viernes, 15 de junio de 2012

MAURICE EL CAMELLO


Como este mediodía la consorte, que para contradecir también a las encuestas de población activa ha vuelto a encontrar trabajo, tenía cita con la directora de una guardería y se había llevado a Alma para presentarlas una a la otra, y yo había vuelto a retrasar el almuerzo con mi hermano para elogiarle el relato que aún no he reunido el valor de leer, por primera vez en largo tiempo, al ingresar en casa, me recibió el mudo, pálido y tétrico mayordomo del Silencio, y me he encontrado –y sentido– solo, a años luz de la vida, en el centro mismo de la irrealidad y de la ausencia, es decir, en el mismo corazón de mí mismo, más yo –nada– que nunca. Pero recordé que, no obstante, tanta abstracción de lo que me rodea a veces acababa por compenetrarme más con el mundo y que buceando en mi interior, si no me quedaba sin oxígeno o no me cazaba el monstruoso pulpo de la depresión, al final podría descubrir el pecio de algún galeón hundido o el milagro de una gruta coralina con sirena incluida. Qué creativa y estremecedora puede resultar la pura nostalgia de nada, quedarse mirando con los ojos vacíos cómo arremolina el viento las hojas del parque o van floreciendo las luces de la calle cuando sale la luna.

De ahí a necesitar un chute de tristeza solo mediaba un paso que di al entrar en el salón; qué mejor ocasión que entonces, solo y con tiempo bastante para darme a una mala orgía de melancolía. Pero el problema era que apenas había disfrutado de ninguna auténtica desde que a los catorce años (suyos y míos) se me murió el perro tonto de la niñez; y ahora no sabía cómo procurarme una dosis de calidad –las adulteraciones pueden resultar mortales– y no demasiado cara. ¿En qué esquina se apostarían los camellos de la tristeza?

Porque lo que yo buscaba no se ofrece en ningún antro a cambio de un puñado de billetes, aunque a veces se puede alcanzar un buen sucedáneo de ese estado en el camino de vuelta. De todos modos, no era el caso. Y he aquí que, crucificado en el marco de la puerta del dormitorio, se me ocurrió la solución: el t(i)empo lento del concierto para piano y orquesta de Ravel, no el que escribió para la mano izquierda a sueldo de un pianista manco, sino el otro, sin numeración porque es el concierto para piano por antonomasia, más que porque fuera el único que escribió para ambas manos.


Desde tan lejos como yo me encontraba, morosas, trémulas, tímidas, se desgranaban las primeras notas que de repente me palpitaron tan adentro como si en lugar del radio casete fuera mi corazón el lector del CD regándome por todo el cuerpo la sangre de su desolación, y el eco de aquellos acordes reverberaba desde el apartamento hacia los vecinos –que pronto empezarían a aporrear el tabique–, hacia la calle, la ciudad entera y el cielo todo de esta primavera terminal. Pensé en el ramo de petunias del fracaso, tirado en un banco de piedra jaspeada bajo la lluvia, en una fuente seca infestada de hojas como cadáveres de gorriones, en el silencio especular que amortaja una ciudad donde nieva por primera vez en la historia.

Lo cual me recordó lo que sentí el primer día que a lo lejos oí los tambores del mar o la primera noche que vi la llama de bronce de una mujer desnuda, o más bien lo que imaginaba que sentiría cuando todavía no había visto una cosa ni la otra, o sí las había visto mejor que en la vida, en las películas de la tele. Lo mismo que en los días que faltaban para entrar a la función fantaseaba sobre lo que se celebraba en el interior de aquella carpa albiazul como el paraguas o el paracaídas de un gigante, con los banderines multicolores de quienes no tienen patria ondeando al viento de los anhelos.

De vuelta, miré a la ventana, donde un fantasma inflaba los visillos, y aquella música me hizo dudar de que realmente más allá latiera ninguna ciudad, no sabía si me había dormido y estaba soñando, si había muerto mientras dormía y me había convertido en un espíritu rebobinando sus fracasos, o si estaba de viaje y aquella era la ventanilla de un tren por donde fluyera un mundo tornasolado, o si éste había cambiado para siempre o era yo el que ya nunca sería el mismo porque renegando de mí llevaba tiempo intentando cambiar, pero aquello ya nunca sería posible porque la tristeza que había abrazado como a una mujer no tan bella pero de la que no querría separarme, era afirmativa, consistía en aceptar mi vida tal y como es, incluyendo el cómo pudo haber sido como glosa o figura retórica de un relato inmodificable; ya no querría perder aquella tristeza feliz que había añorado más que a mi primera novia si hubiera hecho la mili o me hubiera enamorado de verdad alguna vez, y en vez de lamentarlo quise tener un hijo para contarle aquello cuando creciera, y recordé que ya tengo una pero que igual que a mí nunca me lo contaron mis padres al fin y al cabo tampoco yo podría contarle cómo era esto de querer tanto las cosas no a pesar sino a causa de que nunca hubieran existido, por eso creo que nunca quise a la consorte tanto como entonces, mientras el piano lloraba en el hombro de los metales de la orquesta, y lo único que podía esperar era que a Alma le llegara el turno de experimentarlo, aunque en vez de Ravel –o el Dúo Dinámico en el caso de mis padres– a ella se lo inspirase la canción menos frenética de algún grupo que todavía no se había formado; y lo cierto era que gracias a lo que los silencios de aquella música me estaban dejando imaginar, yo había logrado retener aquella soledad que era mi mujer ideal –fatal– y tanto me había merecido, y aunque sabía que era imposible me juré no dejarla escapar por nada, ella me compensaba lo bastante y yo estaba conforme con todo tal y como era, nada podría haber sucedido de un modo distinto a como había resultado, y en el futuro pensaría en el presente tanto como ahora pienso en el pasado, de modo que, me ocurriese lo que me ocurriese, más tarde lo aceptaría con la naturalidad de lo inevitable –como esos finales de Billy Wilder–, con ese factor de necesidad que otorgan las repeticiones –a la quinta revisión de una película cualquier posible alternativa en el casting o el argumento ya es inadmisible y que ahora, más allá de las modificaciones de la memoria, me hace considerar inevitable el pasado; y, como esos alcohólicos que al mezclar ciertas bebidas intuyen que ya nunca lo dejarán, supe que jamás dejaré de leer a ese hermano menor de Faulkner que fue Onetti, de ver películas de Fellini, ni de escuchar este concierto para piano de Ravel, recordando aquella vez irrepetible en que gracias a este post escuché la última parte imaginando cómo lo pincharíais vosotros, con una sonrisa ensimismada en la cara, y lo escuchabais mientras terminabais de preparar la cena o desayunabais ante un pensativo café o reanudabais la redacción de un informe o quizá emitíais una factura con IVA, tal vez recordando la primera vez que visteis nevar, la última mirada de vuestro perro, cómo intuisteis el mar brillando entre los álamos o aquella primera noche en que temblando entrasteis en una habitación penumbrosa donde titilaba la llama de bronce de un cuerpo traspasado de luz… en una pantalla de cine.

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