Al
final la bomba de hidrógeno que en el banco parecía de estallido
tan inevitable como la del “Teléfono
rojo” de Kubrick,
se redujo a los fuegos de artificio que en su selecto almuerzo
bebieron los directivos bajo la especie de copas de cava, mientras
nosotros nos licuábamos a base de refrescos de cola. De momento,
todo se ha limitado a una reducción de menos del treinta por ciento
de nuestro sueldo; pero aunque el jefe incluso desalentara la
venganza de los consejeros contra los cajeros después del bollo que
Pepe les hizo en el Audi, me temo que no se han molestado en
ejecutarla porque saben inminente el cierre de la sucursal.
Al
menos desde ahora no tendré que trabajar por las tardes; ya que
ningún moroso se deja intimidar por mis demasiado alambicadas
amenazas, el director ha preferido ahorrar los gastos de teléfono.
De modo que hoy he aprovechado para visitar de incógnito el estudio
donde mamá y mi hermana emiten su programa de radio, para hacerme
pasar ante los demás por un prosélito anónimo, porque parece que
la popularidad de mamá se está mitigando y su estrella se apaga
como la de Juan
Nadie cuando
se desgañita justificándose en vano ante una multitud que ruge su
decepción bajo la lluvia mientras los agitadores lo calumnian y
hasta los micrófonos se le averían.
La
emisora retransmite desde la undécima planta de un tullido edificio
de las afueras, apuntalado hasta el cuarto piso por unas vigas como
muletas que le eviten la declaración de ruina. Me subió a las
alturas un ascensor de jaula enrejada tan precario como el
montacargas que al final de “El
Manantial”
sube en éxtasis a
Patricia Neal
en una ascensión hacia el orgasmo por el fálico rascacielos en cuya
cima la espera en contrapicado Gary
Cooper el
arquitecto, salvo que a quien me encontré fue a una anciana en bata
y con rulos, lo cual en todo caso preferí a que ningún arquitecto
larguirucho me elevara a éxtasis alguno porque tengo gustos
completamente opuestos a los de Patricia Neal.
Acaso
la emisora se había ubicado en aquel palomar para difundir a los
cuatro vientos sus precarias ondas que, impregnadas de publicidad
como de grisáceas cagarrutas de paloma, mancillen las mentes de los
radioescuchas. Sin placa o indicación alguna, hallé abierta la
única puerta del sobreático, tan descuadernada como si la hubieran
forzado, pero solo era que estaba decrépita, y me deslicé, por
algún motivo de puntillas como James
Mason
haciendo de espía bajo el nombre en clave de Cicerón, a través de
un corredor en penumbra olorosa a cocido de Lavapiés, temiendo que
de un momento a otro desembocaría en un recoleto salón donde una
familia salida del imaginario de Berlanga
o Fellini me
enfocaría con sus pupilas por encima de la cuchara humeante, las
servilletas a cuadros anudadas al cuello y con el telediario a toda
voz.
Pero
he aquí que en la tiniebla se destilaron nueve notas de una música
más terrorífica que el “Dies irae” de “El Séptimo Sello” y
me dejaron aturdido: los primeros acordes de órgano de la “Tocata
y Fuga” de Bach.
Recordando que aquella era la sintonía del programa, perdí toda
esperanza de que me mordiera la nuez ninguna mujer vampiro, y por fin
desemboqué en el estudio.
Con
su voz de moqueta recién pasada la aspiradora, saludaba mi hermana a
la audiencia, y a su vez mi madre me saludó con la mano; le sonreían
los ojos con la felicidad de quien logra –aunque tardíamente–
consumar su talento, y me mordió el trasero el alacrán amarillento
de la envidia. Mi hermano habría sentido lo mismo al escribir su
primer relato o refundar la CNT, por no hablar del diseño de sus
programas cibernéticos.
Salvo
la clásica pecera coronada por un piloto verde, en cuyo interior
subía y bajaba el volumen de la música un barbudo organista
virtual, en aquel habitáculo nadie más que ellas dos se acodaba en
aquella mesa que parecía de pingpong sin red, ante sendos micrófonos
idénticos a berenjenas. Los auriculares y la expectación en la cara
las asemejaban a pilotos de bombarderos aguardando la orden de
lanzarse en picado.
Como
nadie llamaba, mi hermana repetía los números de teléfono entre
Johan y Sebastian, y ya se agitaba mi madre como un delantero centro
impaciente; quizá los oyentes detectaran el repiqueteo en la mesa de
sus uñas de águila. El barbudo hizo un aspaviento y, menos fúnebre,
Bach pareció retirarse a engendrar en el lecho de Ana Magdalena un
vigésimo cuarto músico: ¡había una llamada!, según anunció la
voz, ahora de campanillas, de mi hermana, mientras se empurpuraban de
emoción las mejillas que mamá conserva tersas a base de mantener
dos minutos al día la cabeza incrustada en el congelador.
En
efecto, una voz que no me pareció del todo desconocida, preguntó
por la suerte que le esperaba en su nuevo trabajo. Impostándola como
grave y nasal quizá gracias a un pañuelo, no podía ocultar al
fondo un tonillo chillón, como una ristra de latas arrastradas por
el tonto del pueblo. ¿Quién podía ser?
El
guiño de mi hermana me delató que quien había llamado no era sino
mi cuñado. A espaldas de nuestra madre se habría aliado con él
para que haciéndose pasar por un oyente acallara las protestas del
jefe de emisiones, que amenazaba con despedirlas por falta de
llamadas. Tembló con verosimilitud la voz del farsante suplicando
por una prosperidad que no tardaría en augurarle mi madre, barajando
un tarot parecido a los bonos del ferrocarril que Bette
Davis le
roba a su marido en “La
loba”,
urgida que estaba por mi hermana a dar solo noticias optimistas que
alentaran a llamar a más gente. Al fin se decidió a poner bocarriba
la carta del destino: el ahorcado.
Ambas
desorbitaron los ojos y el barbudo tuvo que traer de vuelta a Johan
Sebastian a medio terminar su faena conyugal. Mi hermana le hizo a
mamá un ademán disuasorio de la sinceridad, bien para no perder
otro micrófono en su discontinuo currículum o bien para no
empavorecer a su muy supersticioso esposo, que había llamado
confiado en que allí solo se preveían bodas, cruceros o herencias
inesperadas. Y he aquí que mamá se encogió de hombros e, incapaz
de traicionar su conciencia profesional, como aquel Mr.
Memory,
el sabelotodo del music hall capaz de contestar a lo que le
cuestionase el público, que al final de “Treinta
y nueve escalones”
respondía a lo que le preguntaba la policía aun a costa de su vida,
le advirtió al llamante que un día de estos, al despertar, se
encontraría en la cama con una cabeza decapitada de caballo, al modo
de “El
Padrino”.
¿Habría ella reconocido la voz del miserable –en el sentido de
infeliz– y también conocía su flamante ingreso en la mafia?
La
señal discontinua de la línea dando señal de comunicar sonorizó
el pulso desbocado de los tres –los cuatro, si contamos a mi
cuñado, que acaso había colgado tan horrorizado como Barbara
Stanwyck
al final de aquella obra maestra de Anatole
Litvak, “Sorry, wrong number”, durante
la que la inválida protagonista descuelga –para llamar o
contestar- cuarenta y tres veces el teléfono en apenas ochenta y
ocho minutos.
Mientras
mamá aún disertaba, como delectándose, sobre el aciago destino que
le esperaba a su yerno, mi hermana y yo nos miramos como los hermanos
de “La
Noche del Cazador”
mientras se les acerca ese predicador psicópata que es
Robert Mitchum, ella
con el temor y yo con la esperanza de que su esposo y cuñado mío
hubiera cortado la comunicación porque la desgracia ya se le hubiera
desatado encima. Después de todo, no sé a qué venían tantas
alharacas: todos los fracasados sabemos que el destino propio no solo
hay que aceptarlo, sino abrazarlo como Burt
Lancaster a Yvonne de Carlo
antes de que Dan
Duryea
los acribille al final de “El
abrazo de la muerte”.
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