Sentado
en el velador no perdía de vista el portal. Cierta mano de pianista con la manicura
recién hecha me sirvió una taza de diseño, un dedal con dos gotas de café. Me
subyugaban el misterio de las sombras fluctuantes tras el panel de cristal, el
juego de los reflejos de las vidrieras, cómo relumbraban las encarnadas, la
penumbra submarina ondulante entre los helechos del interior tras los ocres y
malvas, los pozos de sombra ahondados entre las tracerías de las maderas
historiadas. Me arrebató la poesía de aquella magia. Hubiera querido pasar el
resto de mi vida contemplando aquel espectáculo. Recordé los pasajes de Proust
sobre las iglesias góticas del Mediodía, lo que éstas representaron en sus
excursiones en el auto conducido por cierto chófer.
Incluso
en aquel ambiente edulcorado me sentí conmovido. Añoraba la reciente época en
que aquel portal se integraba en mis rutinas y varias veces al día dejaba que
mi llave descifrara su misterio. Volví a tentarla a través del bolsillo. Era
ella la que me tentaba. En el pecho como una cuerda de violín me vibraba una
fibra de añoranza. Dejé de sentirme orgulloso de haber renunciado, ángel
rebelde, a las ventajas de la clase privilegiada. No tenía porque avergonzarme
de nada. Me había mudado allí porque era el medio social de mi pareja. Si
hubiera trabajado en la embajada de Tanzania, allá la habría acompañado. No iba
a renunciar a las comodidades inherentes a su posición.
Probé
la primera gota de café: me deslumbró la perspectiva de un paisaje tropical de
selvas vírgenes y orillas de islas prodigiosas, en el gusto se me revelaron los
hallazgos de lo real maravilloso, el regusto me evocó la riqueza de la prosa de
Alejo Carpentier. Tenía que reconocer que era un café exquisito.
Y
al punto reconocí haberme dejado cegar por los espejismos de mi orgullo. Con
los sofismas de su relato me engañaba a mí mismo. Yo no había renunciado a
nada. Me habían rechazado el manuscrito, rescindido el contrato del periódico y
echado de casa. Yo no era ningún león salvaje, sino un gato casero abandonado
bajo la lluvia. Pero ahora, mientras seguía fascinado por la magia del portal,
no se trataba de eso. Me arrebataba la nostalgia por aquello que me había hecho
aceptar un entorno tan contrario a mis ideas, lo que me hiciera asumir un modo
de vida, si bien afortunado y cómodo, opuesto a mi carácter, aquello que acepté
incluso sabiendo que aunque me valdría tener más posibilidades de difusión, no
convenía a mi escritura futura, esto es, el amor a Ángela, el amor de Ángela.
Porque aposentado en aquella pastelería sentí una punzada de cariño, el último
latido de mi amor por Ángela, pensé.
Parecía
increíble que nuestra relación se hubiera degradado al punto de que quien hasta
hacía poco más de un mes apeteciera mi amor, ahora apeteciera mi muerte. Y fue
recordar la persecución sufrida a sus instancias y vacilar aquella
reverberación última, estuvo a punto de apagarse el último reflejo de mi amor
por Ángela. Las luces cálidas del portal volvieron a iluminar aquel amor
retrospectivo, la nostalgia de mi convivencia con ella. Sentía el mismo desgarramiento
de aquellos domingos por la tarde cuando sucumbía al melancólico placer de
echar de menos lo que nunca había tenido. El chirrido de un columpio o la
visión de una pelota en el césped de los porches de aquellas unifamiliares me
hacía sentir a mí, soltero impenitente, como un divorciado o un viudo que ha
perdido a la familia en un accidente. Aunque era una añoranza distinta, la
añoranza de un mundo conjetural, echaba de menos a la familia a la que había
renunciado por mi estilo de vida. Sentía nostalgia por un mundo paralelo, aquél
en que yo era distinto al que era. Y en una especie de anticipada añoranza de
futuro, llegaba al extremo de lamentar los futuros afectos a que renunciaría
por mi persistencia o insistencia en seguir solo. Y me complacía en hurgar
aquellas carencias y renuncias, en la ausencia de quien no había existido, mi
pareja fantasmal, mis espectrales hijos. Tal analogía comportaba que tampoco
nunca había realmente amado a Ángela. Pero en lo referente al futuro la
comparación no funcionaba. Concluí que me había ido a vivir con Ángela sin
estar de verdad enamorado de ella, pero también que si nos reencontrábamos
podría empezar a quererla. Una verdad tan descarnada –la primera- que me dejó
en carne viva. La segunda era más halagüeña; puede que el que había tomado por
último latido de mi amor fuera el primero.
No
pude sino echar de menos la otoñal herrumbre de mis costumbres en el último
año: el placer de ser recibido –como un amigo opulento- por el suntuoso
vestíbulo, matizado por la ráfaga dulzona del rastro de la gata Lía; el paladeo
de un whisky en la sala mientras llegaba Ángela, para diluir el mal sabor de la
jornada; el deleite de vestirme ante la luna del armario para acudir a alguna
cena, con la mala conciencia por el estancamiento de la novela; el adormecido
regreso en taxi, lleno de vacío y feliz de whisky, transido de intrascendencia,
cada noche menos incrédulo de sentir en el hombro el peso de la cabeza de
Ángela.
Advertí
que bajo el ceño del nublado encrespado en el portal se habían apagado los
destellos de los cristales. Por la acera se acercaba alguien que me encendió la
sangre. A paso triunfal, desenfadado en su traje color piedra, el pelo y el
bigote relamidos como otro gomoso prócer del barrio, ciego de optimismo,
henchido de éxito, tras su nombramiento diplomático inflado el pecho, abombado,
como para dar cabida a fulgurantes condecoraciones, pretendido sucesor de
Carlos Fuentes pero apenas caricatura del último Jorge Negrete, desfilaba Juan
Eduardo Galán, el novelista best seller mexicano. Se revolvió el bolsillo de la
americana y extrajo un llavero. Pero aprovechó que de nuestro portal salía un
anciano amortajado de negro para zambullirse adentro, y una garra de hierro me
estrujó el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario