sábado, 30 de junio de 2012

SOBRE SED DE MAL

Deseo de ser Hank Quinlan.


Hoy os contaré un secreto: aunque deslizándome por el tobogán del vicio haya acabado convirtiéndome en un abstemio ex fumador y respecto a lo otro cada noche la consorte se invente excusas dignas del realismo mágico, desde la primera vez que vi "Sed de Mal", ya que me veía incapaz de combinar algo tan extraordinario como el plano secuencia inicial, un magnificente travelling de retroceso con la panorámica pletórica de vida de una ciudad fronteriza, en sí todo un cortometraje que nos presenta a los personajes, incluyendo al magnate cuyo auto salta por los aires en una deflagración generadora, con su onda expansiva, de toda la trama, desde aquella noche memorable que rebobiné la cinta VHS donde la había grabado, he soñado acabar como Hank Quinlan, el jefe de Policía americano incorporado por Orson Welles -también director, en un perpetuo e imponente contra picado contra sí mismo-, borracho de bourbon y resignación,  derrotado como un toro de lidia en el salón de la pitonisa que me ha vaticinado que estoy al final del camino, mascando un puro sin que siquiera me alumbre la esperanza de encenderlo, olvidado de mí mismo y sin ningún futuro, absorto en el vaso y luego incapaz de reconocerme en el espejo plagado de cadáveres de moscas, meciéndome ya en el balancín del recuerdo al tintineo de los abalorios de una puerta a través de los que me observa la gitana Marlene y a las notas de una nostálgica pianola que me habla de una esposa perdida hace tanto tiempo que ya solo puedo reinventarla, aunque no he dejado de exorcizar su estrangulamiento a manos de un criminal poniendo pruebas falsas que manden a la silla eléctrica a todos los asesinos del mundo, y al último incluso lo he estrangulado yo mismo antes de venir a beberme la última copa de mi vida; pero además de seguir enamorado de una muerta, encomendándome al dios padre bourbon cuyo amor -después de años de sobriedad- ya no odio, sino que me llevo a la boca podrida las cuatro rosas de su etiqueta, además de eso siempre he querido ser tan intuitivo y sagaz como él, capaz de detectar las mentiras de un acusado -o un culpable, es lo mismo- por la fijeza excesiva de su mirada o la firmeza de su pulso, de descubrir qué policía se ha contagiado del virus del idealismo, de reconocer por su aura de timidez a los jueces que mantienen el prejuicio de la presunción de inocencia; me habría encantado ser tan inteligente y cínico como él, más lúcido en sus investigaciones cuanto insomne, con su valentía para dejar de beber justo hasta hoy, que he recaído por culpa de ese maldito policía mexicano que nos ha descubierto a mí y a Joseph Calleia, mi ayudante y mejor amigo, disponiendo un par de cartuchos de dinamita que condenen al culpable de haber colocado los otros cuatro que robó en el maletero del auto explosionado; sí, me encantaría que a cada trago las risas de esta noche llorasen en mi garganta, que las copas felices que en el pasado tomé con Joseph no se disolvieran como el hielo de este whisky, dios padre bourbon, cómo amo tu odio, el frío de tu botella que me recuerda a la piel de un cadáver en la morgue; me gustaría suscitar los odios y las lealtades que él promovía, equilibrarme en la frontera de la corrupción con la exuberancia de sus pasos, salir ahí afuera tambaleándome,  ahora que la ciudad pende del garfio de la luna y las hojas de periódico huyen como ratas que crujiendo roen mi muerte, vengar la traición de mi mejor amigo y llorar con mis lágrimas de ceniza y de su propia sangre que como lady Macbeth ahora me lavo de la mano, y derrumbarme con todo mi peso en las aguas infectas de petróleo que sostendrán mi cuerpo con una guirnalda -digna de Ofelia- de hedor y basura, toda esa putridez colgándome del cuello; pero mereciendo que, exquisita y decadente, Marlene me escriba el epifafio en el agua, en vez de conducir a una Janet en vulgar plenitud, como ese maldito policía mexicano, Charlton Heston -el Swartzeneger de los cincuenta- por la despejada autopista de su futuro, con el único peaje de haberme conocido y sufrido; sí, ya que no he podido ser Orson Welles, me habría gustado ser Hank Quinlan siempre y cuando Orson hubiera escrito mi papel dándome todas las oportunidades de defensa que, miserable de mí, yo nunca he dado a todos aquellos acusados a quienes ya empiezo a oír llamándome desde la otra orilla.                      

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