Cuando
el último día sorprendí en los grandes almacenes sus pupilas de
lechuza fijas en las mías, descubrí que como en un mal remake
(igual que aquél de “El cabo del miedo” en que dos impostores
hacían de Robert Mitchum y Gregory Peck) ya volvía a seguirme el
tipejo aquel de la gabardina de exhibicionista. Sin embargo, volteé
mi bolsa de películas al desenfadado ritmo del bastón de Charlot,
enfilé hacia la sección de libros al paso chulesco de Lee Van Cleef
desafiando a un Gary Cooper solo ante el peligro, con esa cara
triangular, poliédrica y afilada de cobra y en los ojos la fe de los
desalmados en el triunfo del mal; pero sin dejar de percibir a mi
espalda sus pasos percutiendo en el equívoco laberinto de mi oído,
ni de insultarlo telepáticamente.
Y
al doblar por el primer anaquel me propulsé adelante como Cary Grant
con la muerte en los talones, hacia la escalera mecánica en vez del
maizal que la avioneta fumigará, y después de caer en el error –y
en el último escalón– de adelantar a saltos a los atónitos
clientes, lo cual me costó que me descubriera desde la librería,
corrí a ocultarme en un probador de ropa.
Necesité
una cascada de golpes y gritos a la compuerta, y entre cloqueos de
risas y cuchicheos –curiosamente siempre de mujeres–, para
descubrir que me había escondido en un probador femenino. De modo
que al salir solo dejé de sentirme Jack Lemmon ante sus vecinos de
apartamento,
que toman al infeliz por un perverso donjuán, al detectar a aquel
pesado probándose una camisa hawaiana encima de la gabardina.
Volvía
a la sección de DVD, esperando que, tal y como no ha dejado de hacer
en cada situación límite de mi vida, el cine me inspirase el medio
de esquivar a mi enojosa sombra humana, una solución seguramente tan
evidente como la carta robada de Poe o como uno de esos finales de
los guiones de Billy Wilder que, sugiriéndose casi por sí solos con
la lógica de lo inevitable, no dejan de confirmar lo oportuno de su
planteamiento y nudo argumental.
Antes
de llegar a los DVD, a la altura de la sección de deportes, se me
ocurrió aplicar la táctica del camuflaje, y como después de todo
llevaba un polo verde pistacho y pantalones chinos y últimamente he
adelgazado, extraje un palo de golf de un carrito y recordando las
poses de Spencer Tracy entrenando a Katharine Hepburn en “Pat and
Mike”, junto a un pescador clavado a Rock Hudson en “Su juego
favorito”, apunté la vista al remoto vuelo de la pelota por encima
de varios chopos imaginarios, y adopté un estatuario swing tan
impecable –con la sensación de movimiento de una obra de Canova–
que un vejete me estuvo hurgando la empuñadura del palo en busca de
la etiqueta del precio. Pero el que a mí me interesaba, no se dejó
engañar: con las prisas había cogido yo un palo de hierro –el
put–, como para putear (con perdón) al hoyo (otra vez con perdón)
y no una madera, como hubiera debido para salir del tee.
De
regreso al universo DVD, me sorprendió encontrar remasterizadas dos
dudosas adaptaciones de Huston, “Reflejos de un oro dorado” y “La
roja insignia del valor”, que no me inspiraron ninguna idea para
eludir la vigilancia del descarado. Tampoco me sirvieron los sagaces
fraudes del psicópata de “La mujer fantasma”, otra adaptación
de un novelista nacido para el cine, William Iris, según Robert
Siodmak, un director que nunca se equivocaba, ni las inteligentes
fintas a la policía de Dimitrios Macropoulos, según la exacta
visión de Negulesco de “La máscara de Dimitrios”, la obra
maestra de Eric Ambler; y recordé la adaptación de otra de sus
novelas, “Epitafio para un espía”, protagonizada por James Mason
–aquí se estrenó como “Contraespionaje”–, también plagada
de las maquinaciones de otro taimado personaje, pero tampoco logré
adaptar ninguna de ellas a mi caso. Y ya tenía tan cerca al de la
gabardina que si –armada o no– hubiera extendido la mano que le
abultaba el bolsillo, habría podido tocarme con la punta de los
dedos o del cañón.
Después
siguieron más cebos, trampas y emboscadas sofisticadas que tampoco
me servían, las de “El golpe” o “La noche de los generales”
–cómo me gustan las películas con el trasfondo, no del todo
acaparador sino como telón de fondo, de la Segunda Guerra, preguerra
incluida, esto es desde la caída de Weimar–, basada en una novela
de H.H. Kirst, un segundo E. M. Remarque. Al ver “Cayo Largo”
recapacité en que el problema radicaba en que no dejaba de
encontrarme cine negro por doquier, y –como ya observé al leer
varias policíacas seguidas– al de la gabardina le pasaba igual que
a esos fantasmas que engordan con el miedo de la víctima de turno,
que más ánimos cobraba cuanto más adepto me hacía al género. De
hecho, sin renunciar al aire siniestro de su expresión, me miraba
con un aire más conspirador que peligroso; tal vez intentaba
reclutarme en vez de secuestrarme.
Dos
pasos más allá, como siempre que en la noche se eleva el muro de mi
impotencia y entre sus rendijas se desliza la serpiente de la
autodestrucción (no hay sino que recordar a Cleopatra), me salvó la
proyección sobre esa misma pared de una película de Billy Wilder.
Que aunque con menos naturalidad que con la que abrochaba sus
argumentos, me mostró la solución a mi problema en bandeja de
plata, pero no gracias a la ácida comedia del mismo título, ni,
dado el caso, con esa apoteosis del cine negro que es “Double
indemnity”, sino con la que entonces encontré por encima –no
solo en cuanto a calidad– de “Sabrina”: “Con faldas y a lo
loco”.
Y
lejos de comprarla –ya la tengo–, recuperé mi dinero a cambio de
devolver las películas a una cajera que sería tan amable por
descontarle la comisión a la que me las vendió, regresé a la
sección de ropa y, aprovechando que mi perseguidor se había
confiado, elegí lo que pude con ese dinero, esto es, un vestido
violeta estampado con margaritas y de tirantes –modelo matrona de
pueblo–, un pañuelo blanco que me ocultara el pelo al cero y unos
zapatos de saldo con tacones como zancos, y después de abonarlos me
encerré en el mismo probador de antes. Así logré el efecto
dramático que algunos guionistas logran al reubicar la acción en un
escenario ya utilizado. Embutí el polo, mis zapatillas y los
vaqueros en la bolsa de la compra, y remedando a Jack Lemmon a través
de la estación central de Chicago empecé a escorarme a un lado y
otro contoneándome como un barco a la deriva –había perdido el
rumbo de mi vida–, me puse a remar con las palmas hacia fuera, y al
pasar de incógnito ante la estupefacta gabardina hasta me permití
dar un saltito como si me hubieran enchufado el vapor a presión de
la locomotora –durante media hora “Some like it hot” es una
película de trenes–, y no me resistí a hacerle un guiño antes de
dejarlo atrás.
Agradecido
de no haber sido su mujer ideal –“nadie es perfecto”–, no caí
en que si me había librado de él, era por haberme deshecho de los
tres thrillers.
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