Como
este mediodía la consorte, que para contradecir también
a las encuestas de población activa ha vuelto a encontrar trabajo,
tenía cita con la directora de una guardería y se había llevado a
Alma para presentarlas una a la otra, y yo había vuelto a retrasar
el almuerzo con mi hermano para elogiarle el relato que aún no he
reunido el valor de leer, por primera vez en largo tiempo, al
ingresar en casa, me recibió el mudo, pálido y tétrico mayordomo
del Silencio, y me he encontrado –y sentido– solo, a años luz de
la vida, en el centro mismo de la irrealidad y de la ausencia, es
decir, en el mismo corazón de mí mismo, más yo –nada– que
nunca. Pero recordé que, no obstante, tanta abstracción de lo que
me rodea a veces acababa por compenetrarme más con el mundo y que
buceando en mi interior, si no me quedaba sin oxígeno o no me cazaba
el monstruoso pulpo de la depresión, al final podría descubrir el
pecio de algún galeón hundido o el milagro de una gruta coralina
con sirena incluida. Qué creativa y estremecedora puede resultar la
pura nostalgia de nada, quedarse mirando con los ojos vacíos cómo
arremolina el viento las hojas del parque o van floreciendo las luces
de la calle cuando sale la luna.
De
ahí a necesitar un chute de tristeza solo mediaba un paso que di al
entrar en el salón; qué mejor ocasión que entonces, solo y con
tiempo bastante para darme a una mala orgía de melancolía. Pero el
problema era que apenas había disfrutado de ninguna auténtica desde
que a los catorce años (suyos y míos) se me murió el perro tonto
de la niñez; y ahora no sabía cómo procurarme una dosis de calidad
–las adulteraciones pueden resultar mortales– y no demasiado
cara. ¿En qué esquina se apostarían los camellos de la tristeza?
Porque
lo que yo buscaba no se ofrece en ningún antro a cambio de un puñado
de billetes, aunque a veces se puede alcanzar un buen sucedáneo de
ese estado en el camino de vuelta. De todos modos, no era el caso. Y
he aquí que, crucificado en el marco de la puerta del dormitorio, se
me ocurrió la solución: el t(i)empo lento del concierto
para piano y orquesta de Ravel,
no el que escribió para la mano izquierda a sueldo de un pianista
manco, sino el otro, sin numeración porque es el concierto para
piano por antonomasia, más que porque fuera el único que escribió
para ambas manos.
Desde
tan lejos como yo me encontraba, morosas, trémulas, tímidas, se
desgranaban las primeras notas que de repente me palpitaron tan
adentro como si en lugar del radio casete fuera mi corazón el lector
del CD regándome por todo el cuerpo la sangre de su desolación, y
el eco de aquellos acordes reverberaba desde el apartamento hacia los
vecinos –que pronto empezarían a aporrear el tabique–, hacia la
calle, la ciudad entera y el cielo todo de esta primavera terminal.
Pensé en el ramo de petunias del fracaso, tirado en un banco de
piedra jaspeada bajo la lluvia, en una fuente seca infestada de hojas
como cadáveres de gorriones, en el silencio especular que amortaja
una ciudad donde nieva por primera vez en la historia.
Lo
cual me recordó lo que sentí el primer día que a lo lejos oí los
tambores del mar o la primera noche que vi la llama de bronce de una
mujer desnuda, o más bien lo que imaginaba que sentiría cuando
todavía no había visto una cosa ni la otra, o sí las había visto
mejor que en la vida, en las películas de la tele. Lo mismo que en
los días que faltaban para entrar a la función fantaseaba sobre lo
que se celebraba en el interior de aquella carpa albiazul como el
paraguas o el paracaídas de un gigante, con los banderines
multicolores de quienes no tienen patria ondeando al viento de los
anhelos.
De
vuelta, miré a la ventana, donde un fantasma inflaba los visillos, y
aquella música me hizo dudar de que realmente más allá latiera
ninguna ciudad, no sabía si me había dormido y estaba soñando, si
había muerto mientras dormía y me había convertido en un espíritu
rebobinando sus fracasos, o si estaba de viaje y aquella era la
ventanilla de un tren por donde fluyera un mundo tornasolado, o si
éste había cambiado para siempre o era yo el que ya nunca sería el
mismo porque renegando de mí llevaba tiempo intentando cambiar, pero
aquello ya nunca sería posible porque la tristeza que había
abrazado como a una mujer no tan bella pero de la que no querría
separarme, era afirmativa, consistía en aceptar mi vida tal y como
es, incluyendo el cómo pudo haber sido como glosa o figura retórica
de un relato inmodificable; ya no querría perder aquella tristeza
feliz que había añorado más que a mi primera novia si hubiera
hecho la mili o me hubiera enamorado de verdad alguna vez, y en vez
de lamentarlo quise tener un hijo para contarle aquello cuando
creciera, y recordé que ya tengo una pero que igual que a mí nunca
me lo contaron mis padres al fin y al cabo tampoco yo podría
contarle cómo era esto de querer tanto las cosas no a pesar sino a
causa de que nunca hubieran existido, por eso creo que nunca quise a
la consorte tanto como entonces, mientras el piano lloraba en el
hombro de los metales de la orquesta, y lo único que podía esperar
era que a Alma le llegara el turno de experimentarlo, aunque en vez
de Ravel –o el Dúo Dinámico en el caso de mis padres– a ella se
lo inspirase la canción menos frenética de algún grupo que todavía
no se había formado; y lo cierto era que gracias a lo que los
silencios de aquella música me estaban dejando imaginar, yo había
logrado retener aquella soledad que era mi mujer ideal –fatal– y
tanto me había merecido, y aunque sabía que era imposible me juré
no dejarla escapar por nada, ella me compensaba lo bastante y yo
estaba conforme con todo tal y como era, nada podría haber sucedido
de un modo distinto a como había resultado, y en el futuro pensaría
en el presente tanto como ahora pienso en el pasado, de modo que, me
ocurriese lo que me ocurriese, más tarde lo aceptaría con la
naturalidad de lo inevitable –como esos finales de Billy
Wilder–,
con ese factor de necesidad que otorgan las repeticiones –a la
quinta revisión de una película cualquier posible alternativa en el
casting o el argumento ya es inadmisible– y que ahora, más allá de
las modificaciones de la memoria, me hace considerar inevitable el
pasado; y, como esos alcohólicos que al mezclar ciertas bebidas
intuyen que ya nunca lo dejarán, supe que jamás dejaré de leer a
ese hermano menor de Faulkner
que fue Onetti,
de ver películas de Fellini,
ni de escuchar este concierto para piano de Ravel, recordando aquella
vez irrepetible en que gracias a este post escuché la última parte
imaginando cómo lo pincharíais vosotros, con una sonrisa
ensimismada en la cara, y lo escuchabais mientras terminabais de
preparar la cena o desayunabais ante un pensativo café o reanudabais
la redacción de un informe o quizá emitíais una factura con IVA,
tal vez recordando la primera vez que visteis nevar, la última
mirada de vuestro perro, cómo intuisteis el mar brillando entre los
álamos o aquella primera noche en que temblando entrasteis en una
habitación penumbrosa donde titilaba la llama de bronce de un cuerpo
traspasado de luz… en una pantalla de cine.
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