No
puedo sino felicitarme por la luminosa idea que ayer tarde tuve de
cruzar, en el que parecía imposible punto de intersección de mi
inteligencia, las dos tramas paralelas que estos días tanto me
venían dispersando una atención que quería concentrar en Stendhal.
En cuanto se me ocurrió, tuve que ponerme a leer “Rojo y Negro”
para no reventar de regocijo y risa en el banco, y nunca como
entonces me divertí leyendo sobre las intrigas de la señora Renal
enmascarándole los cuernos a su encopetado marido.
Por
un lado no dejaba de acosarme el mafioso del Ferrari en la mesa de la
oficina, pues desde que me había observado desplegar mis facultades
de trilero con el dueño de una lavandería y un pueblerino
empresario de pompas fúnebres, no dejaba de insistirme en que me
convirtiera en factótum de sus tejemanejes, que no otra cosa había
pretendido cuando me sondeara sobre aquellos préstamos suscritos por
sus empresas espectrales, probablemente para que su devolución le
sirviera de blanqueo.
Gangrenado
por la más lacayuna de las avaricias, aquélla que mira por el
dinero ajeno, el director estaba tan encantado con sus visitas,
puesto que con cada ingreso del mafioso restañaba la hemorragia de
capital, que había dejado de interceptarme el contrabando de libros
en el maletín y ya no me abroncaba si me sorprendía leyendo. Pero
yo no suponía tan beneficioso el trato con semejante personaje y
menos que nada quería sobrecargarme con nuevas atribuciones que me
distrajeran de mis auténticos intereses. Y como muy peligroso me
parecía erigirme en contable de un delincuente –y más que a caer
en prisión y pasar “Veinte mil años en Sing Sing”, donde tiempo
me sobraría para leer y hasta eludiría mis onerosas obligaciones
familiares, temía que entretanto los riesgos y emociones de la
aventura me disiparan, dispersaran y despojaran de la concentración
indispensable para el cultivo de la cultura–, ya que, como os digo,
tal puesto me parecía muy comprometido, al borde mismo de la
catástrofe, no pude sino pensar en mi cuñado como candidato ideal
para el mismo.
Era
mi oportunidad de librarme de él y cerrarle el grifo de su cháchara
pictórica. Que no estamos sino ante un charlatán de los óleos y
las tonalidades que con chillones trazos rellena los lienzos en
blanco de su ignorancia, lo demuestra la falsificación de un
Caravaggio –su presunta especialidad– que le ha hecho comprar al
museo (y eso que le había recomendado ver “F for fake”, de
Welles), lo que tras la visita de un comité de expertos
internacionales le ha valido el finiquito. Lejos de volver a ser
comisario de exposición alguna, suerte ha tenido de que no lo haya
interrogado un ídem de la policía, porque en asunto tan tenebrista
acaso hubiera por su parte algo más que incompetencia. Mil veces he
transmitido a mi hermana que el gusto de su marido por tal pintor que
solo putas y rufianes adoptaba por modelos trasunta su carácter
vicioso y, en efecto, ha resultado reo de su pasión más baja,
Caravaggio.
De
modo que probablemente no mentí cuando a ojos del mafioso hice pasar
por doloso el error del cuadrito. Y como de todas formas mi cuñado
es más liante que Walter Matthau en “En Bandeja de Plata” , le
gusta beber y comer más que a Enrique VIII según Charles Laughton,
los emolumentos de mi hermana son precarios, y a primera vista el
puesto es goloso, yo sabía que aquellos dos tunantes estaban
condenados a entenderse.
Los
cité anoche en el pub de la esquina, y como vi que se calaban al
primer vistazo, me fui a casa a retomar el hilo de “Rojo y Negro”,
sintiendo en el diafragma el cosquilleo de una Celestina triunfal o
de un agente secreto del Destino.
Mínimos
minimalistas habrá que, rastreando en el pasado imposibles
justificaciones a su mezquino gusto, fundamenten el prodigio de tal
novela en su naturalidad o aparente simplicidad, cuando ni siquiera
“aparentemente” semejante obra de arte es natural ni mucho menos
simple. Los amantes de la prosa estreñida se precipitarán a
presentarnos al donjuán frustrado (y por ende escritor genial) de
Henri Beyle como un milagro de concisión, naturalidad, exactitud y
claridad, lo cual demuestra que, de modo opuesto a como se
reconocieron el mafioso y mi cuñado, no han calado su escritura,
artificial como todas las preclaras. Artificial en el buen sentido,
porque de arte hablamos. Así que mejor haremos en dejar ese estilo
que llaman “invisible” –eufemismo de “inexistente”– o
“transparente” –de vacío– o “económicamente expresivo”
–también nos quieren recortar la expresividad– para las listas
de la compra, los índices bursátiles, mensajes de texto o las
novelas del parco Azorín, cuyo pseudónimo ya define el carácter
miniaturesco de su escritura.
Respecto
a Stendhal, anoche que saltándome la cena y con Alma dormida pude
leer casi una hora, confirmé cómo el que llamarán río cristalino
de su prosa no sólo refleja –espejea, preferiría él– nubes
tormentosas, sino que en su corriente se traslucen siluetas
monstruosas; y su sintaxis se extiende con tal amplitud y culebrea en
meandros tan retorcidos, que si era así como estaban redactados los
famosos artículos del código civil con que decía (en broma)
inspirarse, los truhanes como el mafioso –y ahora mi cuñado–
bien disimularían sus desafueros tras las complicaciones y dobles
sentidos de dicho código napoleónico.
Y
cómo campean en sus páginas los tan denostados “artificios –otra
vez la palabrita que odian esos enemigos del arte– literarios”.
Así, Julián prevé su caída en cierto papelito que halla en la
iglesia de Verrières, donde además un efecto lumínico le hace ver
la pila de agua bendita llena de sangre –sólo un ejemplo de las
múltiples “premoniciones” que acosan a los personajes–; el
amor que le inspira a Matilde es preludiado por el ataque que sufre
uno de los invitados al baile; y la mayoría de las emociones o
pensamientos que embargan al protagonista le son ideados por
“oportunos” encuentros o casualidades. Todas sus páginas están
saturadas de lo que odian esos cicateros enemigos de lo inefable.
Nada de lo cual está reñido con el modo indirecto, elusivo,
espectral, con que en ciertas descripciones deja que el lector
imagine algunos ámbitos, como esas músicas de Takemitsu que el
oyente parece invitado a completar. Lo barroco no es contrario a la
inteligencia o a la imaginación, sino todo lo contrario.
Con
razón se atribuye falsamente a Stendhal la frasecita de que en sus
novelas pasea el espejo por el camino de la vida –aunque sí la
hizo suya–: él sabía que, además de indeseable, el realismo es
imposible y que sólo con sus tretas de genial embaucador (ficción
viene de fingir) –que le llevaron a plagiar sus primeras obras–
ganaría el “billete de lotería” que él llamaba a la
inmortalidad artística, el cual salió premiado justo cuando había
calculado, cuarenta años después de su muerte, mientras que en vida
le bastó, y sólo al final, con llegar “to the happy few”, lo
que alguien del veintisiete llamó “una inmensa minoría”, como
decía la publicidad de la segunda cadena cuando programaban
películas subtituladas.
Y
ahora que me acuerdo el mismo Stendhal escribió sobre el tema que
tratamos –que no es sino la última transmigración de la cíclica
disputa entre clásicos y románticos–, personificando sendas
tendencias en Racine y Shakespeare y haciéndolos batirse en un
imaginario pugilato que por supuesto ganó por K.O. el segundo. Y
como esta vez no me conviene dar a entender que lo hizo para burlarse
de nosotros, doy por válido el combate.
Sobre
las doce me interrumpió la lectura una salva de cohetazos de esas
enojosas fiestas del barrio, que además despertaron a Alma, y
furibundo y contradictorio –auto dialéctico– que soy, y aunque
mi cuñado cuestionaría la manera de concluir este post, reconocí
que después de todo incluso un malvado partidario de Carver como él
también lleva su parte de razón en criticar tanta pirotecnia y
fuego de artificio.
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