Camino de casa de mi
hermano, más displicente que Lee Marvin
o Ernest Borgine en cualquiera de sus papeles, le di un puntapié a una lata
de cerveza y luego casi a un gato blanco, pero al momento me olvidé de todo eso
para intentar aplastar la cabeza de serpiente de los celos.
Y es que cuando la consorte
y su amigo entraron en casa hube de tolerar, además de sus chistes de cornudos,
que ya provocaran la hilaridad de la consorte en el pasillo –no se reía así
desde que me la presentaron– , que él también palpara el cuerpo desnudo de
Alma, porque ella me explicó que Loren es un pediatra en paro –por eso aceptó
figurar en el anuncio de comida para perros, más apto para un veterinario– y
había pensado que nos convendría una segunda opinión sobre el insomnio y la
excitabilidad de la niña. Aunque lo cierto es que últimamente ha dormido mucho
mejor, y no dejo de lamentar que eso me impida programarme aquellas sesiones
golfas de madrugada, como habréis comprobado por la escasez de comentarios
cinematográficos.
Por otra parte,
mientras la examinaba el doctor (menos de fiar que Thomas Mitchell en “La
Diligencia”), una Alma empurpurada se había convertido en un amasijo de
rugidos. Cuando el tal Loren al fin se fue, la consorte recordó sus cursillos
por correspondencia de Psicología y aventuró la peregrina idea de que la niña
había reconocido en el velludo un competidor en su amor por mí, puesto que al
parecer el tipo es gay y le había confesado a ella misma que nos conocía de
vista y cuánto le atraía yo.
Y aún no sabía yo si dar crédito (con perdón) a aquella rocambolesca historia o considerarla una blanqueada fachada que encubriera sus relaciones cuando comprobé que aún restaban tres cuartos de hora para la cita con Ramón y mi cuñada, cuya intransigencia comprende una puntualidad prusiana. Porque a través de mi hermano le había propuesto fumar la pipa de la paz y ella había aceptado enterrar el hacha, aunque yo sabía que esa admiradora de la Merckel me odia más que John Wayne el racista a Scar, el comanche de “Centauros del desierto”, desde que logré que mi hermano llegara borracho a su boda con la excusa de que aquello podría servirle como pretexto de nulidad en el caso de que más tarde se arrepintiera.
La idea se me ocurrió hace un par de días, cuando ya no podía seguir postergando ver a un Ramón histérico por conocer mi opinión sobre la que ya es colección de relatos, antes de presentarla a un premio, porque me consta que, salvo en el inverosímil caso de que se alce con el galardón de ciento veinte mil euros, en la vida confesaría delante de su mujer que se entrega a literatura en vez de buscar un trabajo hasta en los contenedores de basura. Parece que ella le repite varias veces al día la estupidez de que cuando uno desea algo de verdad ni come, ni duerme, ni hace el amor hasta que no lo ha conseguido; ahora me explico por qué ahora le molesta tanto la espalda a Ramón: estará durmiendo en el sofá. Mi cuñada sería una chantajista mejor que Dan Dureya en “La mujer del cuadro” o en “Perversidad”, ambas con Joan Bennet como señuelo. Todavía sigue amortizando la anécdota de la boda; delante de ella mi hermano no se atreve ni a tomarse una cerveza.
Reflexión que me invitó a tomarme un par de ellas en una terraza reverberante de calor mientras me aterrizaba en la mesa la infausta paloma de la hora en punto. Como me había dejado en casa la antología de relatos de John Cheever que estos días llevo a todas partes –suerte ha tenido mi hermano que entretanto no me haya dado por leer los suyos–, me dispuse a inaugurar en una servilleta el listado, paralelo al del cine, de las setenta y siete novelas que más me gustan, esto es, las mejores setenta y siete novelas de la Historia de la Literatura, y ya aviso que quizá no esté el Quijote, aunque solo sea porque me da la gana dar un mentís a todos los que la enaltecen sin haberla leído por ni con gusto.
Sí que me apena no incluir ninguna de John Cheever, ya que la estructura de sus novelas, en vez del diamante pulido de las de Nabokov, parece un collar ensartado de topacios, una sucesión más o menos bien engarzada de relatos. De modo que en la futura –esto es, imposible– lista de los setenta y siete mejores relatos de la Historia, me desquitaré insertando al menos siete de los suyos.
Aunque, como en el caso
de las películas, me niego a elegir entre las setenta y siete y teóricamente el
orden no implica preferencia, no puedo impedir que, si también habéis estudiado
Psicología por correspondencia, penséis que no deje de ser significativo que
hayan sido estos los primeros siete títulos en rebrillar como húmedos neones
entre la niebla tipo flash back del recuerdo, incitándome como luces rojas a
los perversos placeres de la relectura.
·
“Luz
de Agosto” (paciencia, ya solo quedan dos meses si estáis trabajando), de
Faulkner.
·
“Lolita”
(Lo-li-ta), de Nabokov.
·
“El
Siglo de las Luces” (el asunto va luminoso), de Alejo Carpentier.
·
“Nuestro
hombre en La Habana” (más luz, ahora tropical, golpeando en el malecón como
un batería fumado), de Greene.
·
“Un
puñado de polvo” (otro verso de Eliot. Humor pesimista de primera), de
Waugh.
·
“Desayuno
en Tiffany’s” (otra vez sale el sol, aunque matizado de tristeza en el
cruce de la Octava mientras Nueva York sestea de resaca), de Capote.
· “Corrección”
(ésta sí que tiene estructura, la de un esqueleto pelado. Lóbrego e hipnótico
dies irae), de Bernhard.
Con excepción de la
última, la elaboración de una lista tan luminosa me reconcilió conmigo mismo,
ya volvía ser el cretino de siempre y hasta creí en la historia de la consorte
sobre el que, ahora que caigo, bautizó sonriéndole como “mi pediatra de
cabecera”. Pero por entonces, refulgiendo al rojo en aquella terraza a un sol
de treinta y tres grados, creí que se había hecho suficiente luz sobre mi vida.
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