Mis
suegros habían quedado en visitarnos a las seis, y a las cinco y
cincuenta y nueve –más prusianos que británicos– ya estaba la
consorte abriendo la puerta al cojitranco remolino de dijes,
crucifijos, escapularios y condecoraciones que arrastran ese par de
miserables, la devota y el coronel retirado. Como ni siquiera ella
puede soportar a su padre, me utiliza como defensa, al modo de los
cadáveres tendidos entre las almenas de “Beau
Geste”,
o más bien fuerza de choque, y el viejo y yo nos llevamos como el
militar y el objetor de conciencia que hemos sido. Ya que solo puedo
hablar bien de los militares imaginarios, como el mayor que construyó
el puente sobre el río Kwai,
o aquellos cuya realidad haya sido usurpada por la ficción, como
pasa con Rommel
(James
Mason o Von Stroheim),
más de una vez he temido que me deslomara con su bastón de marfil.
Y
muy en su papel ya estaba la consorte animándome a acompañar a su
padre a cierta visita que más tarde le iba a cumplir a un ex
camarada (frunció los bigotes de gato: no le gustó el apelativo)
muy enfermo que vive –se muere– cerca de casa. “Hay que
afrontar las verdades de la vida”, dijo el pomposo carcamal, pero
al menos me exoneró de invadir la agonía del desconocido.
Y
como la devota y él, que solo admiran a Pemán,
desviaron la vista cuando empecé a hablar de los cuentos de Quiroga,
aproveché el paso de aquella legión de ángeles para irme a leer al
parque. Pero en la escalera me temí que la melancólica presencia de
un cuarentón con alergia y pantalones cortos leyendo a Quiroga en un
banco a la sombra de un sauce podría que resultar sospechosa –aunque
no soy, como mi suegro, homófobo, prefiero evitar el mosconeo de los
homofílicos– volví a por Alma, convencí a la consorte de que
treinta y siete grados no eran tantos, y carrito en ristre llegué al
parque y nos instalamos a orillas del ameno lago.
Y
no había sino empezado a leer aquel relato protagonizado por un
perro cuando un guijarro me granizó en el libro y reconocí la
pícara sonrisa tipo Alberto
Sordi de Norberto,
uno de mis fastidiosos amigos a quienes llevo lustros esquivando para
que no me esquilmen los momentos de ocio, y que no se dejó intimidar
por la cara que le puse para darle a entender el recibimiento que le
esperaba si en el último instante no desviaba de mí sus pasos.
Para
mi sorpresa él no sabía de otro Quiroga que no fuese no sé qué
autor de coplas, y me acusó de seguir en la inopia y de nunca
dejarme ver con los colegas de siempre. Hablando de tiempos anti
heroicos me chantajeó emocionalmente al punto de tener que
acompañarlo a tomar una copa, según lo sanguinolento de ojos y tez,
su pasatiempo favorito, pues supuse que no quería que lo vieran
bebiendo solo y a eso se había debido su saludo. De modo que como
ahora no se fuma en los bares y podía resultar una visita
instructiva para Alma, me puse a su disposición.
Por
el camino nada quiso saber de Benedetti
ni de Monterroso,
a quienes tomó por la delantera de la Juve, le asestaba al carrito
miradas dignas de Herodes, y guiándome por una callejuela soleada y
solitaria me confesó que, en efecto, le daba reparo entrar solo
adonde bajamos, un sótano que por su penumbrosa animación
contrastaba con el exterior.
Había
unos cuantos clientes maduros de aire próspero y más radiantes que
alegres, cada uno circundado por chicas jóvenes y –con este calor–
ligeras de ropa. A duras penas me expliqué el precio de las copas
por el lujo del local, una profusión de mármoles y maderas nobles,
pero el camarero pareció más sorprendido que yo mirando a Alma con
los ojos desorbitados. Tampoco él había oído hablar del Maupassant
de la Plata (Horacio
Quiroga).
Pese a tanta categoría flotaba en el ambiente algo malsano, el matiz
de irrealidad que tenía el falso garito de apuestas que Paul
Newman
montaba en “El
Golpe”.
Como
nosotros no íbamos a ser menos que los demás, Norberto ya estaba
ligando con una rubia tipo Faye
Dunnaway;
parecía el típico sitio de moda para extranjeros, pues había allí
jóvenes de todas las razas que aglutinaban todos los gustos
posibles, y me propuse preguntar si también daban desayunos, ya que
tampoco me cogía tan lejos del banco. Incluso a mí se me acercó
una altísima chica de tez de ébano y falda anecdótica, que me
respondió no haber leído a Toni
Morrison,
a James
Baldwin ni
a Robert
Mosley,
mientras que tampoco ella le quitaba el ojo a Alma. Alarmado de que
concitara tanta atención, me acerqué a inspeccionarla: estaba bien,
pero tan extrañada que no se atrevía ni a llorar. Me dejó la
pseudo Naomi, acusándome de estar pirado.
Todo
el mundo me endilgaba la misma letanía; tantas acusaciones de evadir
la realidad parecían una venganza de la realidad misma contra mis
afirmaciones de que en literatura el realismo es inviable. Llegué a
pensar que si yo fuera un personaje de novela, el autor me habría
caracterizado con miopía o gafas tintadas para significar mi ceguera
mental.
Hacía
tiempo que Norberto había desaparecido, y curiosamente tampoco
localicé a su amiga la rubia, de modo que para pasar el rato
mientras volvía él del aseo –lo supuse con los clásicos
problemas gástricos de los bebedores–, recuperé el tomito de
relatos y, encaramándome al taburete, pedí otra ginebra y me
constituí en esa figura que cada vez se ve menos en la fauna de
nuestras cafeterías, la del lector sedente y sediento. Pensar que
Joseph
Roth o Jardiel Poncela
solo escribían en las terrazas de los bares.
Pero
a la segunda página una bombillita polvorienta se me encendió al
fondo del corredor oscuro de la mente. Levanté la cabeza y supe
dónde me encontraba. Encogiendo los hombros miré a Alma. Me había
pasado como en aquellas películas americanas (“De
aquí a la eternidad”)
que hacían pasar por clubs de baile lugares como aquél. No voy a
nombrarlo para que se amalgamen la forma y el fondo de este post, de
modo que el silencio clamoroso denote, más que la hipocresía con
que siempre se han ocultado estos ámbitos, mi sordera vital, mi auto
segregación del mundo. Los demás llevaban razón: yo había
emigrado de la realidad.
Fue
entonces que vi a un vejete bajando a saltos hacia la barra, las
medallas bailoteándole en la solapa, y la falta de su bastón de
marfil –olvido psicoanalítico– me retrasó reconocerlo: mi
suegro. ¿Habría fallecido el enfermo que se disponía a visitar?
Solo
se detuvo frente a un escote de cortometraje: él no podía dejar de
afrontar las realidades de la vida.
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