La
otra tarde la consorte saltó del sofá al aullido de su móvil, sin
velar el visaje de contrariedad que le provocó abandonar el programa
de cotilleo que aparenta no interesarle y que, cerrando “Yo,
Claudio”,
al fin pude seguir abiertamente, se enclaustró en el dormitorio y
salió al rato, mientras yo calentaba el biberón, henchida como un
sapo y la nariz apuntada a las humedades del cielorraso, con la
altivez que Danielle
Darrieux
gastaba ante su ex mayordomo
James Mason en “Operación Cicerón”.
No
me cabía duda de que por la noche volvería a espetarme que le dolía
la cabeza; y tan maligna era la llama de triunfo que le ardía en los
ojos que me temí hubiera conquistado la admiración de cualquier
galán del barrio, uno de esos inútiles fellinianos que apenas
mellan en las esquinas el aburrimiento de sus vidas.
De
tanto en tanto no podía ella reprimir una sonrisa tan radiante como
la de Vivian
Leight
cuando se hizo con el papel de Scarlett
O’Hara,
e iba de aquí para allá con la majestuosidad de Audrey
Hepburn
en las tomas previas a su debut en “Vacaciones
en Roma”.
Impresionada, hasta la pobre Alma había dejado de llorar.
En
la cena no pudo probar bocado acaso porque la euforia le estrangulaba
el estómago, respiró hondo, y al escucharle el anuncio que me hizo
con un tono que pareció expandirse por las bóvedas de la recepción
de una embajada, no pude menos de sentir una no por ligera menos
paradójica decepción de que se incumplieran mis temores: la habían
contratado como modelo.
Hasta
mucho más tarde, ya recogida la mesa, para que entretanto me
surtiera efecto la impresión, se negó a entrar en los mortificantes
detalles. Se trata de una irrisoria empresa –entre agencia y
productora– de publicidad, no hace mucho inaugurada en una cochera
de la calle de atrás, que sobre todo se dedica al reparto de
octavillas publicitarias –pomposamente llamado mailing– y
eventualmente logra encargos de mayor enjundia para alguna televisión
local. Estuve a punto de pedirle un autógrafo, pero opté por una
digestión serena. Lamenté haber compadecido a aquel donjuán
imaginario que como mínimo hubiera tenido que soportar a la consorte
media hora al día, ignorando que al día siguiente me acometería el
sentimiento contrario, personalizado para la Historia de la
Literatura en Otelo,
el moro de Venecia
gracias al cual Orson
Welles
ganó el festival de Venecia.
Fue
por la mañana, al encontrarme en el suelo ajedrezado del portal, al
pie de los buzones, un tríptico que anunciaba comida para perros con
una curiosa fotografía publicitaria: en el soleado césped del
chalet que nunca tendremos, contra un fondo dentado de improbables
picos nevados, cierta niña castaña con trenzas, acaso parecida a
Alma dentro de siete años, vaciaba un saquito color arcoíris de
pienso en el plato de un Terranova de blanco impoluto que hubiera
sido el horror de Melville,
de caseta parecida a esas cabañas prefabricadas de madera, ante la
sonrisa extática de la consorte, a la que un desconocido –moreno,
velludo, lujurioso como un mono–, que parecía haberse enfundado
uno de mis polos de golfista, le tenía echado el brazo en los
hombros. Y lo peor era que el fotógrafo había sido tan chapucero
que no solo había dejado de prescribir al maromo una sonrisa menos
lasciva, sino que ni siquiera había advertido que, justo en la toma,
el tipejo tenía las pupilas fijas en el escote de su esposa de
ficción.
¿Haría
el fotógrafo como
John Ford
–seguí parado en el portal clisado en el anuncio y sin devolverle
el saludo a nadie–, cuando obligaba a sus guionistas a escribir un
montón de páginas sobre la hipotética vida de ciertos personajes
secundarios que apenas decían una frase en toda la película, de tal
modo que por órdenes del publicista quizá aquel matrimonio acababa
de bajar del dormitorio para que lo que hubieran hecho arriba ahora
los compenetrase mejor y aportase a la escena el convincente aura de
naturalidad de una pareja feliz? En efecto, las mejillas de la
consorte parecían demasiado rubicundas, como si se las hubiera
frotado contra algo, pero recordé el tratamiento químico que
sufrieron los cielos de “El
hombre tranquilo”
y concluí que podría tratarse de un simple efecto lumínico. Y tal
vez ahora les apetecería repetir y dejarían a la niña sola en el
jardín jugando con el perro. En todo caso corrí a mirar en el
armario a ver si me faltaba algún polo.
Y
hablando de Ford, anoche tuve la desgracia de ver “El
fugitivo”,
una de las dos películas desafortunadas (la otra es “La mascota
del regimiento”) que de sus ciento veintidós le conozco –solo he
visto ciento cuatro–. Volvió a cumplirse la proverbial mala suerte
del muy cinematográfico Graham
Greene
en aquellas adaptaciones de sus novelas en las que no interviene él
mismo, y esta vez tuvo que ser a manos de un guionista enorme, uno de
los más grandes, Dudley
Nichols,
aunque parte de la culpa habrá que atribuírsela a los códigos
tácitos del cine, que con frecuencia convierten a los fascinantes
antihéroes de las novelas o de la vida en héroes carentes de
interés. ¡Ay de la película que necesite un héroe que la salve!
En
este caso el vigor de “El
poder y la gloria”
(la novela), que se nutre, fotófobo, del lado más oscuro del
protagonista, un cura católico –alcohólico y padre de una niña–
que durante cinco años de clandestinidad sobrevive en un imaginario
(mexicano) estado marxista, queda debilitado en el film por no haber
permitido que la integridad a carta cabal –más allá de la
pantalla– de un Henry
Fonda
quede lastrada por taras tan onerosas como las de un personaje que
precisamente gracias a ellas, a sus contradicciones, se muestra muy
vivo –inmortal– en la novela. Con decir que en el guión se
atribuye al “malo”, al jefe de policía que persigue al
sacerdote, la hija natural que en la novela es de éste, queda
condenada semejante prevaricación narrativa.
Como
una botella de champán abierta la víspera, incluso desde un punto
de vista religioso –que no es precisamente el mío–, se habrá
volatilizado el valor testimonial, incluso teológico, de la novela
respecto a la existencia del mal y de la caída en el pecado. Y así
ésta alcanza su clímax cuando, en un país en que el alcohol y el
catolicismo están prohibidos, un cura borracho, un “Pater–whisky”,
ha de procurarse vino de contrabando con que consagrar en la
Eucaristía, con la consecuente tentación de bebérselo.
Así
que con tanto personaje esquemático, la perversa caracterización de
estos y la carga de un tipismo folclórico –ausente en la novela–,
de “El Poder y la Gloria” apenas queda en “El
Fugitivo”,
y peor plasmada que en aquélla, la actualización del mito de Judas
en la figura del siniestro mexicano (interpretado por el mismo actor
con pinta de canalla que en “El
Tesoro de Sierra Madre” también
hacía de bandido sin escrúpulos) que acaba por venderlo a la
policía.
Y
es que, por más que en el film Fonda se empeñe en acusarse de
cobarde, solo demuestra serlo en la novela, pero se trata de una
cobardía que, aunque le impide evitar que fusilen a los rehenes (¿o
quizá está doctrinalmente obligado a proteger su sagrado ministerio
aun a costa de una vida humana?), también le permite ser el último
en su casta en resistir sin renegar de su fe o exiliarse tan
cómodamente como hicieron sus colegas, perseverando en una
constante, infernal huida hacia la muerte, sin apenas apoyo de sus
antiguos feligreses, perseguido por un policía que cree en su
trabajo y por una inclemente mala suerte Pero no voy a seguir por
este camino porque cada vez que leo o pienso algo sobre Graham Greene
(a pesar de que él odiaba que lo considerasen un novelista católico,
en vez de un novelista que daba casualidad que era católico) me
encuentro al borde de la conversión –o reconversión, ya que solo
perdí la fe poco antes de la Primera (y casi última) Comunión.
Total,
el peor Ford posible –no sé cómo me atrevo a pronunciar semejante
blasfemia–, almibarado y con enfáticos efectos lumínicos, por una
vez superficial e incapaz de comprender al humanista que era Greene.
Banal
como cualquier anuncio de comida para perros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario