.
Pedí
otros dos whiskies y cuando me volví me encontré solo y me puse a esperarla, me
dispuse a esperar largo tiempo alimentándome de aquel júbilo y aquella
exaltación de haber estado a su lado, la estela de su presencia que aún
perduraría varios días después de despertar.
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