Prendo
la radio para animarme con los vaticinios de “La pitonisa
Casandra”, pseudónimo clásico que le inventé a mi madre y ella
ha adoptado sin saber que se lo atribuí en previsión de que sus
razonables consejos espirituales a los oyentes pronto degenerarán en
profecías de destrucción que no dejarán de cumplirse: caeremos
como Casandra
vaticinó a Troya, solo que nuestra ruina carecerá del esplendor de
aquélla, y también víctimas de un engaño tan vil como el del
caballo de madera. Es lo que pasa con los rescates financieros, que
pareciendo una ayuda, en sí mismos acarrean el desastre, como el
vientre del caballo albergaba a los griegos.
Pero
ya que el dial no está en su sitio, por desgracia se desatan, como
la lluvia sobre olvidadas lápidas, los primeros acordes de mi, no
obstante, predilecta sonata para piano, la opus no sé cuantos en si
bemol mayor de Schubert
–música diegética, “in”, en este post–, una obra de tristeza
tan aniquiladora que podría haber provocado la dimisión de un
faraón o hasta de algún presidente de cualquier consejo del poder
judicial.
Ya
estaba yo lo bastante perplejo ante mi vida, como Nanouk
el esquimal
ante Las
Hurdes de Buñuel,
cuestionándome qué (no) hago en la vida, qué esquiva cola persigo
con este blog y hasta planteándome abandonarlo, resignado a nunca
lacear como en “Hatari”
ese maravilloso animal imaginario o mitológico (¿quimera o
unicornio?) que ni siquiera he visto nunca ni sé si existe, porque
lo único que hago es malbaratar mi tiempo mientras que el día peor
pensado mi hermano publicará su primer libro de relatos, Bonny
and Clyde
atracarán el banco y frustrados de no hallar ni un chavo me
ametrallarán, o mi cuñado, enriquecido gracias al mafioso, comprará
el rosáceo Tiepolo
de sus sueños frunciendo la barba de plata sin lustrar en una
carcajada de escarnio.
Pero
buscando una respuesta –un rastro de ese animal extinguido cuyo
colmillo (o cuerno) mágico pudiera salvarme–, ya tarareaba el
Septeto de Mendhelsson
el feliz (su padre era millonario, y él genial y se llamaba Félix),
esperando que de un momento a otro, como sabe cualquier maníaco
depresivo novato, su euforia me transmitiera el típico ramalazo de
exaltación –tan intenso como volátil-, cuando he puesto la radio
y de entre todas las músicas del mundo –que diría Rick en el bar
de Rick– ha tenido que ser Schubert, y de entre los cientos de
obras –inacabadas– de Schubert, ha tenido que ser esta sonata, y
de entre todas las sonatas completas o incompletas de Schubert ha
tenido que ser la en si bemol mayor, y no la voz de mi madre, la que
me hablara con sus líquidas notas de lluvia triste, las últimas
gotas de ginebra y lágrimas repiqueteando en el vaso de Rick, que
acuesta la cabeza en el brazo porque Elsa ha vuelto comprometida con
un aburrido activista y con la Resistencia. Pero tócala otra vez,
YouTube:
Sí,
tristemente llueve, y tengo una gotera en los frescos –de Tiepolo?–
del cielorraso del fastuoso palacio de mi fantasía (esto es, el
sótano de mi obnubilación), que acabará por obligarme a salir a la
intemperie, a calarme de realidad bajo el diluvio de nuestro tiempo.
¿Acaso
lo único que he perseguido con cada nuevo post no ha sido sino eso,
apresar el tiempo, placarlo como un defensa irlandés hace con un
medio volante inglés, interceptar su paso que entre pañales y
créditos denegados se me escurre de entre los dedos, se me escapa
como un cliente insolvente y sin avalista al que haga cinco años le
hayamos concedido una hipoteca por el doble del valor real del piso
gracias a un genial
tasador con quien hubiéramos repartido la comisión?
Pero
he aquí que, avanzado el primer movimiento, cuando con una emoción
que ni Proust
logra explicar respecto a la sonata de Vinteuil–Cesar
Franck,
se repite el tema inicial con el inesperado énfasis de la
resignación, resulta que de tanto llorar en el hombro de Franz –ese
gordito simpático, pero con gafitas empañadas de melancolía, del
que todo dios se pitorreaba–, compruebo que la tristeza de esta
música tiene la facultad de consolarme gracias al mal sentimiento de
alegrarme de que incluso en la alegre Viena hubiera alguien más
desolado (es decir, inteligente) que yo, justamente aquel pícnico
Mr. Pickwick de la música que uno hubiera esperado un barriguita
feliz, y sin embargo hubo de sufrir la sordidez de la incomprensión,
los remordimientos de la sífilis, y conformarse con el privilegio de
haber compuesto, entre otras muchas, la maravilla que sigo
escuchando.
En
todo caso sigue atormentándome mi enemigo invisible, ese espía
doble del demonio imposible de desenmascarar que se me ha infiltrado
en el pensamiento y cuyos mensajes solo puedo descifrar bajo el
código de la tristeza. Desde luego, no se trata del temor a que mi
suegro vaya a desvelar el tropiezo que el otro día tuvimos en el
lupanar de lujo, pues una consigna de silencio enmudece a cuantos se
reconocen en sitios así.
Cada
vez estoy más convencido de que lo que me atenaza es la
imposibilidad de detener el tiempo, ni siquiera hechizándolo en el
sortilegio cíclico de mis rutinas, viendo una y otra vez las mismas
películas –donde los personajes no envejecen– y leyendo los
mismos libros –cuyos argumentos llegan a parecer inevitables–,
escribiendo post como éste –en los que no pasa nada, con frases
inacabables sin apenas verbos ni por ende acción–, desayunando un
minuto antes y acostándome un minuto después que todos los días,
sin usar reloj ni mirar los calendarios, eterno decepcionado de que
se incumpla mi necesidad de que nada cambie nunca, y nadie nazca ni
muera jamás –ni siquiera mi suegro–, simulando ante mí mismo no
haberme pinchado con el muelle del tresillo para no tener que tirarlo
y traer otro intruso, pero sin poder dejar de admitir que la sonata
galopa hacia el final porque el tiempo es el lienzo de la música.
¿Se
deberá a un efecto retardado de la revisión de Dublineses?
Me asomo a la ventana y veo que, tal y como han dejado de anunciar
los periódicos, no está nevando. Un joven tan pálido que podría
pasar por Julián
Sorel
pasea de la mano de una chica mayor que él (la señora Renal?). Para
colmo anoche, a la luz de los comentarios de Lampedusa
sobre Stendhal, mis teorías sobre el último se me desmenuzaron
entre los dedos como un pagaré fuera de plazo.
Pero
recordando lo que me divirtió la feroz hipocresía de Julián –un
ateo infiltrado en el seminario, un liberal (los rojeras
decimonónicos) medrando entre círculos absolutistas (los peperos de
la época)–, como nada hay que revitalice más que el odio, confío
en exprimir de la hipocresía la energía necesaria para volver
mañana al banco y denegar otro préstamo.
Y
hasta para escribir otro post.
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