Aunque cada vez más borrosa en el narcótico humo de la memoria y de sus últimos cigarrillos, el viejo Charley O’Clock, camarero jubilado, jamás olvidaría aquella madrugada en que Nureyev se fue sin pagar del bar del Ritz y a él casi lo despiden, aún más memorable, por algún motivo que aún ignoraba y –sin embargo– temía dilucidar, que la noche de verano en que una propina de Orson Welles le permitió arrendar por fin, en una esquina furtiva del alba, los favores de la mulata Sol.
Mientras
secaba los últimos vasos de aquella velada y sus compañeros acostaban las
sillas sobre las mesas, observó el perfil huidizo del bailarín decantarse
contra la cristalera de la noche, justo antes de que su frente se abatiera sobre
el ángulo del codo y los hombros se agitaran a un ritmo que no admitía
consuelo. Desviando discreto la mirada hacia la barra, Charley cambió de gamuza
y se dispuso a secar un platillo de loza. Los borrachos incurables se
reconocían entre sí, y en los espejos varias chicas solitarias ensayaban guiños
y sonrisas más sugerentes para la próxima velada. Desde el fondo de la noche,
cierta trompeta exhaló una melodía que sonaba a resignación, tintineó una
última copa y alguien bostezó. Intentando recordar al intérprete de aquella
nostálgica trompeta, Charley colocó una botella de ginebra en su vitrina y vio
reflejada en el espejo de arabescos la mesa desierta del ruso. Al volverse,
comprobó que sobre el tapete carmesí se balanceaba una copa volcada junto al
tallo de otra, y desde el cenicero aún humeaba la colilla de un cigarrillo que
Nureyev no había fumado. Rascándose el cogote, Charley pensó que, como pago de
su consumición o para escabullirse sigilosamente, Nureyev se habría deslizado
hacia la puerta por el mármol del titilante escenario del bar, impulsándose con
los brazos y extendiéndolos en el aire, y saltando y girando lenta y
delicadamente sobre las puntas de sus pies, en un espectral paso de baile que
con su gracia habría encandilado el tiempo en un instante de gloria, ante un
público de sillas vacías y espaldas encorvadas en la barra.
Había
entrado en el local una media hora antes. El camarero vio cómo se encendía el
ábaco de la entrada a los flashes de los fotógrafos. Se abrió la puerta,
batiendo el aire de expectación que lo anunciaba, y el bailarín avanzó
engallado pero con las pupilas bajas, como una fotografía de sí mismo en alguna
revista ilustrada, ajustándose un pañuelo carmesí en el bolsillo superior de la
chaqueta y dejando a su paso una estela de suspiros y miradas soñadoras, hasta que
el respaldo de la silla emitió un crujido que rugió en la sala: todas las
cabezas seguían vueltas hacia él. El castañeteo de aquellos largos dedos
reclamando al camarero reanudó el cloqueo de las lentejuelas y de las risas.
Con los ojos fijos en las líneas rectas que dividían las perneras del pantalón
de raya diplomática, Charley apuntó Chateau Latour mil novecientos catorce
–cuando la muerte obtuvo su mejor cosecha–, el champán más caro que nadie le
pediría jamás.
No bien trajo
el argénteo cubilete de hielo y cuando su guante de cabritilla ya extraía la
botella envuelta en una servilleta de seda, tuvo que volver a por otra copa,
pues había notado en la nuca el estertor de cierta respiración, y, en efecto,
un grácil joven de esmoquin negro ya se sentaba en la otra silla.
Al
tiempo que Nureyev aprobaba el champán atragantándose, su amigo sonreía con
rigidez. Parecía un adolescente; sus ojos de azabache despedían rapaces
reflejos; y al servirle, la otra mano recogida a la espalda, Charley advirtió
que su rostro se endurecía céreo como el de un cadáver, aunque parecía haberse
espolvoreado las mejillas de colorete, y se pasaba una y otra vez la punta de
la lengua por el delgado labio superior. Prendido en la solapa, ostentaba un
clavel maravilloso, como tallado del marfil de la luna, que no obstante parecía
difundir un hedor a podredumbre.
Aquel
joven ejerció tal magnetismo sobre Charley, que no podía quitarle el ojo de
encima. Lo vio, entre la cima de una diadema y una frente inteligente, encenderse
el cigarrillo en un candelabro y quedarse inmóvil largo tiempo; aun hierático,
de su cuerpo fluía una especie de ritmo solemne y obstinado como una marcha
fúnebre. Casi dejó caer una bandeja de manhatans al descubrir, mientras pasaba
rumbo a otra mesa, que golpeando el cigarro con la yema del índice, esparcía la
ceniza sobre los pétalos del clavel. Derramó el whisky sobre el regazo de
organdí de una anciana a la que del susto se le cayó la dentadura postiza sobre
un plato de aceitunas, mientras el extraño tipo columbraba la copa al trasluz.
A la vez que llenaba unos vasos como si regara flores, vio que el otro denegaba
con su altanera cabeza, de cabello aplastado en el cráneo; la ceniza ya volvía
a pender de su cigarrillo, que sostenía amaneradamente hacia arriba, con el
pulgar inclinado hacia atrás. Al volver de servir aquellas copas, Charley
comprobó que, sin aflojar el rictus, seguía contrariando los susurros
apremiantes de Nureyev que, asido a las aristas de la mesa, parecía implorarle
algo tan encarecidamente como si fuera su propia vida; lo ignoraba con el mismo
desdén que sostenía el tallo de la copa y exhalaba nubes de humo contra el
rostro suplicante.
A
Charley la escena le parecía tan emocionante y misteriosa, evolucionando bajo
las perfumadas luces de la araña, que se extrañó de que los bebedores de la
barra, afectados por la insistencia de Nureyev y los silencios de su amigo, no
sintieran un cosquilleo en la espalda que les hiciera volverse hacia la pareja,
o que el resto de los clientes no enmudecieran para escuchar sus cuchicheos.
Cuando
de nuevo pasó junto a ambos, a punto de dejar caer el platillo del cambio, vio
que la garra del joven abría cierto estuche en cuyo forro relampagueaba un
reloj de diamantes, y la punta de su lengua viboreó en el cruel labio. Al volver,
con la propina en el bolsillo y sosteniendo una bandeja de vasos vacíos,
entrevió que la cabeza denegaba de nuevo y la ceniza de otro cigarrillo volvía
a caer sobre el clavel. Pero entonces el invitado se levantó con tal brusquedad
que estuvo a punto de derribar la silla, la flor voló hacia la mejilla de
Nureyev y dos pétalos de ceniza se le quedaron adheridos bajo el pómulo, como
si tuviera el cutis húmedo. El otro salía del bar, esbozando una mueca de codicia
y desprendiéndose de la muñeca su botín se puso a remolinearlo en torno a un
par de dedos.
A través
del ventanal Nureyev aún intentaba reconocer, entre los inextricables sones de
la calle, la melodía de su cuerpo, los pasos de su amigo escapándosele hacia el
pasado y la frustración. Pero antes de correr a atender a alguien, Charley
llegó a atisbar al joven entre el gentío, a gatas en la acera ante la reja de
una alcantarilla, como si hubiera perdido algo muy valioso.
El
chasquido del monedero de cierta anciana con el pelo de coliflor, pareció
invitar a la mayoría a pedir la cuenta. Chispearon los rubíes en las manos que
se despedían, y al tamborileo de los tacones se agitaban los pendientes de
perlas y las plumas de avestruz.
Al dirigirse a la caja registradora
y verlo cabizbajo, los brazos inertes a los lados de la silla, el clavel
ceniciento a sus pies, Charley intuyó que Nureyev no había visto a su invitado
escudriñar en la alcantarilla. Pero por más que se llevara el índice a la cúspide
de la calva, lo que no pudo sospechar fue que tendría en la caja un descuadre
de trescientos francos de los de entonces, ni que, mientras Nureyev sobrevivía
milagrosamente a un accidente de automóvil camino del aeropuerto –un choque
frontal de su taxi contra un autobús, según informarían los periódicos–, acabaría
la jornada bebiéndose, solitario y lentamente, sin lograr descifrar las sombras
pero, gracias al solo de trompeta de Miles Davies, sintiendo un hilo de
consuelo, la última copa ya caliente de la botella de Chateau Latour, mil
novecientos catorce.
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