¿Sabéis
con quién me he tropezado al bajarme una parada más allá de la mía
por culpa de ese ensayo de Octavio
Paz
en que mantiene que la desventaja del poeta desmesurado que fue Ezra
Pound
respecto al parco Eliot
radicó en que aquél no contó precisamente con los consejos de su
amigo Ezra –para ello habría debido desdoblarse– exhortándole a
cortar, como en un montaje delirante, y acortar el ochenta por ciento
de lo escrito? Pues ni más ni menos que a ese pervertido moreno de
broncínea tez que en la ficción barata del anuncio de comida para
perros estaba casado con la consorte, deslizándose entre los
viandantes como una anguila.
Llevaba
uno de sus polos de golfista –golfo–, que le dejaba exhibir sus
brazos tupidos de lujurioso vello que hasta le germinaba de las fosas
nasales y de las orejas, y al cruzarnos me dedicó una sonrisa
venenosa, clavada a la de Richard
Widmark
en “El
beso de la muerte”
despeñando por las escaleras a aquella ancianita en silla de ruedas.
¿O
era “El beso mortal”? ¿O quizá “El abrazo de la muerte”?
Ando así de olvidadizo, ensimismado en mis sospechas, porque como la
consorte no se desprende de la euforia ni en la ducha (hoy incluso no
ha dejado que se me quemen las tostadas y me ha endulzado el café
con varios chistes de maridos cornudos hasta que, tapándose la boca,
ha recordado que tenía que hacer la cama), estoy seguro de que esos
dos se entienden a mis espaldas, y lo que me obnubila aún más es la
duda sobre si alegrarme o entristecerme por ello.
De
todas formas tenía que inquirir la verdad para saber a qué atenerme
y, como me daba apuro concurrir a ninguna agencia de detectives,
pensé contactar con el tipo de la gabardina para pedirle que
siguiera a la consorte; sería más barato y lo envolvía el aura de
profesionalidad de Philip
Marlowe.
Sabía
que para provocarle a seguirme bastaría con releer, por ejemplo,
“La dama del lago”
(no había tardado en pisarme la cola mientras leía o veía
policíacas mucho menos evidentes), y al final me decidí por la
última de la serie de Chandler,
“Playback”,
aquélla en la que Marlowe parece más nostálgico y por ende cínico
que nunca. Y, en efecto, me bastaron las primeras setenta páginas.
Porque
fue todo uno bajar con Alma –que desde el carrito me barnizara con
la dignidad herida de un padre de familia–, reabrir la novela en un
banco de la plaza, y verlo fundido con la sombra de los plátanos y
observándome tan atento que a sus pies le estaba levantando la
patita un chucho. Esperando que no se hubiera calzado los de vestir,
me levanté y, bosquejándole una mueca de complicidad, orienté el
timón del carrito hacia él. Osciló el peso de una pierna a otra,
como vacilando, y echó a andar hacia la avenida, por lo que supuse
que creería más discreto que habláramos confundidos entre el
gentío para despistar a posibles terceros. Recordé la sarta de
películas sobre espías de los sesenta y setenta, entre las que solo
brilló en mi recuerdo la gema de una que por la crítica es tomada
por bisutería, “Cortina
rasgada”,
cuyo único pecado es de omisión: la ausencia de Bernard
Herrmann.
Como
aceleró antes de doblar la esquina, también yo me apuré, y al
desembocar en la avenida lo vi zigzaguear entre los viandantes y,
debido a que gracias al carrito a mí la gente me daba paso, acorté
la distancia. Solo supe que algo no marchaba cuando volvió la cabeza
y lo vi traslucir el espanto en un visaje inequívoco –como les
pasaba a las chicas que me miraban al iluminarse las discotecas–,
lo que le costó colisionar con un buda panzudo idéntico al luchador
y ajedrecista de “Atraco
perfecto”,
que no obstante se disculpó con la típica cortesía oriental.
Luego
emprendió el trote, como si huyera de mí, y yo iba al galope –no
quería perderlo–, para regocijo de una Alma que chillaba como
ordenando la carga de la Brigada Ligera, y hasta había empezado a
gritarle que se detuviera, cuando los pitidos de un guardia de
tráfico me hicieron renunciar y perderme por un callejón lateral,
cierto que estaba de que aquel paranoico volvería a acusarme de que,
en vez de él a mí cada vez que me entrego al género negro, era yo
quien lo perseguía a él.
En
casa no lograba concentrarme en “Playback”; las palabras se
perseguían y atropellaban como un poli sin escrúpulos a una triste
mujer de vida alegre. No volvía la consorte. Y al estilo –por el
camino- de Charles
Swam
según Pedro
Salinas
en la primera entrega de “En
busca del tiempo perdido”,
a través del teleobjetivo de mis celos (¿auténticos o mera pose
literaria?), enfocado hacia la lúcida –encendida– ventana de la
realidad, podía ver la cándida (no en el sentido moral) desnudez de
ella deslizarse sutil, como untada con aceite (¡o peor, con la
mantequilla de “El
último tango en París”!)
entre los brazos peludos de aquel simio.
Recordé
que toda la mañana, mientras yo estaba en el banco, aquellos dos
habían tenido el campo libre en el apartamento y me puse a rebuscar
entre las sábanas algún pelo que, señores del jurado, me sirviera
de prueba. Encontré uno canoso y rizado –inconfundiblemente mío–
y, bajo la almohada, otro arqueado y como tenso, aún electrificado
del último resto lujuria, de esos tenaces que es imposible despegar
del lavabo, que me guardé en el pastillero. Entonces oí unas risas
en el pasillo, y luego una voz de bajo muy profundo se entreveró con
el típico aullido de placer de la consorte –lo cual me retrotrajo
a la luna de miel– y después de un rosario de gemidos, carcajadas,
suspiros y quejidos sonó la fálica llave de casa hurgando en la
hendidura de la cerradura. Estaba claro que la blandía alguien que
no estaba acostumbrado a abrir.
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