Ninguna
melodía rescato de las cacofonías dodecafónicas que torturan el
paisaje sonoro de mi vida. Cada mañana el jefe vuelve a registrarme
el maletín y después de haberme sorprendido leyendo mi Cheever
pasado
de contrabando, también me cachea con la burlona minuciosidad con
que una y otra vez se buscan entre sí la artillería los personajes
de "El
halcón maltés";
el sueño de Alma me ha privado de todo cine que no sea el de terror
de mis pesadillas –cómo añoro aquellas veladas fulgurantes de
crímenes y pasiones–, y para colmo me estoy envileciendo con el
vicio, que creía curado, de ver imprecisos partidos de fútbol, que
al menos –de momento– veo en casa y en camiseta interior de
tirantes, no alienado ni alineado en ninguna mugiente manada marcada
al rojo.
En
algo me alivió sufrir la emboscada que mi hermano confesó haberme
tendido en connivencia con mi cuñada para imponerme la lectura
–escucha– de su relato, ya que éste resultó tan deleznable que
al menos me reconcilió con mi destino de dominante hermano mayor. El
inusitado interés literario de ella responde a la idea de
reanimar su agonizante salón de belleza difundiendo el rumor de que
ha logrado que de la belleza interior (¿recordáis aquel poema
de Shelley,
el "Himno
a la belleza intelectual")
dimane la exterior y de que lo hace simultaneando la aplicación de
sus tratamientos con la audición de cierta música, la lectura de la
mejor literatura en vez de la típica prensa rosa (¿no
decía Capote que
la literatura era cotilleo de altos vuelos?) –como se hacía en los
refectorios de los monasterios– y la visión de cuadros y
esculturas determinados.
Para todo
lo cual cuenta con mi consejo y el de su concuñado, el doble de
Hemingway, que apenas se ha dejado ver desde que oficia como
asesor artístico del mafioso del Ferrari; seguro que le aconseja qué
cuadros comprar para el blanqueo de dinero.
Cuando
Ramón me consultó si su relato (léase en el post anterior, o
mejor, no se lea bajo ningún concepto) merecía la lectura en aquel
salón –de belleza– que pretendía emular el ingenio y la
elegancia de aquellos otros (como el de Madame
de Staël)
frecuentados por Voltaire,
Chamford, Balzac o
el querido Stendhal,
quise ser amable y le contesté que, además de profanar el nombre de
Nureyev,
el cuento me parecía de un simbolismo esquemático, la enésima
parábola barata en conectar la idea del amor con la de la muerte, a
su vez, representada con la original
metáfora
de un reloj. Lo dicho, me
sentía liberado de mi propia sombra, aligerado de la losa de la
sospecha de que mi hermano escribiera mejor que yo.
Propenso
a la autocrítica desde que el pobre se casó, Ramón aceptó mi
juicio con la dócil ecuanimidad del apocado marido y hermano pequeño
que es, con la sumisa veneración de Eliot a Ezra Pound,
y me prometió suprimir el relato de su colección, lo cual me
ahorrará la lectura del resto, si es que no quiere arrojarlos todos
a la papelera.
Desde
luego que no me habría atrevido a ser tan sincero delante de mi
cuñada, pero llevábamos un rato él y yo tendiendo sábanas en la
terraza comunitaria, coartada que mi hermano emplea para fumarse sus
porros lejos de la nariz inquisitiva de su consorte, por lo que aquí
y allá los lienzos están chamuscados y horadados por agujeritos que
parecen ojos practicados a disfraces de fantasma. Aunque ya lo
embargaba la risa floja y perpleja que lo habría anestesiado del
rigor de mi sentencia crítica, después de ésta no consideré el
momento propicio para consultarle ciertos temas relacionados con el
blog, sobre su diseño, acerca de qué burlón espíritu cibernético
pudo colarme hace poco un fotograma de "Tres
padrinos" en lugar de "El fugitivo",
y si merecía la pena seguir con él a la vista de la depresión de
sus gráficas de entradas, dignas de la macro economía hispana.
Para
animarlo, lo estimulé en sus avatares sindicalistas y le transmití
mi convicción de que un sindicato libertario como el suyo, más allá
de convenios genéricos, debería propugnar la negociación
individual de cada trabajador con su patrono.
Y
allí lo dejé, en lo más alto, casi tocando la espuma de las nubes
con la punta de los dedos si se empinaba un poco, abismado en sus
frustraciones literarias y en los restos de un atardecer a la deriva,
como Marlon Brando observaba desde la terraza el vuelo de sus
palomas sobre los infernales muelles de Nueva York, precarios
símbolos, aquéllas, de paz y libertad en un mundo, según "La
ley del silencio", tiranizado por los gánsteres del
sindicato, capaces de colgar canarios muertos del cuello estrangulado
de quienes tuvieran el valor de denunciarlos, de cantar a la
policía.
Falaz
coartada esa de ensalzar a quienes delatan a los presuntos
delincuentes –basándose en que menos por menos es igual a mas–
con la que el director de la película, Elia Kazan, pretendió
justificar ante sí mismo por qué había delatado ante cierto comité
patriótico a tantos de sus viejos camaradas, cómplices suyos en el
crimen de haber sido miembros del Partido Comunista.
Aquella
vieja táctica de convertir a las palomas en halcones me recordó,
bajo los copos de humo que lloraban del cielo, la tendencia hoy tan
de moda en alguna prensa a desprestigiar a los sindicatos –su
financiación– con la excusa de la recesión; y, hablando de
coartadas, patrioterismos y de esos ciertos –inciertos– medios,
el florecimiento negro de hollín de banderas rojigualdas
como coronas fúnebres en los nichos de las ventanas me desterró a
mi exilio interior recordándome aquello que decía Samuel Johnson
por boca de Kirk el apátrida en “Senderos de Gloria”, que el
patriotismo es el último refugio de los canallas.
Con
un pequeño esfuerzo, esta noche solo veré la segunda parte del
partido.
Estupenda entrada. Un descubrimiento su blog. Un saludo
ResponderEliminarBienvenido, Antonio! Si sigues entrando espero no aburrirte mucho. Saludos!
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